-Vayamos al comienzo: tu debut en teatro se inicia con un reemplazo casi metateatral, ya que interpretabas a una niña hija de tus propios padres.

-Más que un comienzo fue un derrape, un desastre. Como no veía nunca a mi viejos, porque estaban de gira o haciendo funciones, mi abuela decidió llevarme al teatro. Yo tenía tres años. Nunca había estado en un teatro, y me impresionaron muchos los camarines. Justo ese día se enfermó la niña que hacía de hija de mis padres. Era una obra gauchesca en la que ellos no se llevaban nada bien. La cuestión es me disfrazaron en lugar de esa niña de diez años. Cuando me llevaron al escenario mi madre decía: “No te preocupes, yo soy tu mamá, así que es todo igual. Y papá es papá”. Pero papá le dijo de todo a mamá [en el espectáculo] y le quiso pegar. Uno que estaba disfrazado de cura, y que yo conocía como amigo de mis viejos, los trataba de separar mientras me agarraba en brazos porque mi padre trataba de tirarme por la ventana. Yo no podía creer lo que mi papá hacía y decía... ¡Con lo que nos quería! De pronto, mi madre cae al suelo, muerta. Yo la movía y la llamaba, pero ella, nada: más actriz que madre, no abrió un solo ojo. Yo lloraba y gritaba, y la gente aplaudía. Ellos se volvían locos y yo también. Por eso a partir de entonces no quise ir al teatro ni a ver a los payasos. Recién a los siete años empecé con ellos a hacer el ángel en La pasión de Cristo, con unas alitas y un monologuito. A los 13 ya comencé a hacer teatro profesionalmente y dije: “Basta de angelitos”.

-En tu adolescencia no sólo te echaron del colegio a los 13 años, sino que luego una profesora de teatro dijo que no servías para la actuación...

-Era un colegio del Estado, profundamente nazi. Eso me llevó a solidarizarme con tres chicas judías, porque cuando teníamos religión a ellas las mandaban a Moral. Yo preguntaba por qué no estudiaban su religión, y para qué... Entonces me sentaba con ellas tres, y lo terrible era que estaban acostumbradas a la segregación. Empecé a pasar tan mal como ellas. Cuando comencé a estudiar teatro tuve una profesora francesa. En la primera improvisación que hice -a los 13- se me acercó y me preguntó si quería ser actriz. Cuando le respondí que sí me dijo: “No sigve, no sigve, no sigve”. Salí con ganas de morirme y entré en una depresión difícil. No lo dije en casa, pero dejé de comer y me volví anoréxica en poco tiempo. Fui saliendo adelante como pude, y con los años, más allá de que se haya equivocado o no, confirmé que no se le puede decir eso a nadie. Empecé a contárselo a alumnos de teatro, para que no se dejaran vapulear: hay mucho profesor de teatro sádico.

-Más allá de lo artístico, tu relación con Uruguay seguramente esté marcada por tu exilio antes de instalarte en España. ¿Cómo recordás ese año?

-Todo se inició hace mucho. Yo iba a hacer funciones allá y conocía Uruguay como turista. Después se terminó todo. Un día, Marito Morgan me convenció de que armara un espectáculo unipersonal, y yo le decía que no quería porque realmente me aburría muchísimo ensayar sola. Tanto insistió, que al final, en 1975, armé un espectáculo de cuentos con textos de [Mario] Vargas Llosa, [Gabriel] García Márquez y de los clásicos españoles. La idea era hacer reír con los grandes de la literatura, y lo estrené en el Circular. Iba por un fin de semana y al final terminé yendo 70. En esos momentos me hice amiga de todo el grupo. Cuando me amenazaron de muerte nos fuimos corriendo para Uruguay. ¿Y a quién llamé? A esos amigos, que me dieron un amparo muy grande. Estuve un año y medio allí, y cuando tuvimos los documentos nos fuimos para España.

-Acá publicaste más de un centenar de cuentos.

