No importa que el año pasado hubiera relativizado las bondades de Las venas abiertas de América Latina: para la mayoría de sus fans y de sus detractores, Galeano seguía siendo la misma sucesión de textos y opiniones contundentes, coherentes, inmutables. Sin embargo, es posible que cuando en abril de 2014, en la Bienal del Libro y la Lectura de Brasilia, dijo que no estaba arrepentido de haber escrito aquel libro, pero que era una “etapa superada”, Galeano se estuviera refiriendo a los distintos cambios que fueron operando en su escritura.
Claramente, la voz onettiana de Los días siguientes (1962) no es la misma que emprende la contrahistoria en Las venas abiertas... (1971), ni ésta permanece incambiada en el mix de crónica y leyenda de la trilogía Memoria del fuego (1982-1986). Aun después de ese pico, en el que logró unir el gran relato con la microhistoria, Galeano siguió puliendo su escritura, que evolucionó hacia piezas breves de inocultable simetría. La forma es un contenido, pero además persuade por sí misma, como saben poetas y publicistas. Galeano, escritor político, también lo sabía, así como conocía el poder de la metonimia, esa capacidad de ciertas imágenes para dar a entender la totalidad a partir de un fragmento.
Galeano, además, venía del periodismo, donde muchas de esas premisas son parte del trabajo diario; que de vez en cuando se hable de “periodismo narrativo” oscurece el hecho de que para reportear, lo mejor suele ser contar. Comenzó a publicar desde adolescente como caricaturista en El Sol, el periódico del Partido Socialista -firmaba Gius, por su primer apellido: Hughes-, escribió en Marcha y en 1962 fue fundador de Época, el diario de vida breve que allanó el camino de la prensa no sectorizada -y al deporte en los medios de izquierda-, y, en cierta forma, contribuyó a la idea lo que sería el futuro Frente Amplio. En 1973, ya en Buenos Aires, dirigió la original revista Crisis, desde la que aportó un original cóctel de política, cultura y humor.
Justamente, en Argentina estaban algunos autores (Rodolfo Walsh, Tomás Eloy Martínez) que, a caballo entre el periodismo y las bellas letras, terminaron de dar forma a una nueva forma rioplatense de exponer el presente. Hay, sin dudas, mucho de la concisión y la vocación de claridad del periodismo en Las venas abiertas de América Latina. Galeano/Hughes era un buen lector en inglés, y su obra más conocida es, en parte, una apropiación de la libertad para moverse entre la historia, la crónica y el ensayo de muchos estadounidenses que escribieron entre el siglo XIX y el XX, como su adorado Ambrose Bierce o HL Mencken.
Es obvio que Las venas abiertas... fue un éxito -en popularidad y en influencia- no solamente por sus hallazgos formales. El libro consiguió divulgar un discurso inaccesible fuera de círculos especializados, el de la teoría de la dependencia, que explicaba mediante la historia económica las causas de la asimetría entre el primer mundo y el mundo subdesarrollado. Al premio cubano de Casa de las Américas, que de algún modo le dio el “OK revolucionario” en 1971, se le unió la involuntaria propaganda de la dictadura militar, que prohibió la obra.
Las venas abiertas... es también una elaboración lógica de la “literatura de la crisis” que produjo Uruguay en los años 60; agotado el tema de la inviabilidad uruguaya había que mirar a la región, decía Alberto Methol Ferré en El Uruguay como problema, y Galeano, como Ángel Rama en el plano de las letras, pensó a nivel continental. Su encanto no hizo sino aumentar durante los años 70, y luego conoció duros opositores neoliberales (el hijo de Mario Vargas Llosa, entre ellos, le dedicó el Manual del perfecto idiota latinoamericano). Al tiempo, la literatura de Galeano desembarcaba en Estados Unidos por la vía académica (su híbrido de testimonio e historia fue uno de los núcleos de los estudios poscoloniales) y también gracias a la simpatía que disfrutó lo latinoamericano -desde Carlos Castaneda a Jorge Luis Borges- en el ambiente contracultural tardío. Más que cualquier otro escritor uruguayo, Galeano tuvo un público definitivamente internacional, y la entrega de un ejemplar de Las venas abiertas... que le hizo Hugo Chávez a Barack Obama en 2009 fue sólo el momento más evidente de esa fama.
Más allá de su probada transformación expresiva, en lo esencial el discurso de Galeano mantuvo líneas constantes, y eso es lo que no olvidan los pro y los anti Galeano. Fue un antiimperialista de los 60, lo que significaba oponerse a la hegemonía de Estados Unidos en nuestro hemisferio, pero también supo explicar que la historia de la dominación no había empezado con la doctrina Monroe, por lo que acudía a ejemplos de prácticas imperiales de toda época y lugar. Fue un latinoamericanista, y ello lo llevó a abogar no sólo por la eliminación de las barreras nacionales, sino también hacia una veneración benigna por las civilizaciones precolombinas. No fue materialista -por lo menos en un sentido duro: desconfiaba de la tecnología- pero sí marxista, en cuanto creía en el poder del intelecto y la organización para dar vuelta el “mundo al revés”.
Ese optimismo debía ser una de las razones por las que su público continuaba creciendo, y así fue como hace poco más de dos años llenó dos veces el teatro Solís de admiradores que fueron exclusivamente a escucharlo recitar pasajes de Los hijos de los días, el último libro que presentó en vida (se anuncia la salida de Mujeres para esta semana). Eligió cerrar aquellas noches con otra metonimia ígnea: una glosa del consejo que daba el romano Serenus Sammonicus para conseguir la inmortalidad. Así, recomendó colgarse en el pecho la palabra Abracadabra, que en hebreo antiguo significa “envía tu fuego hasta el final”.