Desde el comienzo del film estamos pisándole los talones a Ana (Marian Álvarez), casi oliéndole la nuca, como si al estilo de seguimiento de personajes de Gus Van Sant decidiéramos ponerle el cambio a quinta.

Fernando Franco (director del film, por cuyo trabajo en este título obtuvo el galardón a mejor realizador novel (junto a muchos otros reconocimientos como el del Festival de San Sebastián), deja ver sus amplias credenciales de montajista, afinando un estilo en el que todo lo percibimos en un estado de vértigo, sin aumentar necesariamente la velocidad. La vida impulsiva de Ana, gran candidata al diagnóstico de Trastorno Border de Personalidad, es un cable pelado del mundo. Reacciona a todo lo que le sucede de una manera errática, chisporroteante y angustiante a todo elemento que se le presenta. Hay, dentro de ella, una carga tanática que nunca se ve agotada y que parece regenerarse y agarrarse de todo lo que toca como una poderosa enredadera.

La forma de capturarla en pantalla y editarla reproduce fielmente este sistema vital, en el que cada acción parece triangulada con una reacción de una forma violenta e inmediata. Un hecho tan sencillo como fumar parece trazarse por estas líneas de acción/reacción imaginarias: en una escena vemos a Ana prenderse un cigarrillo, y en vez de mantener el plano medio en que la vemos hacerlo o concentrarse en un primer plano, hace aparecer el cigarro fuera del cuadro u opta por un mecanismo bressoniano de planos detalles consecutivos de la mano, el yesquero, el cigarro y la boca. Vemos a Franco no tomar ninguno de estos caminos sin hacer cortes, pero tampoco manteniendo estático el encuadre, sino más bien trazando una “Z”, en un movimiento de cámara que va desde su rostro a las manos, y de ahí al encendedor y de vuelta al rostro.

La película seguirá este modus operandi, logrando que resulte difícil encontrar otro film que siga tan de cerca -tanto metafórica como literalmente- a un protagonista (a primera asociación, uno recuerda el claustrofóbico uso del primer plano en Tape, de Richard Linklater, pero al menos en ese caso el protagonismo se repartía entre los tres actores principales).

Todo lo que ocurre más allá de Ana son elementos difuminados, objetos diluidos en esa angustia interior, que aparecen y desaparecen de su vida. La ves salir en la noche y es un autito chocador, dándole a todo lo que encuentra y cayendo casi invariablemente en bajones anímicos de todo tipo. Es algo así como la primera media hora de Gena Rowlands en Una mujer bajo la influencia, pero sin ese flujo vital del que la actriz y Cassavettes sabían dotar al personaje.

Ana grita, putea, hace llamadas a altas horas de la noche, se emborracha, se droga, ríe, baila, llora, se tajea y llora de nuevo, en una espiral de repeticiones que intenta reproducir esa claustrofobia vital, en donde ella misma es su propia celda. Por momentos, el tono episódico tiene un ribete un tanto ridículo, en la medida en que la repetición se da en un marco en donde, sin importar lo que haga Ana, sabemos que siempre vamos a terminar encontrándola en la misma situación: la del póster, con ella llorando y tajeándose las piernas con una pequeña hoja de afeitar.

Posiblemente, el punto más discutible del film va por ese mismo efecto asfixiante y repetitivo que logra generar. Más allá de la combinación entre su estado autodestructivo de base y destellos de vida (como su dedicación en su trabajo con personas con Alzheimer y parálisis cerebral, o la escena de karaoke con su compañero de ambulancia), este mecanismo, cada vez más penetrante en las miserias de Ana, por momentos parecería colocarnos ante la encrucijada ética de “¿para qué tanto sufrimiento?”. Parecería una pregunta un tanto burguesa, de un espectador que no quiere pasarla tan mal gratuitamente en el cine, pero la crueldad cinematográfica que ha teñido el trato de los realizadores hispanohablantes con sus personajes en el último lustro es algo que debería estar en la bandeja de disección. Son preguntas que nos disparan películas como Heli, de Amat Escalante, o Después de Lucía, de Michel Franco, con un sentido frío, sólido y eficaz en la primera y un exceso cuasi pornográfico en la segunda.

Quizás, siguiendo los hilos de cobre, el referente más directo de toda esta generación cruel podría ser Michael Haneke, pero a diferencia de La herida o la mencionada Después de Lucía, en personajes como los de Isabelle Hupert en La pianista (2001) siempre, más allá de sus razones y sinrazones, hay en sus patologías una clave hacia un algo más, algo que puede tener que ver con la imagen evanescente de ese Dios silencioso y sentencioso que parece rondar los films del austríaco.

La herida es un excelente estudio de carácter, sin llegar al nivel de complejidad vital de películas como la reciente Gloria, de Sebastián Lelio, pero aun así, con su visión descarnadamente humana, es una pieza importante para entender de cerca un trastorno de personalidad, que a diferencia de otros diagnósticos como las fobias, las obsesiones o la misma psicosis, se ha mantenido en una penumbra tanto cinematográfica como clínica. Por esa misma razón, La herida no deja de ser un film valiente.