Stanislaw Lem publicó Los diarios de las estrellas en 1957; le habían precedido una compilación de relatos breves, Sezam (1955, no traducida al castellano hasta donde sé) y cuatro novelas y nouvelles, entre ellas El hospital de la transfiguración (1948), bellamente editada en castellano por la editorial Impedimenta hace un tiempo. Después, en 1971, Lem amplió Los diarios, y esta edición fue la traducida al castellano y publicada en sucesivas ediciones a cargo de las editoriales Edhasa y Bruguera, generalmente en dos tomos. Se trata de un conjunto de historias protagonizadas y narradas por el viajero espacial Ijon Tichy, que incluyen paradojas temporales, creación de universos, transhumanismo y robótica, por listar unas pocas coordenadas.

Tichy es protagonista, además, de otros textos de Lem, entre ellos Paz en la tierra (1987), La escena del crimen (1982) y El congreso de futurología (1971), que acaba de ser publicado por la editorial Interzona, en una nueva traducción a cargo de Bárbara Gill.

Quizá pueda ensayarse un abordaje basado en la idea de “futurología” en tanto discurso sobre el futuro. En la ficción, Ijon Tich es invitado a un congreso en el país Costarricana; en la primera página aparecen ligeras referencias a las otras ficciones centradas en el personaje y se establece que el viajero invitado al congreso estaba recorriendo la galaxia cuando aceptó participar. En cierto sentido, entonces, podríamos pensar que ahí hay un futuro esbozado: la humanidad se expandió por la galaxia, los viajes interestelares son un asunto corriente, etcétera. Sin embargo, apenas Tichy se instala en Costarricana empezamos a acceder a otro futuro. Y resulta que estamos en los primeros años del siglo XXI o los últimos del XX, ante una humanidad preocupada ante todo por el problema de la superpoblación. De hecho, de eso se trata el congreso: de ofrecer soluciones a largo plazo que aseguren la supervivencia de la humanidad en su planeta. ¿Cómo resolver la aparente contradicción? Quizá se trata de, simplemente, sentir esa disonancia entre dos futuros esbozados pero no realmente detallados o precisados: ambos no pueden ser posibles tal como los proyectamos en nuestra imaginación, pero quizá se nos está escapando alguna clave que permita, después de todo, su coexistencia. Lem no sólo no desarrolla esa posibilidad, sino que, de hecho, pasa de inmediato a ofrecernos otro futuro. Porque resulta que Tichy ingiere accidentalmente un poderoso alucinógeno, es herido de muerte, congelado y reanimado en 2039, aunque más adelante en el libro se nos revela que en realidad la fecha es otra, más avanzada aun pero sin pasarnos del siglo XXI.

Apuntes sobre la futurología

Buena parte de la novela está presentada como el diario que lleva Tichy en 2039, y allí Lem (y sus traductores, hay que decirlo) deslumbra o encandila al lector con desopilantes invenciones verbales para dar cuenta del habla del “futuro”. Aparece entonces otro asunto sobre el que vale la pena detenerse. JG Ballard anotó en su prólogo a Vermilion Sands que “por una curiosa paradoja casi toda la ciencia ficción, aunque esté muy alejada en el espacio y en el tiempo, se refiere en realidad al presente. Muy pocas veces se ha intentado imaginar un futuro único e independiente que no nos ofrezca advertencias”. Quizá se pueda señalar que narrar en el presente un futuro realmente “único e independiente” y libre de “advertencias” es en extremo difícil, entre otras cosas porque cualquier noción posible de “realidad” en ese futuro estará basada no únicamente en nuevas ciencia y tecnología, sino en un nuevo lenguaje. Así, “rastrear” hacia el futuro la diacronía de una lengua o familia de lenguas parecería un recurso esencial a la hora de ofrecer un futuro como los que quería Ballard, y cabe pensar que, a su manera, esa tarea fue acometida por escritores como George Orwell (1984), Anthony Burguess (La naranja mecánica), Samuel Delany (Babel-17) e Ian Watson (Empotrados); podría señalarse que estos escritores de alguna manera “creyeron” en las posibilidades del procedimiento y lo ofrecieron a sus lectores de manera amplia, coherente y en cierto modo desarrollada; pero Lem no hace eso. En una escena clave del libro, a Tichy le explican que las lenguas son la clave del futuro y que en el presente se pueden “inventar” lenguas basadas en la sincronía del momento: “El ser humano es capaz de aprehender sólo lo que puede comprender, y a su vez puede comprender sólo lo que es posible de ser dicho. Lo no dicho no es aprehendido. Estudiando las posteriores etapas evolutivas de la lengua, llegamos a ver qué descubrimientos, cambios, revoluciones en las costumbres podrá reflejar determinado idioma en cualquier tiempo” (p.92). Tichy, cuando se le explica este asunto, no entiende absolutamente nada; queda sugerido que en 2039 ese tipo de ideas (estudiar una lengua futura) obedecen a una suerte de cambio de episteme o paradigma que resulta inaccesible a las mentes del pasado (no olvidemos que Tichy pasó décadas congelado). Evidentemente, entonces, es inaccesible también para nosotros, de modo que el corazón de ese futuro es incomprensible.

