Leer a Pascal Quignard es siempre una relectura. Su escritura se funda a partir y en conversación con otros textos, de las más variadas procedencias: biografías, tratados filosóficos, novelas, leyendas, obras religiosas, libros de historia. Pero a la vez, leer a Quignard es relerlo. Morir por pensar, publicado originalmente en 2014, es el noveno y más reciente volumen de su serie Último reino, que comenzó en 2002 con Las sombras errantes (cuya traducción publicó El Cuenco de Plata el año pasado). Las ideas que planteara apenas en aquella primera obra, que nos dejara apenas entrever, se profundizan y contaminan con otras, que fue desarrollando en lo sucesivo (fundamentalmente en el séptimo número de la serie, Los desarzonados) y a la vez suman a la reflexión nuevos caminos, nuevas sendas que siempre parten de una imagen, de una historia o anécdota. Quignard se deleita en contar pasajes de la vida de pensadores y poetas, describe con minucia gestos mínimos, detalles que parecen insignificantes pero que a la luz del pensamiento toman un cariz nuevo y claro. Todo persigue la idea, todo contribuye a su esclarecimiento.

En Quignard todo es claridad, ésa es su más evidente “marca de estilo”. Todo tiende a explicarse, a desarrollarse, a profundizarse. A la vez que se aclara, paradójicamente, se opaca. El pensamiento se complejiza, se hace extraño, se desprende de su autor y se conforma en sí. Es la búsqueda profunda de lo otro en uno. Quignard elabora un complejo andamiaje para sostener el edificio de su trabajo mental a base de citas, de comentarios, de recuerdos, creando un auténtico diálogo de muertos en el que los contrarios persiguen la imposible síntesis. Elabora tesis a menudo seguidas de escolios porque no busca el desconcierto, ni la sorpresa, ni el hermetismo: busca la precisión. Todo funciona (en una fragmentación que podría aparecer caótica) para crear sentido. Por medio de la recolección de mitos e historias, explora un costado menos frecuentado en su literatura: el mundo griego, sus palabras precisas que traduce y retraduce al y del latín y luego sostiene en términos franceses, alemanes, italianos, ingleses. Investiga la genealogía oscura de esas palabras, cuando designaban actividades y cosas simples en el bucólico origen y cómo mutaron hasta alcanzar un grado de abstracción y justeza muy elevados. Quignard se funde en la desintegración caótica del pensamiento libre, ordena y desintegra a la vez con la prosa justa, con la palabra dicha y vuelta a decir, fragmentada en sus partes elementales, y reintegrada en la oración al todo del pensamiento.

“El pensamiento es una pasión que fulmina el alma”. Tras la cita de Epícteto se oculta el centro de este libro. Porque, sostiene Quignard, morir por pensar es posible. Pensamiento y muerte mantienen así una ligazón original que los hace indisolubles, como la que se sostiene, de igual forma, entre traer a lo muerto y pensar. La escritura, dice Quignard, es una clase de pensamiento. Esto es: un diálogo; una sobrevida. Porque el pensamiento, como la prosa misma y la literatura (en tanto arte que obra con la lengua), no nos pertenece. El “daimon”, el “genius”, el espíritu o la conciencia nos llenan. Leer es, por lo tanto, también un acto de descubrimiento, más que de invención, de descubrir lo oculto, de hacer visible lo no visible. El pensamiento es pensado entonces como un fin en sí mismo que se escapa de la multitud. Quignard elige el destierro, la pérdida de la comunión con la sociedad, en favor de la búsqueda del pensamiento puro (el pensador, sostiene, se opone al intelectual y aun al filósofo). Hacia el final del libro, Quignard, que siempre deja asomar su persona pero nunca de forma tan evidente, se toma como protagonista de la breve narración de sus días. Describe un círculo sobre sí mismo y formula la última tesis: adelgazar el cuerpo, nutrir la mente. Buscar aporéticamente irse de uno, como en el primer reino elemental, desconocerse. Volverse pensamiento. Ése es tal vez el punto más débil de su complejo sistema, la auténtica vuelta innecesaria (aunque, de algún modo, inevitable). Allí están los padres de la iglesia, los estoicos, los ascetas. En la muerte de aquellos que abandonaron la ciudad (Heráclito, Chuang-Tsé) funda Quignard su propio exilio. El acto de fugarse y el de refugiarse, entonces, se terminan confundiendo, se vuelven el mismo acto. Uno huye para salvarse. No piensa porque vive, sino que, cartesianamente, vive porque piensa.