-Sí, publiqué 150 cuentos en El País y en [su periódico matutino] Mundocolor. En esto me ayudó mucho Jorge Abbondanza. Cuando me puse a escribir me hizo mucho bien, e incluso me acostumbré a escribir como los periodistas, tantos renglones para que quepa en tal espacio. En ese tiempo, Uruguay me dio mucho. Cuando iba caminando por la calle se me acercaba gente que me decía: “Si usted necesita algo, éste es mi teléfono”, “Ésta es mi tarjeta”, “Lo que le pasó... llámeme a casa”, de gente que no sé ni quién era. Y era muy fuerte, porque la gente no sabía qué había sucedido conmigo. Esto no es frecuente en ningún lado del mundo, pero sí en Uruguay. Una solidaridad tan fuerte que los llevaba a arriesgarse por alguien a quien no conocían. Yo nunca pertenecí a ningún partido político, pero por mi cuenta decía que, desde hacía dos años, estaba faltando gente a la que se llevaban y que no volvía a aparecer. Era la época de Isabel Perón. Cuando vino el gobierno militar seguí diciendo lo mismo, hasta que me pusieron una bomba en el teatro, otra en mi casa y me mandaron una amenaza diciendo que me daban 24 horas para salir [del país]. La acogida tiene que ver con una forma de ser de ustedes, de un abrazo muy fuerte que pueden llegar a dar cuando las cosas están mal. Y tenemos una vieja historia. Fijate que, a partir de eso, me fui enterando de cómo en la época de [Juan Manuel de] Rosas también [los que eran perseguidos] se iban amparados para ahí. En Uruguay pude sobrevivir, respirar e incluso reír en esa situación. Por eso no es para nada un país extranjero.

-Como actriz has transitado gran parte de la historia argentina. ¿Qué destacarías de esa larga trayectoria?

-Justo ahora me están pidiendo fotos de antes. Yo nunca reviso los archivos y ni siquiera los hago; es un desorden casi poético. Pero en esta búsqueda me di cuenta de que había olvidado obras que había hecho. Eso no me pesa, porque siempre hice lo que amaba hacer, y unas veces me salió bien y otras mal, como a todo el mundo. Lo que sí puedo decir es que es un privilegio haber podido hacerlo, y este privilegio no lo he perdido. Casi todo lo que hago lo termino llevando a Uruguay y España.

-Has trabajado con reconocidos directores argentinos, como Daniel Burman, Juan José Campanella, Renán, Puenzo. ¿Con qué cinematografía te sentís más identificada?

-No hay una, me gusta cuando lo hacen bien. Y me gusta tanto la comedia como el drama. Ayer, justo, terminé de filmar una película con Jorgito Marrale que es un grand guignol, que no se hace mucho, y es un proyecto muy bello de gente joven. De las películas que he hecho, unas me gustan más que otras, pero tampoco puedo juzgarlas tanto, porque sólo las veo una vez. He hecho películas interesantes. El hijo de la novia y Cleopatra son bellas películas.

-Imagino que no debe haber sido nada fácil interpretar a Alicia en La historia oficial. ¿Cómo viviste el proceso?

-Fue difícil porque no quería hacerla. Recién habíamos vuelto del exilio, y cuando Puenzo la pensó todavía estaba el gobierno militar. Acá la gente no creía que habían desaparecido niños; de los grandes, lamentablemente, ya se lo estaban creyendo. Dije: “Trabajo de ciudadana, no de actriz”. Era dar una información que sabíamos que era cierta. Fue terrible. Pasaba un pánico en el camino de ida y vuelta a casa que ni te cuento. La niña [que actuaba en la película] fue amenazada y su mamá no quería volver a llevarla. Por ejemplo, la escena que tengo con Chela Ruiz en la Plaza de Mayo está tomada desde una terraza porque Puenzo quería filmar con todos, los militares, las abuelas y los tanques, eso que sucedía de verdad. Era muy impresionante, y eso lo hacían las madres y las abuelas todos los jueves.

-Hablemos del motivo de tu venida. ¿Cómo definirías Venus y Adonis?

-Me parece interesante la manera de desolemnizar todo lo que tenga que ver con Shakespeare. Es un autor de teatro que lo adaptás o no, pero el objetivo es hacer algo con él que tenga que ver con la gente que está sentada en la platea, sin subirlo tan alto como para que todos terminen huyendo. Era un autor popular, así que volver a hacer con él algo interesante para el espectador es un hecho muy importante.