Es decir: hay un discurso posible sobre el futuro y sobre las lenguas del futuro (una “futurología”), pero no podríamos entenderlo porque su desarrollo requiere una estructura mental -por decirlo de alguna manera, y evidentemente, por tanto, también un lenguaje- a la que todavía no podemos acceder. Es decir: caímos en la trampa. La novela estipula que sentencias como “Desflorar: privar de la virginidad. Seguramente se dirá partuniña, o partuniña resvisista, abreviando: partuñisista. Le aseguro que ya disponemos de un material riquísimo. Vea: prostituente -deriva de constituyente-, ¡eso abre todo un mundo de costumbres nuevas!” (p.93) tienen sentido, pero (junto a Tichy) no somos capaces de asimilarlo. El futuro, entonces, está allí, pero no podremos entenderlo: lo que pretendía Ballard, para Lem (cabría pensar) termina generando un vacío de significado.

Después pasan otras cosas en la novela, que quizá no conviene anticipar, y volvemos a preguntarnos por la naturaleza del (o los) futuro(s) implicado(s). De hecho, mediante alucinaciones dentro de alucinaciones y drogas tanto “reales” como “alucinadas”, durante casi todo El congreso de futurología no sabemos exactamente qué está pasando, o si lo que está pasando es “real”. En cuanto al “discurso sobre el futuro”, el problema de la superpoblación tratado en Costarricana queda sin solución o, apenas, con un par de soluciones absurdas que recuerdan, en cierto modo, a lo que podría decir Jonathan Swift, un escritor usualmente invocado a la hora de hablar de la obra de Lem.

Lo dicho más arriba a partir de la frase de Ballard quizá sirva, también, para rastrear el lugar de Lem en la ciencia ficción. Su escepticismo con respecto al valor del género en su matriz estadounidense es conocido; en uno de sus ensayos más leídos (“Un visionario entre charlatanes”) destacaba la obra de Philip K Dick proponiéndola prácticamente como la única válida del género según era practicado en Estados Unidos. Dick, por otro lado, llegó a dudar de la existencia de Lem (postuló, por ejemplo, que era un escritor ficticio “ensamblado” por el Partido Comunista), pero con su cuento “La fe de nuestros padres” (1968), acaso el mejor de los suyos, le ofreció a su colega polaco la matriz básica de buena parte de El congreso…: a un hombre le ofrecen una droga y le explican que su efecto borra los de los alucinógenos ingeridos previamente; después de su ingesta descubre que su mundo es muy diferente a lo que había dado por real y que su “líder” o “presidente” es en realidad o bien una máquina o bien un monstruo alienígena. Pero, ¿cómo saber que en rigor ese antídoto contra las alucinaciones no es sino otro alucinógeno? Lem lleva esa pregunta dickiana al paroxismo, y construye en El congreso de futurología un laberinto sin centro ni salida. De su lectura, en última instancia, se desprende el extrañamiento del mundo y de la lengua. Quien lo lea con atención, entonces, ya no será el mismo.