Horacio Quiroga, sólo acompañado por Juan Carlos Onetti y, en una medida un poco menor -pero de un interés revitalizado en los últimos años-, Felisberto Hernández, es el escritor uruguayo sobre el que más se ha investigado en Uruguay. Además de las características trágicas que atravesaron su vida -en este punto, lo trágico suele ser un incentivo específico en las publicaciones, como también sucediera con los numerosos estudios y pseudo ficciones basados en Delmira Agustini-, hay algo en Quiroga, por encima de sus coetáneos y de los que vinieron después, que oficia de una especie de metáfora de Uruguay y el siglo XX. En esa alternancia entre la ciudad -más específicamente Buenos Aires, donde terminó por radicarse y escribió en revistas como Caras y Caretas y Fray Mocho- y la selva de Misiones, Quiroga se ofrece como un personaje complejísimo, que concentra en sus cuentos tanto los ecos de la América profunda -especialmente con Cuentos de la selva y Anaconda- como los del empuje capitalista y los anhelos de modernización -algo que no se ve únicamente en su dinámica vida cultural en la capital porteña, sino también en sus variadísimos intereses y emprendimientos privados.
Entre estas fascinaciones, el cine ocupó un lugar preponderante, y encontramos a un Quiroga escritor que hizo crítica cinematográfica en diversas publicaciones, como las ya mencionadas Caras y Caretas y Fray Mocho, además de El Hogar, Atlántida y La Nación. Si bien no fue el primero, es uno de los integrantes de la primera guardia de críticos cinematográficos, y en algún punto esto también sirve para alentar el mito de Uruguay como país adelantado en los terrenos del séptimo arte (leyenda alimentada por la figura de Homero Alsina Thevenet, encumbrado como descubridor oficial de Ingmar Bergman). Parecería que siempre que se habla de Quiroga, se habla de algo más, que toca a Uruguay como nación, como una condensación de la construcción del país modelo y el inconsciente de un territorio virgen y bárbaro, figurado en la realidad de las historias del salteño.
La relación entre Quiroga y el cine ya había sido tema de investigaciones desde un proyecto de Ángel Rama en el que pretendía juntar todos los materiales publicados por el cuentista. Entre los diferentes textos que ocupan la labor cinematográfica quiroguiana aparecen nombres como los de Homero Alsina Thevenet, Pablo Rocca, Washington Benavides y Leonardo Maldonado, entre otros. Quizá la última referencia había corrido por cuenta de Ruben Tani, que vinculaba a Quiroga con la tradición gótica (diferente a lo más comúnmente recogido de sus textos misioneros) y hablaba del influjo del cine en la creación de algunos de sus cuentos.
Es en esta línea que, en el marco de los Cuadernos de Literatura del Departamento de Investigación de la Biblioteca Nacional, se publica Horacio Quiroga: contexto de un crítico cinematográfico, una investigación llevada a cabo por Gerardo Ferreira y Andrés González Estévez. El trabajo analiza la labor del salteño en sus esfuerzos teóricos y metodológicos, para erigir al cine como un arte en sí mismo y no un sucedáneo de menor escala y nivel de otro tipo de artes.
Aunque parece extraña la lucha de la especificidad del cine en un terreno actual en el que es la rama del arte más popular de la actualidad, a comienzos de siglo seguía considerándose un hermano menor del teatro, un espectáculo para las masas más cercano a un fenómeno circense que algo digno de comentar con el mismo lenguaje que al hacer referencia al resto de las artes. Quiroga sorprende por la forma en que, a pesar de su formación como escritor, se mantiene como un firmísimo militante de las características propias del cine. No sólo defiende las virtudes inherentes de su lenguaje (aun cuando era un crítico severo con “el ochenta por ciento de las películas” que circulaban en pantalla, tal como solía decir en algunos de su artículos), sino también una idea específica de lo que debería hacer y decir. En este plano, el estudio pasa por ciertos intentos del salteño de sistematizar sus estudios y analiza aspectos como “tipologías de los personajes”, “adaptación” -se centra específicamente en el terreno de las obras de ficción escritas, o las teatrales y la versión cinematográfica-, las “tipologías de las películas” y la “gesticulación de las palabras”. Éste, en particular, es uno de los puntos recogidos más interesantes de Quiroga, en tanto parecería enarbolar alrededor de la importancia del gesto (en un terreno dominado por el cine mudo) algo que otros autores o críticos enfocarían en otros terrenos.
