Eduardo Galeano no necesita que lo defiendan. Pero surge la tentación de apelar al recurso de la chacota ante los ataques que suele recibir, y que recrudecieron porque el presidente venezolano, Hugo Chávez, le obsequió su libro de 1971, Las venas abiertas de América Latina, a su par estadounidense, Barack Obama.

Las venas abiertas... es mucha cosa. Es ensayo, es panfleto, es reflexión, es propaganda. Es lo que son unos cuantos libros, buenos y malos, paridos por sus autores para dar cuenta de su pensamiento político. Y éste salió bastante bueno. El lector capta de inmediato las ideas de Galeano, cuya escritura no es tan avasallante como para desalentar una discusión en silencio, un tránsito de ida y vuelta.

38 años después de publicado, los más insensatos entre sus críticos le endilgan intenciones tan ridículas como la de promover la insubordinación contra la democracia.

En realidad, las dictaduras latinoamericanas estaban a la vuelta de la esquina, y Galeano no las llamó. Él y sus lectores fueron, más bien, víctimas de la represión que invadió América Latina por los tiempos en que apareció el libro.

Este célebre volumen es, más que un llamado a la acción, un relato histórico con intención de diagnóstico, una larga columna periodística que se lee de un tirón. En su momento fue objeto de quejas desde la izquierda porque exponía sin proponer. Mientras, sus fiscales de derecha veían, en sus páginas, inexistentes llamados a la lucha armada, a la huelga general y a la dictadura del proletariado.

Por estos días se lo tilda de pueril, de fabulista, de fantasioso, de ilusionista. Se le reprocha no haber pronosticado, con 30 y pico de años de antelación, que el presidente nicaragüense, Daniel Ortega, sería inculpado de violar a su hijastra y el paraguayo, Fernando Lugo, de desinterés por sus descendientes. Se trata de lectores que le piden a Las venas... algo que no es. Deberían escribir su propia versión.

Se lo acusa de idealizar la cultura indígena precolombina, minimizando sus crueldades e imperialismos. Esos reclamos eluden lo evidente: la brutalidad de cualquier comunidad aborigen queda opacada frente a la de los invasores europeos. Si los amerindios hubieran superado a los españoles en poder de fuego, tal vez en 1971 un Galeano charrúa, chaná o guaraní habría escrito otras “venas abiertas” cuestionando a aztecas, incas o toltecas. No fue eso lo que ocurrió, ni por suerte ni por desgracia.

El periodista argentino Andrés Oppenheimer le asignó a Las venas abiertas... una “visión infantil de la historia latinoamericana según la cual la pobreza de la región se debe al imperialismo norteamericano”. Y luego equiparó el presente de Chávez a Obama con “regalar Mein Kampf, de Adolf Hitler, al presidente de Israel”. Esta reacción absurda deja la duda de que el comentarista haya leído alguno de esos dos libros. En todo caso, la visión de Galeano no debe ser más “infantil” que la del propio Oppenheimer, quien en 1992 publicó su libro La hora final de Castro (Fidel, claro), y le erró como por 140.000 horas.

Entre los detractores habituales de Galeano figuraron, primero, quienes alentaron las dictaduras en América Latina. Después, aquellos que, como Álvaro Vargas Llosa y Oppenheimer, llegaron a postular sistemas políticos y económicos decadentes (el menemismo, por ejemplo) y de un autoritarismo atroz (el chino), y a restar importancia al innegable imperialismo de George W Bush.

También surgió en el Uruguay de la posdictadura un sector intelectual, con integrantes de izquierda y de derecha, emperrado en bombardear a Galeano por su supuesta pobreza argumental y literaria. Y, además, por el dinero que gana, la ropa que viste, el barrio donde vive, el apellido que eligió, o si contrata o no servicio doméstico. Cosas que ninguno de esos escribas o discurseadores les regañaría a sus empleadores.

Hay un detalle que escapa a esos cuestionamientos. Galeano debe ser el único periodista y escritor uruguayo al que se identifica sin posibilidad de error leyéndole apenas un par de líneas. Debe ser, en estos días y en este medio, el único maestro de estilo. Guste o no guste, ya sólo por eso es digno de respeto, así como por haber rescatado, luego de publicar Las venas abiertas..., la tradición de la narración oral, registrándola en negro sobre blanco.

Ese coro destemplado ni siquiera ha reparado en la independencia de criterio mostrada por Galeano, sobre todo en los últimos años, cuando lamentó la persistencia de la pena de muerte en Cuba o las facilidades brindadas por el gobierno izquierdista de Uruguay a la explotación forestal y papelera.

Los críticos de paja tampoco lograron encontrarle mala leche a Galeano. Ni desacreditar las dos militancias que ha cultivado con más coherencia: la memoria y la solidaridad con los perdedores de siempre.

Marcelo Jelen

(este texto fue publicado en nuestra edición del jueves 30 de abril de 2009)