La Yocasta de Mariana Percovich, estrenada el 1º de junio de 2003 en el subsuelo del hotel Cervantes, enmarcaba en un cubo de nueve celdas, en tres niveles, a su protagonista desairada. A la reescritura del mito se entraba por medio del reposicionamiento discursivo y, a la vez, espacial de Yocasta. La versión vernácula de la maraña trágica que la condenó necesitaba, para la directora y dramaturga, una estructura monumental que la apresara y la contuviera, capaz de ofrecerle tránsitos libres pero -con la misma fuerza categórica- dictarle lo limitado de sus elecciones, meros productos de una combinatoria simple, avasallada por los espacios acotados del cubo. Percovich, además, quiso darle a Yocasta una compañera, La Mujer, que ocupaba muda el espacio, prestándole el cuerpo para mimar, con ritmos y tiempos desfasados, sus palabras.
La desaparecida editorial Artefato dejó, en 2006, un rastro precioso de aquel espectáculo, enmarcándolo en la serie Intervenciones: del escenario al papel, editada por Roger Mirza. Con una concepción del documento que trascendía el mero texto para hurgar, como marca la buena teatrología, en las notas de dirección y puesta en escena de los directores, fichas técnicas, fotos del espectáculo, croquis de las escenografías y anotaciones al margen, la serie prometía al teatro uruguayo la utopía de su registro (lo más) fiel (posible), un futuro brillante para los amantes nostálgicos del género y para los académicos. Aquella Yocasta recuperaba su voz a fuerza de arañazos en el tejido sólido de la tragedia como la voz del hombre, y una presencia en el espacio que alternaba entre el puro movimiento y la pura quietud.
Otra clave eligió Marisa Bentancur en su dirección de este texto, estrenado en noviembre del año pasado en la flamante sala El Mura, en el Mercado Agrícola. Directora de varios montajes de trágicos griegos, interesada en el período desde el punto de vista teórico y pedagógico, Bentancur se decidió por lo solemne. Gabriela Iribarren es una Yocasta hierática, sin compañía, en un escenario semivacío, sin más elementos que un micrófono con luz cenital, un asiento desmontable y un vestuario que refiere, con una forma y un toque de color exiguo y vertiginoso, al peplo que la vestía.
Esta Yocasta ofrece al espectador, simultáneamente, dos acercamientos: mientras la denuncia de las injusticias sufridas lacera el oído, sus maneras encorsetadas y minimalistas advierten el trecho que lo separa de ella. Su historia es representable y pertinente hoy en la escena, pero necesita, parecen apuntar en esta puesta Bentancur e Iribarren, una distancia que cifre las reglas de esa representatividad y de esa pertinencia. Tras décadas de aggiornamenti atolondrados, de atenienses, espartanos y tebanos en jeans o traje, de actuaciones reproductoras de un desenfado de calle o de boliche, el efecto de una Yocasta estatuaria pero profundamente sufriente y acorralada por su tragedia resulta, a la vez, rarificado y placentero. “Narra lento, con cadencia de letanía, terminante”, se lee, a propósito de la tebana, en la primera indicación de escena de Percovich para su puesta, y Bentancur, podemos arriesgar, se apropió con gesto audaz de ese comienzo, para teñir de letanía todo el espectáculo. Y en el escenario inhóspito del Mercado Agrícola, las últimas palabras de la heroína renuevan la denuncia, la amenaza y la angustia que entregaban hace más de diez años: “Mis hijos reinarán sobre las futuras generaciones. Mis obras hablarán por mí. Yo fui amada como nadie lo ha sido y repudiada como nadie lo ha sido, y no tengo boca para repetir mi historia. Soy la peor de las mujeres, la que está en todas las pesadillas, reina de un mundo terrible para la conciencia de los venideros”.