Desde que Plinio el Viejo, hace casi dos milenios, teorizó sobre las funciones básicas del retrato -conmemorativa, celebrativa y didáctica- se han escrito miles y miles de páginas sobre el tema: ampliadas, expandidas hasta cubrir cada estación intermedia entre las tres predisposiciones, parecen, sin embargo, categorías todavía vigentes. Claro, con el siglo XX explota algo que había fermentado por lo menos desde el Renacimiento y que complica el asunto: la delación -a través de la expresión de ciertos rasgos, el abandono de la verosimilitud, la deformación de las debilidades y cualidades morales e íntimas propias de sujetos particulares y ya no de un código general. Entra en juego, cada vez con más contundencia, el elemento “inconsciente”, la subjetividad (tanto del retratista como del retratado, creciendo a medida que desaparece el vínculo pecuniario del comitente). Empero, las finalidades de un retrato, a la postre, siguen siendo todavía las de inmortalizar y registrar: ya no tanto con propósitos “ejemplares”, sino como expresión de inquietudes individuales y colectivas.

No asombra, por ende, que también en este recorrido de retratistas contemporáneos uruguayos que propone el Subte las funciones plinianas se puedan hallar cómodamente: hay algo suma y sanamente didáctico, por ejemplo, en los autorretratos fotográficos con documentos oficiales referidos a sí mismo de Guillermo Sierra y un tono abiertamente conmemorativo en los familiares y amigos dibujados y pintados por Elián Stolarsky, María Clara Rossi y Martha Escondeur.

La muestra, de todas formas, reserva algunas sorpresas. Para empezar, una cuestión de atmósfera: la gran sala subterránea, invadida por decenas de caras que “miran”, desde las paredes, a los transeúntes y a sí mismas, da la sensación de estar en una gran, caleidoscópica, galería de voyeurs y voyeuses. El retrato moderno es, también, un reto de miradas.

Rulfo, curador de la muestra, optó por mezclar retratos y autorretratos y se supone que no se dio, justamente, límites de medios. Pero no hay ni videos ni esculturas en la exposición (salvo, parcialmente, el “libro” acrílico 3D, abierto, de Stolarsky): priman la bidimensionalidad y la imagen fija, un poco como priman en esas máquinas generadoras de retratos compulsivos que son las redes sociales y que por supuesto han “incursionado” sin problemas en el género a nivel artístico.

El rostro público

En Retrato de Federico Aguerre (2014), por ejemplo, Aguerre reproduce 28 caras a lápiz de color de fotos encontradas en Facebook, de personas con su mismo nombre: excelente “instantánea” del sentido de pérdida de la individualidad mediante el encomio ciego de ésta, tan típico de internet. Similarmente, también con un proceso “desbordantemente” serial, los pequeños óleos de Alejandro Gonella, sus Imágenes, crean agotadores clusters de caras femeninas sacadas, principalmente, de la web, copiadas pictóricamente y repetidas en números variables, a veces terminándolas y otras dejándolas a mitad de camino. La idea de “serie” es, por cierto, un elemento estructural previsible para el retrato contemporáneo, poswarholiano, pero sorprende un poco esa presencia tan maciza: contrariamente a la lógica del fragmento (evocada en el título de la muestra como condición del sujeto), rige en muchas piezas la de la multiplicación frenética. Así en la gran cantidad de fotos analógicas de sí misma superpuestas digitalmente de Teresa Puppo, que arman un carrusel de autodeformidad y memoria en el políptico Retrato (2002). Así en los tres grandes óleos Lunes de Guillermo García Cruz, idéntica imagen replicada, vagamente chuckclosiana por encuadre (menos por detalles), pero muy pop y exponencialmente desfigurada por medio de unos brochazos fucsia chorreantes (sintomáticamente, el mismo color que la firma), que niegan y enaltecen, a la vez, el rostro elegido.

También son “series” -vale decir obras que manifiestan cierta continuidad en la proliferación, pese a la diferencia de sus elementos- las piezas naïves de José Luis Parodi, hiperrealistas de Martha Escondeur, tableauvivantistas de Jacqueline Lacasa y antropologistas de Paula Delgado (las etiquetas son apenas indicativas, claro).

Por supuesto, hay otras líneas con las que se puede recorrer la muestra: por ejemplo identificando a qué “singularidad” se presta atención, si a los conocidos (es el caso, obviamente, de autorretratos o retratos de miembros pertenecientes a la esfera sentimental del hacedor) o a los anónimos, algo que inevitablemente desata la cuestión de quién -y por qué- vale la pena perpetuar el recuerdo mediante una obra. Finalmente, el binomio especulativo retrato/tiempo, absolutamente central para el género -suficiente pensar en los exempla virtutis medievales o en El retrato de Dorian Gray wildiano-, también aflora intermitentemente aquí: en los trabajos de las citadas Puppo, Stolarsky y Lacasa, por cierto, pero en forma aguda en una de las piezas más impactantes, incluso simplistamente impactante, del conjunto: Damas del silencio (2014) de Lucía Lin. En ella aparecen 20 rostros de diferentes mujeres, fotografiados en primerísimo plano mostrando variedad de edades, arrancando con una bebé nacida el año pasado y terminando con una señora nacida en 1914: el efecto de proximidad a los sujetos (no sólo las caras ocupan toda la superficie de la foto, sino que son dotadas de los nombres de las retratadas) e inexorabilidad del tiempo reverbera aun más por el contacto directo de sus ojos con los nuestros.

Con la advertencia de que la mayoría de las obras de Retratos contemporáneos o panorama actual de una subjetividad fragmentada ya se vieron en otras muestras en los últimos años, la selección es acertada y funciona como, a su vez, una especie de retrato del retratista uruguayo de hoy: como debe ser, en los mejores casos, encumbra y cuestiona su género.