Esta película empieza muy bien: tardamos un buen par de minutos en entender qué tienen que ver unas bellas imágenes subacuáticas desenfocadas en las que percibimos unos detalles de figuras humanas, y el audio de una típica conversación telefónica con un organismo público, en el que uno se encuentra con una telefonista pulida que aclara menos de lo que uno quisiera y además bloquea amablemente el paso hacia alguna instancia en la que el problema pudiera ser efectivamente discutido. Con el avance de la conversación iremos captando que la cuestión es que Katiele Bortoli, la persona que está llamando, necesita importar un suplemento alimenticio que está trabado por las autoridades de control sanitario, y que el producto es muy importante para su hija enferma. A esa altura, la cámara emergió del fondo de la pileta, y vemos a la niña haciendo su fisioterapia. Audio y video finalmente se aúnan, luego de unos minutos de poético misterio.
El asunto pronto se va a definir mejor: el síndrome que tiene la niña le produce unas 60 convulsiones epilépticas semanales, que tienen un efecto devastador sobre su ya comprometido desarrollo cerebral. La droga cannabidiol (CBD) tiene la propiedad de reducir las convulsiones semanales a casi cero. Cuando la niña empezó a insumir dosis regulares de CBD hizo unos avances increíble e incluso, al cabo de unos meses, logró caminar por primera vez en su vida (con tres años de edad). Pero el stock de CBD se agotó y las demás partidas quedaron retenidas por las autoridades por tratarse de un medicamento proscripto, debido a que es un derivado de la marihuana. Volvieron las convulsiones y las habilidades adquiridas retrocedieron hasta desaparecer.
El documental se extiende entonces para mostrar otros casos de personas con problemas graves que se pueden atenuar muchísimo con CBD y otros derivados medicinales del cannabis. Todos los productos derivados de la marihuana están proscriptos en Brasil, y quienes los necesitan se tienen que enfrentar con un ambiente social muy prejuicioso, con las trabas de una burocracia indiferente a la urgencia de algunas situaciones, y con las presiones de las corporaciones farmacéuticas interesadas en seguir comercializando medicamentos patentados menos eficaces y mucho más caros. El sistema supuestamente permite una salida, porque mediante prescripción médica uno puede solicitar en forma excepcional la entrada controlada del producto al país; pero por otro lado prescribir medicamentos proscriptos se considera mala práctica médica, penada con la cancelación de la licencia profesional. Sólo médicos de espíritu kamikaze estarían dispuestos a firmar una receta en estas circunstancias: hubo algún héroe aislado, pero es virtualmente imposible obtener el permiso por este medio.
La pelea de Katiele por la liberación del CBD llevó a que el periodista Tarso Araújo hiciera el cortometraje titulado Ilegal, luego expandido al presente largometraje, de igual título. El corto contribuyó muchísimo a dar visibilidad a la discusión de la causa, que terminó arribando al popular programa televisivo Fantástico, a la creación de un grupo de presión por la liberación de derivados medicinales de la marihuana en Brasil, a debates parlamentarios y discusiones en congresos médicos y en los organismos públicos. Toda esta movida se incorporó a la versión largometraje. Al final de todo, los resultados fueron apenas puntuales y parcos (autorizaciones excepcionales para un puñado de individuos). Mientras tanto, uno de los padres de niños enfermos, que se trajo de Ámsterdam unas semillas para plantar él mismo la marihuana, está siendo procesado por tráfico internacional.
Luego de un inicio cinematográficamente prometedor, la película asume lisa y llanamente el aire de una realización militante que se propone contribuir a la causa de la liberación. Personalmente, me parece que es un panfleto muy bienvenido: mientras se toman años de discusión para obtener el consenso social y no herir las susceptibilidades de los grupos evangélicos con un producto demonizado, o para contemplar los intereses de políticos sobornados por las corporaciones farmacéuticas, algunos de esos niños verán su desarrollo irreversiblemente comprometido (es más, uno de ellos se murió durante la realización de la película, luego de una convulsión especialmente fuerte).
Ahora bien, para el público uruguayo la principal función de la exhibición de este film puede ser la de levantarse un poco el ego colectivo, al verificar que Brasil -país al que normalmente se le tiene envidia- es en algunos aspectos troglodita en comparación con éste. Vendría bárbaro para constatar las virtudes de ser civilizados, sobre todo si eso sirviera para tratar de ser más civilizados también en aspectos en los que Uruguay lo es mucho menos que Brasil.
Aun así, ¿será que esos aspectos del provincianismo brasileño realmente requerían que la película estuviera tan cargada de recursos de manipulación barata? Digo, si fueran efectivamente necesarios en el contexto brasileño, vamo’ arriba. Pero siento que la música muy cliché termina dando al documental un aire de video institucional, sobre todo porque es una música destinada a subrayar las emociones en forma muy obvia. Hay imágenes tiernas de los niños seguidas (mediante unos acordes siniestros) por los momentos de crisis convulsivas; madres llorando de indignación y angustia con música triste; el momento en que la medicación hace efecto con una música alegrecita y luminosa, mientras vemos a los niños y padres sonriendo y experimentando los avances; música marcial, optimista y exaltadora cuando se juntan las multitudes para marchar por las calles por la liberación de la marihuana. Habíamos visto a un niño en un jueguito de plaza, y más adelante un letrero nos informa que el niño en cuestión se murió por falta del CBD, y entonces vemos el mismo jueguito, ahora vacío.