Cuando en 2013 Pierre Lemaitre ganó el prestigioso premio Goncourt por su novela Nos vemos allá arriba, ya había escrito su gran obra. Y no era la premiada. Ahora, gracias a aquélla, están llegando las traducciones de sus primeras y grandes ficciones. Alfaguara, que en 2014 editó Vestido de novia, tiene proyectada la publicación de su primera novela, el thriller El novelista (Travail soigné es su título original), de 2006, parte de la serie que tiene como protagonista al policía Camille Verhoeven.
Lamentablemente, para la Sociedad Literaria, que otorga el Goncourt, el thriller no tiene aún el suficiente prestigio como para ganar los máximos galardones. Vestido de novia, originalmente publicada en 2009, es una auténtica obra maestra. El despliegue de recursos de los que hace uso Lemaitre lo señala como un novelista avezado y punzante. El recorte de prensa, el diario íntimo, el relato onírico, el email, el parte médico, el diálogo naturalista, una desconcertante ambigüedad en el uso de la primera, segunda y tercera personas del singular; todo confluye para crear una novela espeluznante y sorprendente.
Utilizando los tópicos de la novela negra, de la novela policial y del suspenso (pero también de la novela realista y aun de la psicológica) y subvirtiéndolos, Lemaitre se aleja del nuevo modo de hacer que han impuesto los escandinavos. Con un humor terrorífico, un narrador proteico que juega brutalmente con sus personajes y cambia de punto de vista continuamente (como si se tratara de una cámara) y casi disfruta de su desesperación, Vestido de novia se edifica principalmente en torno a la premisa del cambio de foco, de la variación sutil del objetivo (el lenguaje y las referencias cinematográficos son justificados: el autor es también guionista de cine y televisión, tarea que ha dejado una marca fuerte en su narrativa). El argumento (como en el celebérrimo cuento de Ryunosuke Akutagawa En el bosque, que popularizara Akira Kurosawa en la bella perfección de Rashomon) es contado muchas veces y cada vez parece una historia nueva. La subjetividad de los personajes, que están construidos con precisión, se inmiscuye incluso en la alejada narración en tercera persona. Todo lo tiñen de sus deseos, de sus angustias, de sus sueños y pesadillas. Vida, arte y sueño se confunden en un entramado perfecto. La imagen más clásica del género, el voyeur (que hace pensar instantáneamente en Alfred Hitchcock, pero también en Una película de amor, del polaco Krzysztof Kieslowski), toma en esta obra el cariz siniestro del artista, del que crea y controla mundos, objetos, personas. El delicado juego que propone Lemaitre es mental, una pulseada de mentes dispuestas a todo, de una obstinación obcecada. La Voz, figura central del relato, se confunde a menudo con la siempre presente voz del narrador, que dirige sutilmente la acción. Pero los personajes se escapan, actúan con libertad, más allá del destino fijado.
En el cambio del balance de las fuerzas de la novela, en la lucha por el poder, es donde está el gran centro. Sus oscuros personajes luchan por controlar la narración, que es controlar la vida. El narrador externo (clásico de la novela realista), casi indefenso, se permite bromas (cada vez más infrecuentes a medida que avanza la acción), pero sabe que pierde terreno. Los personajes van ganando ese lugar, se disputan la narración como quien se juega todo. Cuando los narradores se multiplican, por medio de la superposición de relatos en distintas formas, el lector sabe que nunca tuvo el control. Que lo han manejado a placer, que lo han llevado al límite mismo de la locura, de la desesperación, del terrible regocijo liberador de la muerte, y que ahora lo devuelven, como a un muñeco, al mundo. Como se advierte tempranamente: “La maquinaria del vértigo reanuda su movimiento perpetuo” (p. 17).
Con los cambios de punto de vista vienen nombres, identidades, rostros. El viaje de la protagonista es a la vez real y metafórico. El cambio, también. A medida que avanza la novela y realidad y ficción se confunden, y verdad y engaño se mezclan, las variaciones dejan su marca en los cuerpos. Lemaitre se fija, se detiene en las descripciones de las facciones, de las vestimentas, de los gestos y de las formas de hablar de cada uno de los personajes, no como mero decorado, sino como punto de concentración de información narrativa. La transformación de esos gestos, de la grotesca mueca de la risa a la aun más terrible mueca del espanto, es el eje de Vestido de novia. El impacto que provoca ver los sucesos pasados a la luz del presente es la herramienta fundamental en la construcción de esta obra. Lo más terrible, lo más degradante, cada cambio, incluso los más aparentemente insignificantes, tienen su eco en las figuras de los hombres y mujeres que habitan estas páginas. Su soledad, su angustia, su plenitud o su abyección tienen correlato en sus imágenes. Las fotografías, centrales en la narración, son recuerdo de ese cambio, del avance terrible de la locura y el tiempo. Nada es igual, todo se retuerce y se empaña. El final (tal vez el único y terrible punto débil de la novela) nos entrega unos restos. Los restos del naufragio.