Rock de la vieja escuela, señora, eso es lo que hace Rouge. Esa escuela que, de tan vieja, ya parece abandonada y pocos tienen la dignidad de visitarla para ver cómo era. Pero a veces, por algún hueco de sus ventanas tapiadas se cuelan alumnos ávidos de enseñanza, que aprenden que tiene una instrumentación mínima (guitarras, bajo, batería, voz, algunos coros y no mucho más), cimientos de buenos riffs acomodados en cuatro cuartos, tres acordes y medio, solos arrogantes, y en sus anticuados pizarrones de tiza se pueden observar letras lascivas que desparraman desfachatez.

“Ya tengo las bolas llenas / del mismo forro, la misma escena. / Estoy cansado ya de tu pose; / si te lo rompo, ¿quién te lo cose?”, dice la primera estrofa de “Vivo de noche, muerto al amanecer”, canción que arranca con un coro pegadizo a puro “pa pa pa ra pa pa” y con la clásica estructura pregunta-respuesta que viene del blues: el vocalista, Yamandú Gallo, espeta un par de versos, se calla para que la guitarra muestre el riff, y así hasta que el estribillo estalla repitiendo el título de la canción para que quede bien clara la actitud rockera relacionada con los hábitos nocturnos. Al final, la canción termina de cuadrar su crítica a los inconformes que están para la pose: “Son muy cool, / son la pomada y también les venden de la cortada. / Les gusta todo, / no les gusta nada, / si está derecha o está doblada”.

Una de las principales características de la lírica del rock de la vieja escuela es aquello que supo satirizar tan bien Diego Capusotto con su personaje Pomelo -el estereotipo caricaturizado de rockero-, quien en sus letras exponía tan sólo mínimas derivaciones de “nenas” y “rock”; es decir, la fijación obsesiva del género sobre sí mismo (basta con hacer un repaso de la excesiva cantidad de canciones metarrockeras que existen; AC/DC tiene un par por disco) puesta a merced de las mujeres. “Vamos al kiosco” es el tema en el que Rouge parece hacer todos los deberes en ese sentido; con una impostura de voz que suena paródica y una forma irritante de alargar la última palabra de los últimos versos, el vocalista canta: “¿Quién va a ponernos contra la pared? / Si somos una banda de rock and roll, / nosotros, ellos, nena, vos y yo”.

Otras canciones del álbum siguen la misma línea musical rockera: “Gracias por no venir” (con un riff obsesivo e hipnótico y un solo bien sucio), “Domingo azulado” (dedicada a una mujer: “Tu pelo es mi inspiración, / tu boca es mi perdición) y “Dale diler” (sic). Esta última cierra el disco con un tempo más acelerado y ribetes punks; es una oda a un dealer, una especie de “I’m Waiting for the Man” charrúa: “Tengo las manos sucias de contar la plata para vos / y rezo con verte llegar, / doblar la esquina y llegar”. No es casualidad que, tanto en este caso como en el de la mítica canción de The Velvet Underground, la letra haga énfasis en la espera al que trae la droga, ya que, según cantaba Lou Reed, “nunca está temprano, / siempre tarde. / La primera cosa que aprendés es que siempre hay que esperar. / Estoy esperando a mi hombre”. En la coda de “Dale diler”, la movida neoyorquina vuelve a estar presente pero en la música: tiene un aire a New York Dolls que puede congestionar.

Varios de los temas más rockeros, por algunos recursos sonoros -como un corito pop- y ciertas inflexiones vocales del cantante -además de su tono-, pueden hacer recordar a Turf -incluso el riff de “Vivo de noche, muerto al amanecer” tiene ribetes del de “No se llama amor”-, banda argentina que cultivó un rock con brisas rollingas, pero no tan lineal como el estilo “te hago una discografía entera sólo con el patrón de guitarra rítmica de ‘Tumbling Dice’” que supieron producir varias bandas ya desaparecidas de la escena argentina. Y hablando de rollingas, Rouge también tiene su “Stupid Girl”: “Muchacha tonta”, la canción más larga del disco y quizá la mejor. Es un tema de estilo surf, con un estribillo de melodía resplandeciente que, paradójicamente, tiene un final oscuro: “Y volveré / al pueblo en una caja, / para mi entierro / y muy lejos de tu inmenso dolor”.

Pero Rouge también sabe mostrar un lado más tranquilo y sosegado, como en la canción que da nombre al disco (“Hermanos y hermanas”), una balada con guitarras acústicas y lastimeros punteos de guitarra eléctrica estilo country de Bakersfield que, pese a tener un estribillo de lo más simplón (“Tu tiempo es hoy, / tómalo” -frase digna de horóscopo escrito con desidia-), se destaca por su exquisito y extenso solo impregnado de melancolía. Es el equivalente musical a la escena final de El Padrino 3, en la que un Michael Corleone, viejito y solo, recuerda sus momentos felices con sus distintas parejas y su hija, antes de caer muerto y quedar con el perrito dando vueltas a su alrededor. Pero si de solos se trata, se lleva todos los premios el de “Despedida”, una especie de power ballad con acolchonados acordes de órgano Hammond en el que la guitarra se manda un solo de profundo sustain e irresistibles quiebres melódicos.

También encontramos coqueteos con el country-western, como en “La balada del chico momia”, que ya estaba incluida en el primer álbum de la banda, Guacha Life, de 2004. Pero la verdadera sorpresa del disco, que rompe con todos los esquemas, es “Qué pena”, una versión de la canción de Alfredo Zitarrosa (editada originalmente como lado B de “Doña Soledad”, en 1968), tan bien adaptada al estilo de la banda que, si no conocemos la original, puede pasar perfectamente como una composición de Rouge (algo similar a lo que sucede con la versión ska de “De no olvidar” que hizo La Vela Puerca para De bichos y flores).

Después de recorrer los 50 y pocos minutos de Hermanos y hermanas (el tercer disco del grupo y, sin duda, el mejor, por calidad compositiva y de producción), deja buen sabor en el oído -si se permite tal sinestesia- y una sensación de satisfacción por haber recorrido dignamente la mayoría de los recovecos de la vieja escuela del rock -aunque quizá por el lado de las letras fue la visita más superficial; vale mirar otros pizarrones-, con sus pizcas de punk, algo de country y sus caricias al pop; caricias que, por suerte para el espíritu rockero, se quedan ahí y no pasan a la consumación pornográfica que luego transmiten por Radio Disney.