Escribir, contrariamente a lo que puede pensarse, es un impulso. El que escribe (es decir, aqual que considera la letra como realidad y no como mera plasmación de la realidad) responde a un instinto animal. Pascal Quignard lo compara con el del cazador primitivo, que sigue las huellas, los rastros y crea sentido. En la última película de Jean-Luc Godard (reciente y fugazmente estrenada en Uruguay) la cuestión es ésa: el amor, sí, como tema; pero desde la lingüística del amor. Las imágenes, dice uno de los personajes de Adiós al lenguaje, eliminan el presente. La imagen instantánea se apodera de nuestro mundo y lo suplanta. La intelectualidad ha organizado una Expedición de los Diez Mil, empapeló el mundo y saturó el aire de artículos que claman contra la desaparición del libro, contra la deformación bárbara de la lengua, contra la muerte de la novela, del soneto, de la obra de teatro. La palabra fija (en la hoja o en la titubeante pantalla) es, y no parece comprenderlo, la única opción. El circuito literario se ha cerrado, se escribe para los que leen, que ya leían. Para combatir la palabra efímera de la performance o de la acuosa red social, la literatura debe apoyarse en la que siempre fue su arma más poderosa: el lenguaje. Y, desde el lenguaje, demostrarse imprescindible y duradera, sin buscarlo. Alberto Olmos acomete la empresa. Busca (en la era de la dispersión, del fragmento) crear una novela compleja, unitaria, densa. Una novela que comprende las palabras como atributos inmediatos de las cosas, que sólo existen bajo un nombre y su tutela.

Alabanza es la historia, en primer lugar, de una huida, de una evasión. Sus personajes, Sebastian y Claudia, se escapan de la ciudad para pasar un verano en un pueblito de unos 20 habitantes, sin acceso a internet. El conocido interés de Olmos por el mundo tecnológico tiene su primer choque frente a esta cláusula. En el pueblo sin internet, en la novela sin internet, es posible la literatura.

Estamos en 2019 y la literatura tal y como se conocía en 2013 ha muerto. La han matado los críticos, los editores, los autores. Más allá de este dato, que tiene su parte de broma y de juego (la novela es de 2013), la discusión teórica sobre el lugar de la literatura y de todos sus componentes es larga y ocupa gran parte de la obra. Ésa es, entonces, una primera lectura posible de Alabanza. Como una novela, al fin, sobre la literatura, que por medio de un protagonista escritor aprovecha para pensar y comentar el estado actual del arte y del negocio. Por otra parte, la alabanza también refiere al dicho “Menosprecio de corte y alabanza de aldea”, y estamos, ciertamente, ante una de las pocas novelas que, desde el siglo XIX y sin fines satíricos, ocurre en el campo, fuera de la ciudad. En tercer término, la obra es la historia de una pareja que se va a un pueblo con un misterio, con una iglesia que fue incendiada y una enigmática mujer cuya historia está signada por la muerte y la tragedia. Es, en efecto, una novela de intriga, también, y una historia de amor y de crimen. Por último, Alabanza es la historia de la escritura de un libro de cuentos.

Cuando Sebastian pondera la sonoridad del título tentativo de su nueva obra, Las amadas, y la repetición de aes y sólo de aes, uno no puede menos que pensar en Alabanza. Es imposible no unir la obra que se planea y la que se lee, plan de esa obra. Y Las amadas, ese libro que jamás leeremos, sirve para discutir el amor, el sexo y todas las cuestiones morales y estéticas que los rodean (la fidelidad, la monogamia, el matrimonio, la belleza, la verdad). En este sentido estamos claramente en una obra metaliteraria, en la que se esconden, como cajas chinas, historias en historias, rica tradición de la que los españoles saben (de Cervantes a Unamuno). Olmos maneja, en este sentido, todos los niveles posibles de la ficcionalidad y es siempre imposible no recordar el nombre del autor al leer de ese olmo que crece en el patio trasero de la casa que habitan los protagonistas, olmo que extiende sus raíces para ser regadas y cubre con su sombra a sus criaturas.

Esta densidad argumental está muy bien manejada y jamás agobia, astutamente distribuida en las tres partes que componen la novela (Prejuicio, Broma, Mentira) y en los dos capítulos que la abren y la cierran (Ida, Vuelta). En ellos, Olmos hace uso de diversos estilos narrativos (con mayor o menor felicidad) y pasamos de los cambios de puntos de vista y la estricta división temporal de la primera parte a la larguísima confesión de Sebastian (casi un fluir de conciencia en presente y en tercera persona) de la segunda, y luego a una narración tradicional, dividida en capítulos. La enumeración, el diálogo, la descripción de personas, situaciones y lugares, el manejo de todos los juegos rítmicos y una prosa rica y siempre autoconsciente hacen que las casi 400 páginas sean de lectura ágil y de interés cada vez mayor. Porque Olmos maneja con equilibrio el objeto de su obra y la forma en que lo presenta, con un énfasis fundamental en el destinatario. Cada frase hecha, lugar común, chiste, juego de palabras viene acompañado de su puesta en evidencia, de su exaltación o comentario irónico; incluso lo cursi es trabajado con sutileza y desenvoltura. En sus páginas la crítica social viene seguida de un largo devaneo sobre el cuerpo, el chiste (muchas veces cliché) sobre la sociedad actual y su sinsentido, de un doloroso recuerdo de infancia.

Todo se muestra como literatura, incluso dentro de la obra, donde se la opone (aunque se la confunde a veces) a la vida. Vida y literatura, verdad y mentira, hecho y representación son los binomios que se alternan, se mezclan, se repelen y jerarquizan constantemente. En el mundo de las imágenes, Olmos presenta una obra que se quiere específica, que sabe que el conocimiento que da la letra es distinto, de un refinamiento particular y de un alcance inmensurable. La crítica es también advertencia, pero el final es optimista. Olmos se resigna a la muerte de la literatura como fenómeno masivo, pero jamás al delicado y solitario don de comunicación con lo vivo, ese lector, aún para siempre en singular, y jamás “lectores”.