En un patio de París (Pierre Salvadori, Francia): Siguiendo la estela de un tema recurrente en la filmografía reciente francesa, En un patio de París trata sobre el compañerismo y estrategias de convivencia y alianzas entre gente de dispares entornos socioculturales. Con algunos retazos de El encanto del erizo (Mona Achache, 2009), la película, centrada en un complejo vecinal típico de la zona de Goncourt, narra las peripecias de Antoine, un depresivo adicto a la heroína que consigue trabajo como conserje del lugar. En el mismo complejo vive Mathilde (la icónica Catherine Deneuve), una mujer recientemente jubilada, asediada por crecientes manías que cada vez complica más la relación con su marido (al punto de elevar ciertas consideraciones sobre su sanidad mental). De más está decir que ambos comenzarán a tejer un vínculo en el que prima una desprejuiciada comprensión, tendiendo puentes entre dos personas notoriamente diferentes. Dicho así, parece una película de molde del cine francés, pero Catherine Deneuve y el lacónico pero calibradísimo mauriciano Gustave Kevern logran componer un estudio de caracteres con una naturalidad envidiable.

Conducta (Ernesto Daranas, Cuba): Esta película armó cierto revuelo en Cuba y adquirió inmediata notoriedad internacional por sincerar algunos aspectos de la Cuba actual. Un niño de 11 años, de padre desconocido y madre drogadicta, participa en el ilegal y cruel negocio de las peleas de perros para poder tener de comer y cuidar a su mamá. Su carácter, comprensiblemente agresivo e insolente, es un problema en el aula de una escuela de una zona marginal, que se las tiene que ver también con la situación de la hija de un “palestino” (cubano de las provincias orientales inmigrado a la capital), el hijo de un preso político, y tiene que lidiar con el gesto de una alumna a la que se le ocurrió poner en la cartelera del aula una estampita de la Virgen en homenaje a un compañerito muerto de enfermedad (ante el previsible reproche de la Inspección de educación primaria). Una maestra veterana, muy prestigiosa e idealista, tiene sus puntos de vista sobre cómo abordar esos problemas, lo que a veces la enfrenta a las normas burocráticas. El film tiene un cuidado y poder visual poco comunes (y raros de ver aplicados al paisaje descascarado de La Habana actual), y se beneficia de la espectacular actuación del primerizo Armando Miguel Gómez como Chala y de la también carismática y noble Alina Rodríguez como la maestra Carmela. Sin circunscribirse a género, no deja de integrar el tópico de películas sobre aulas problemáticas lideradas por maestros ejemplares en conflicto con las autoridades. No deja de ser curioso, en todo caso, que los problemas a los que están expuestos estos niños (al menos tal como se muestran en la obra) están mucho más cercanos a los de los niños de un colegio de Carrasco sur que los de uno del Borro, y además parecen recibir mucho mayor atención de las instituciones.

Atlántida (Inés María Barrionuevo, Argentina): Parte de un cine argentino cada vez más extrapolado a las lejanías de la capital, Atlántida se sitúa en la Córdoba profunda, en algún árido verano entre fines de los 80 y principios de los 90. Con el agua -o la ausencia de ella- como un elemento metafórico de la situación emocional de las dos protagonistas (la mayor, yendo todos los días a nadar, perdida en ciertas inhibiciones que terminarán por cristalizarse en el diluvio final del film; y la menor, con una primera escena en la que juega despreocupadamente con el agua de una manguera, hablando tanto del derroche propio de su personalidad como de la incapacidad de dirigir su sexualidad en tiempos en que todavía todo está en suspenso), la película trae una Córdoba prácticamente carente de adultos, que en algún punto retrotrae a Abrir puertas y ventanas, de la argentina Milagros Mumenthaler. Esa especie de yerma tierra de nunca jamás, sin padres ni figuras de autoridad, habla de la adolescencia como ese continente perdido de la Atlántida, próximo a ser tragado por las aguas, como esa lluvia que parece llevarse la misma pérdida de la inocencia de las dos hermanas.

Todos se van (Sergio Cabrera, Colombia): Otra visión de Cuba, esta vez producida fuera del país, con un reparto integrado en buena medida por emigrantes, y ubicada hacia 1980. Con un estilo de actuación, diálogos, visual y música de telenovela caribeña, cuenta los tironeos de una niña de padres separados que se disputan su tenencia. La madre, que supo pelear en la revolución, en ese momento tiene inclinaciones disidentes, mientras que su papá es un poeta oficial. Distintas alusiones poco sutiles van estableciendo la alegoría: el papá representa la autoridad y la madre la libertad (viéndose en problemas por pasar en la radio las canciones de un bolerista apolítico, en vez de pasar Nueva Trova). Todos los burócratas del régimen son rígidos, dogmáticos, insensibles, están prontos a reportar a la autoridad superior y acatar cualquier orden, por inhumana y estúpida que parezca. Algo me dice que el realizador toma partido por la “libertad”.