Específicamente, al tener acceso a material crítico de Quiroga (minuciosamente inventariado en los anexos del trabajo de Ferreira y González Estévez) que puede encontrarse en libros como Arte y lenguaje del cine, de Editorial Losada, es posible sorprenderse al ver que detrás de la particular obsesión del salteño por el gesto (ver, por ejemplo, notas sobre Lilian Gish, una de las debilidades del escritor) y los escenarios hay algo particular de los vínculos entre su obsesión plástica y la realidad -eso que, tal como sostiene el teórico Roland Barthes, hace que el cine lleve lo metafórico a lo literal-, y queda por fuera cualquier consideración propia respecto del montaje. Un terreno en el que el libro no llega a ahondar, y que parecería interesante investigar en trabajos futuros, es la particular obsesión de Quiroga con DW Griffith. De la lectura de las múltiples reseñas cinematográficas y notas de Quiroga sobre el cineasta parecería desprenderse una oscilación entre la admiración y el odio; quizá se tratara de un artista en el que el escritor ve la cristalización de algo posible, de algo que busca, sin que nunca pueda llegar hasta el terreno que él quiere. Resulta extraño que no haya prácticamente ninguna mención al montaje, teniendo en cuenta que Griffith es -junto a la escuela rusa- uno de los pioneros en ese terreno (junto a la magia del primer plano, ésta sí abordada por Quiroga).
En esta cruzada privada está bien llevada en el último capítulo, a cargo de Ferreira, la crisis teórica -y casi moral- que conllevó, en los últimos años de su carrera periodística, la aparición del cine hablado -los talkies, tal como se le llamaba en aquel momento-. En ese terreno, la figura de Quiroga, casi siempre adelantada a su época, se vuelve ultraconservadora y parece encerrar la apocalíptica visión de un fin del cine. Lejos de achacarle cierta incapacidad de adaptarse a los tiempos cambiantes, lo que parecería defender en esta lucha es un terreno de especificidad del cine (en el que intuitivamente parece tener preponderancia el papel del plano), que correría el riesgo de disgregarse una vez que esas imágenes, que se sostienen en la capacidad evocativa del gesto, empezaran a hablar. Esta disputa está lejos de ser un capricho quiroguiano. Serguéi Eisenstein, Vsévolod Pudovkin (y prácticamente todos los cineastas rusos), junto a Gilbert Seldes y Rudolf Arnheim, hacían planteos muy similares, ya que veían en el cine sonoro el riesgo de retroceder un casillero hacia terrenos del teatro filmado, algo que parecía un lastre que en la década de 1930 -especialmente en Sudamérica, tal como son rescatadas algunas reseñas de películas argentinas- no parecía haberse desprendido del todo.
En el rescate de Quiroga a cargo de Ferreira y González Estévez hay algo curiosamente melancólico de una persona que observa cómo se va desmoronando el terreno que una vez creyó conocer.
El otro punto interesante que trata el libro es el enclave geopolítico de las notas. Quiroga se muestra como un defensor del cine estadounidense -pese a que no pocas veces critica la imaginería medio simplona de los vecinos del norte-, en contraposición al otro crítico de Caras y Caretas, Narciso Robledal, que se muestra no sólo como un contrapeso mucho más conservador, aun manteniendo la calidad del cine como un arte menor frente al teatro, sino como un defensor a ultranza de lo latino frente a lo anglosajón. Las notas recogidas son graciosas y harían empadilecer a los comentarios de la izquierda más sesentista. Resulta particularmente interesante leer las notas de Robledal como los restos de una Argentina aún afrancesada, culturalmente crítica de los avances del proceso de expansión cultural estadounidense.
Más allá de estos destellos de terrenos posibles de análisis, el libro sufre un poco de esa excesiva mesura del academicismo, que impide a los autores aventurarse en hipótesis más interesantes sobre la relación entre el cine y la obra del autor. Ferreira y González Estévez parecerían más bien sistematizar ese pensamiento, dejarlo ahí para preservarlo, más que ponerlo a jugar con partes de la obra del autor, con su vida o con sus ideas sobre la narrativa. Quiroga es un personaje inagotable, y sus aspectos más interesantes suelen aparecer en las reseñas, en su contradictoria fascinación cholula con ciertas actrices del star system, su defensa de los intertítulos como un terreno alejado de lo literario, la idea del gesto y la relación entre éste y las descripciones de sus personajes, o en sus intentos fallidos por dedicarse al guion cinematográfico (leer el guion de La jangada sirve para estudiar los límites de la visión quiroguiana, al tiempo de su poca instrucción en algunos terrenos de lo cinematográfico).
Sea como sea, Quiroga da para rato, y resulta fácil prever que en los próximos años aparezcan nuevos trabajos sobre los distintos terrenos en los que se desempeñó.