Aunque su salud había tenido algunos quebrantos en los últimos tiempos, el buen estado mental de Gerardo Sofovich en sus últimas apariciones televisivas produjo que su muerte, ocurrida ayer, a causa de una hemorragia digestiva, resultara relativamente una sorpresa. Quien fuera zar del espectáculo bonaerense y una figura clave de la cultura del Río de la Plata durante casi 40 años murió dejando atrás la molesta obligación de repasar una carrera tan exitosa en lo popular como cuestionable en lo moral y artístico.

Hijo de un periodista socialista que evidentemente no pudo inculcar su ideología en sus vástagos, Gerardo Sofovich había comenzado su carrera, junto a su hermano mayor, Hugo, a mediados de los 60, suministrando chistes y guiones a comediantes como Carlos Balá y Juan Carlos Verdaguer. Ya en el ámbito de la televisión, Sofovich y su hermano consiguieron un enorme impacto con Operación Ja-ja, un programa de sketchs protagonizados por una nueva generación de comediantes, entre los que se contaban Jorge Porcel, Juan Carlos Minguito Altavista, Javier Portales, Mario Sánchez y el hoy algo olvidado Fidel Pintos. El esquema de sus programas era simple y novedoso: apoyándose tanto en el carisma de sus intérpretes como en la reiteración constante de frases y desarrollos, no buscaba la comicidad por medio de la sorpresa, sino de la complicidad de la previsión absoluta (con leves matices diferenciales).

Gracias a Operación Ja-ja, Polémica en el bar y La peluquería de don Mateo -todos con diversas encarnaciones a lo largo de más de cuatro décadas-, Sofovich reinó en el humor televisivo argentino desde fines de los 60 hasta principios de los 90. Sus programas de la pantalla chica sirvieron como promoción retroactiva de sus espectáculos teatrales y sus películas, algunas de las cuales conservan algún encanto residual dependiente, por lo general, del talento de Alberto Olmedo (extrañamente, Olmedo y su gran creación No toca botón desarrolló su carrera en colaboración con Hugo Sofovich, sin participar en los productos televisivos de Gerardo). Su relación con las dictaduras del vecino país fue siempre amable, cuando no directamente amistosa, y Roberto Eduardo Viola -sucesor de Jorge Rafael Videla al mando de la Junta Militar argentina- le aseguró un lugar destacado en la programación de ATC, el canal oficial. Pero si su relación con la dictadura fue de simpatía mutua, con la figura de Carlos Saúl Menem ya fue de pleno amor y obsecuencia total. Durante su gobierno consiguió primero la coordinación del zoológico de Buenos Aires, cuyo usufructo fue concedido a una compañía privada de la que Sofovich era accionista, y luego la dirección de ATC, al que dejó al borde de la quiebra y en medio de serias acusaciones de corrupción. No es nada extraordinario que en un raro gesto de lealtad, Sofovich siguiera siendo un gran defensor de los gobiernos de Menem, incluso después de que cayera su estrella popular.

En los últimos años, habiendo desaparecido el formato de programas de sketchs que lo habían hecho famoso, Sofovich se dedicó a conducir programas que giraban alrededor de dos de sus grandes pasiones: su propia persona y el juego. Asumido ludópata que aportó notables cifras monetarias a los casinos de Punta del Este, Sofovich cambió la ruleta y el black jack por cortar una manzana y jugar al yenga frente a cámaras, adornando esa propuesta, no precisamente vertiginosa, con un sinnúmero de secretarias jóvenes, sexis y más o menos desvestidas.

Muchos chistes se hicieron en las redes en relación con que justo hubiera muerto el Día de la Mujer el mayor representante de la misoginia humorística rioplatense, pero aunque es indudable que las representaciones femeninas en sus sketchs eran generalmente vergonzosas, no puede decirse que haya sido una creación propia, sino más bien un mal endémico del humor popular de la región. En cambio, fue muy suyo y personal otro antipático aporte, el de institucionalizar una suerte de humor basado en el maltrato del subordinado por parte de su superior. Fue Sofovich el que -generalmente personificando en persona el rol de poder incuestionable- elaboró todo un sistema humorístico que jugaba con las tretas de sus empleados para esquivar su todopoderoso, siempre acertado (y en el fondo justo) personaje. Sofovich hizo gala pública de su poder y su irascible carácter armando las tertulias de Polémica en el bar, en las que siempre aparecía como la voz de la razón -y del pensamiento más reaccionario de Argentina- y humillaba frente a cámaras a sus empleados, y fue un auténtico precursor en el arte de no intentar disimular siquiera su arbitrariedad, sino, por el contrario, exhibirla con orgullo para que ésta redoblara su fuerza, prefiriendo la simple exhibición de poder antes que la buena imagen o la simpatía de las masas. Un ejemplo que Marcelo Tinelli -su más evidente epígono- perfeccionaría como un mecanismo de relojería, creando numerosos alumnos también de este lado del Plata, especialmente en el ámbito del carnaval y el periodismo deportivo.

En los últimos años, con un Sofovich envejecido, falto de aliados políticos y rodeado de décadas de rencores, el muro de omnipotencia que lo había rodeado se fue resquebrajando, y hasta periodistas carroñeros de la prensa de chismes se hacían el plato con sus cansados huesos. Sin embargo, su espíritu vengativo y su afición por la brocha gorda permanecían intactos, como demostró a principios de esta década cuando, enemistado con la comediante trans Flor de la V, decidió bautizar a una comedia a estrenar en la misma ciudad (Córdoba) donde trabajaba la actriz con el nombre de Flor de pito, aduciendo que se refería a uno de los personajes, un árbitro de fútbol.

Más que memorable, Gerardo Sofovich fue -como Marcelo Tinelli en la actualidad- inevitable, lo cual habla mucho de su capacidad para identificar los máximos denominadores comunes del humor y la idiosincrasia de estas latitudes, a las que evidentemente representó mejor que otras propuestas más creativas, rebeldes y sensibles. No se lo va a extrañar, no sólo porque no era alguien muy extrañable, sino porque su herencia sigue siendo palpable en la mayor parte de lo que los rioplatenses siguen considerando gracioso.