Leviathan (Andrey Zvyagintsev, Rusia): En una remota zona de la costa rusa del mar de Barent, el alcohólico Kolya se enfrenta a la inminente expropiación de su casa y terrenos por el corrupto alcalde local. En su ayuda acudirá Dmitriy, un antiguo compañero del ejército, pero poco es el espacio a la esperanza en una película amarga sobre el gatopardense vacío apropiado por el capitalismo luego de la caída del bloque socialista. Continuando la obsesión de Zvyagintsev por el legado de la Rusia comunista en tiempos actuales, la película siembra un compendio de imágenes alegóricas potentísimas, como el cuadro de Vladimir Putin en todas las oficinas en las que los corruptos jerarcas definen la suerte de Kolya (omnipresencia que se espeja con el rostro severo y a la vez distante del Dios icónico de la Iglesia ortodoxa rusa), y ese esqueleto de ballena, que juega con el ser mitológico que da nombre a la película, esa entidad de las profundidades que, como el comunismo (o como Putin mismo, de líder de la KGB a presidente de la nación), sigue entre los vivos, por más que se vean sólo sus huesos.

Showroom (Fernando Molnar, Argentina): El encargado de coordinar las ceremonias de un salón de fiestas de Buenos Aires, un hombre de mediana edad, es despedido. Desempleado, tiene que trasladarse con la familia a un rancho prestado en Tigre. Tiene la suerte de que casi de inmediato un pariente le ofrezca el puesto de vendedor en el showroom de un edificio residencial en construcción en la capital. El trabajo le requiere quedarse allí plantado unas 12 horas diarias, que sumadas al tiempo de traslado, virtualmente lo enajenan del cotidiano con su familia. Mientras su mujer y su hija, tras el shock inicial, van descubriendo en Tigre un nuevo estándar de vida, mucho más comunitario, precariamente conectado a celular e internet, silencioso y en contacto con la naturaleza, el protagonista vive su cotidiano vendiendo valores (cámaras de seguridad, prolijidad de construcción, gimnasio, spa, muebles y electrodomésticos) que empieza a vislumbrar como cada vez menos satisfactorios, pero de los que termina atrapado. La película tiene un aire de comedia italiana, de ésas basadas en un humor amargo y reflexivo, volcado con gestos casi naturalistas, en que la eventual gracia nace de una observación irónica que capta lo ridículo de lo cotidiano. La película sólo peca un poco, en el tramo final, del intento demasiado evidente de recargar en un patetismo medio forzado.

Force majeure: la traición del instinto (Ruben Östlund, Suecia): Posiblemente la película más elogiada en lo que va del Festival, la sueca Force majeure narra una descomposición -e intentos de recomposición- familiar durante su estadía en un centro de esquí en el centro de las montañas. Luego de un alud en el que el padre de familia huye despavorido, dejando en el camino a su mujer e hijos, su autoridad y vínculo amoroso queda puesto en un lugar enclenque, que parece ir dinamitando no sólo la relación de pareja, sino los mismos marcos de identificación del protagonista masculino. Una película sobre el desmoronamiento de los marcos simbólicos de la masculinidad, retratada a pinceladas cáusticas y agridulces del más minucioso humor escandinavo.

Retrato de un comportamiento animal (Florencia Colucci y Gonzalo Lugo, Uruguay): Una especie de comedia romántica con ambientación de road movie ubicada sobre todo en los alrededores de Florianópolis. Los propios directores son los actores principales, y sobre un guion más o menos establecido inventaron o improvisaron las escenas, con un espíritu lúdico, a veces anárquico, que hace recordar algunos de los divertimentos del joven Godard. Sin esquivar unos cuantos momentos de ternura, la película es juguetona: el montaje fragmentado, una cámara que se atreve por unos primeros planos cercanísimos al punto de distorsionar la imagen, o por unos planos elípticos que muestran sólo fragmentos de la acción, chistes excelentes que alternan con chistes pavos o primarios, y no demasiada preocupación con la consistencia psicológica. El nivel de actuación y de diálogos se luce frente al estándar uruguayo. Y la película ejemplifica cómo se puede estar totalmente fuera del cliché del “cine uruguayo” (contemplativo, lacónico, patético) sin por eso caer en un intento torpe de normalidad y sin dejar de ser uruguayísima. Una de las películas más frescas del cine uruguayo reciente.