Expo 58 puede leerse de muy distintas maneras. Su autor, Jonathan Coe, ha admitido la influencia que en él ejercieron las novelas de Kingsley Amis, las películas de Alfred Hitch- cock (en especial La dama desaparece, de 1938) y el cine cómico británico de los 40 y los 50. También es manifiesto su interés por la música, por los años en que se sitúa esta novela (escribió libros sobre los actores James Stewart y Humphrey Bogart), por la escritura de Jonathan Swift (adaptó algunos de sus libros para niños). En esta obra confluyen todos estos intereses, y el resultado final se alcanza por la coexistencia de textos: hay capítulos que tienen un tono humorístico y casi paródico, junto a fragmentos de folletos científicos inteligentemente insertados en la narración, cartas, boletines informativos, conversaciones casi de rutina, escenas que remiten a novelas de espionaje y otras a novelas románticas. Ubicada en el ámbito de la exposición internacional de Bruselas de 1958, con centro en Thomas Foley (personaje recurrente en la narrativa de Coe, cuya cuñada Rosamond es la narradora en la novela La lluvia antes de caer) y publicada originalmente en 2013, a un año de los Juegos Olímpicos de Londres -donde el país debió pensarse como nación-, la novela es, entre otras cosas, una interesante reflexión sobre lo que hace a la identidad y cómo el concepto mismo de identidad, y sus valores, cambian con los tiempos.

Pero también es una delicada elegía. Porque aunque en Expo 58 todo se desarrolla con fluidez y todos los sucesos e incidentes aparecen vistos con liviandad y humor, no se puede pensar que estamos ante una comedia. Es, en todo caso, una comedia triste. El tono de la novela es la nostalgia. Lo que la exposición significó en su momento (optimismo, futuro, progreso) está teñido de la visión presente, del desencanto que parece acompañar inevitable a toda ilusión. En plena Guerra Fría, con las grandes potencias demostrando su poderío, su modernidad, su grandeza, se desarrolla una historia de amor. Pero resulta difícil pensar, sin embargo, en Expo 58 como una historia de amor. También es difícil pensar que sea una historia sobre la familia, sobre la patria, sobre, en fin, las relaciones humanas, incluso cuando resulta claro que ése es el gran tema. Detrás de los accidentes de los protagonistas, de sus idas y vueltas, de sus devaneos, de sus malentendidos, aparece una historia sobre lo perdido, sobre el tiempo y el trabajo de la memoria y el olvido.

La ficción vivida

Al narrador predominante en tercera persona lo suple por un capítulo largo el uso de la carta. Las cartas entre Thomas y su esposa Sylvia son un divertido contrapunto que nos revela el poder de lo elidido. La omisión de datos y el modo narrativo de cada uno de los personajes, en contraste con lo que sabemos (y con lo que creemos saber), funcionan de alguna manera como anticipación del que será tal vez el núcleo conceptual de la novela. Ese juego entre la verdad y lo narrado (en este caso por los protagonistas), ese juego entre el texto que Coe copia palabra por palabra de una revista soviética y el que crea o recrea totalmente, se convertirá de algún modo en una de las propuestas de lectura más fecundas, superando el tema de género, de difícil definición. Los personajes se van envolviendo a medida que avanza la trama en un juego de irrealidad creciente y Thomas vive como si viviera, de algún modo, en una novela. Pero en otra, no en Expo 58, la que le tocó; sino en una de Ian Fleming. Este desplazamiento ocupa gran parte de la historia. La conciencia de Thomas de estar viviendo, de alguna manera, en una ficción. Coe maneja con maestría este delicado juego y nosotros vivimos con Thomas su vacilación, su duda.

Al final del libro se nos cuentan los singulares destinos de los protagonistas y de los lugares que frecuentaron. Qué pasó con ellos y con los edificios en los que transcurrió la acción. Así, en la larga lista se mezclan datos constatables (lo que pasó, por ejemplo, con el Atomium, monumento que fue símbolo de la exposición y que es utilizado por Coe como poderosa metáfora, o con el Britannia, pub de la delegación inglesa) y otros sobre los protagonistas de la novela, sin solución de continuidad. Plantea, de algún modo, eso que se puede definir como el núcleo de la novela: el límite difuso entre lo vivido y lo inventado o imaginado. Porque la realidad de una feria, de una exposición, es una realidad muy inestable. Todos los que allí vivieron durante esos meses vivieron, entendemos, en una suspensión, en un terreno intermedio, un espacio fuera y dentro a la vez, de la realidad. Siendo y no siendo ellos mismos. Thomas Foley, de quien casi siempre nos compadecemos, se encuentra en un mundo (y lo entiende de pronto) donde nada es real. Los pabellones nacionales (el de Estados Unidos y la URSS son los más prominentes) se revelan como un simulacro. El living típico americano que aparece reconstruido allí, el pub británico, el Sputnik, todo son simples dobles, copias. Como si por un instante Thomas pudiera ver, entre la trama del mundo, la duda de todo. Entonces podría preguntarse: ¿dónde termina la ficción?