Bastante se ha hablado durante este carnaval del bajo nivel creativo presentado por los conjuntos. También se ha especulado acerca de las razones que llevaron a este empobrecimiento: un reglamento municipal que centra el carnaval en el concurso, un concurso que comienza con una prueba de admisión bastante cuestionable, y un sistema de calificación más que discutible para evaluar producciones artísticas, entre otros posibles. No obstante, el concurso sigue siendo el centro de la vida carnavalera: para los dueños de los conjuntos, para la Intendencia de Montevideo, para los medios de comunicación, para los artistas de carnaval y para el público en general.

Eso nos lleva a pensar en cierta imposibilidad, a esta altura de los hechos, de modificar esta situación. Aunque también conduce a pensar en la necesidad de cuestionar las características del concurso, debido al peso que mantiene en la formación de opinión y en la legitimación de las “formas correctas” de hacer espectáculos de carnaval. El fallo de este año no es la excepción. El reglamento otorga gran peso a la hora de calificar los aspectos técnicos de los espectáculos por sobre los conceptuales, lo que redunda en la necesidad de dinero por sobre la creatividad. El análisis minucioso de los puntajes (que no haremos aquí) demuestra cómo sistemáticamente los jurados que evalúan lo “técnico” (voces, arreglos corales, musicalidad, vestuario, escenografía, maquillaje, coreografías y bailes) son los que definen los premios de carnaval por sobre los jurados que evalúan lo conceptual (textos, interpretación, puesta en escena). De esta manera, las propuestas más fermentales de carnaval son desplazadas de la definición: Cayó la Cabra, Metele que son Pasteles y Aristophanes son los ejemplos más claros. Sus textos (sus ideas, sus formas de crear) están nominados entre los mejores por el mismo jurado, pero eso en carnaval no es suficiente.

Sin embargo, la reiteración de esquemas basados en el virtuosismo y el dinero se sigue consagrando. No es casual que en tres categorías (parodistas, revistas y humoristas) se repitan los primeros premios del carnaval pasado, y si se miran los fallos de la última década, se encuentra una enorme mayoría de reiterados primeros premios. Se puede decir que el concurso es algo que no define la calidad, pues el público es quien aprueba o no los espectáculos. Eso es cierto. Sin embargo, sigue siendo una fuente de legitimidad hacia afuera: define las posibilidades futuras de los conjuntos con claridad, sobre todo por el impulso económico que supone. El ejemplo más claro lo constituye Agarrate Catalina: en el carnaval 2005 se dio una coyuntura favorable para que ganara esta murga, cuando era imposible que lo hiciera por sus “carencias técnicas”. No obstante, el jurado -influido por el clamor popular y mediático- se atrevió a impulsarla hasta el primer lugar. Evidentemente, algunos integrantes de ese jurado nunca más fueron convocados para ocupar ese sitio, tras ese enorme sacrilegio. Sin embargo, su labor legitimó a la murga y definió su destino. Sería bueno saber qué hubiera pasado si la Catalina no hubiera ganado en 2005, o si las otras murgas innovadoras de la década pasada (La Mojigata y Queso Magro) hubiesen sido legitimadas del mismo modo. Este año las condiciones de un carnaval pobre en lo creativo auguraban que -al igual que diez años atrás- las condiciones estaban dadas para legitimar lo nuevo y darle impulso: era el año de Cayó la Cabra. Lo que faltaba era un jurado que se arriesgara, como el de 2005.

Tal vez conocían esa experiencia y por eso no se atrevieron, y así es que el primer premio fue para una murga que es expresión del carnaval más conservador: Patos Cabreros. Un buen espectáculo, pero construido según los parámetros de otros tiempos y otras formas. Al bajar Patos Cabreros del escenario, se oían clamores de “¡esto es murga!”. Quizá en carnaval no es el momento del impulso, sino el momento del freno.