Las dinámicas de amo/esclavo, patrón/peón, jefe/empleado han sido un tema recurrente en la historia del cine, con una lista de películas que van desde Viridiana (Luis Buñuel, 1961) a Caché (Michael, Haneke, 2005). Las películas citadas plantean de fondo el tema de quién es el que realmente gobierna, qué mecanismos de sujeción están a la vista y cuáles operan detrás, pero sobre todo, en qué medida están inconscientemente consensuados.
Los dueños, ganadora de una mención en la Semana de la Crítica en Cannes, es la ópera prima de Ezequiel Radusky y Agustín Toscano. Tiene la particularidad de haber sido realizada enteramente en Tucumán, algo que muestra una vez más que el interior argentino se ha ido convirtiendo en un nuevo foco creativo del cine de dicho país. La película escenifica un conflicto de clases alrededor de una elegante hacienda (con campo, cría de ganado y piscina incluidos) que la mayor parte del tiempo está deshabitada por sus legítimos dueños, espacios vacíos en los que es ocupada de forma sigilosa por los peones encargados de las tareas de la finca.
La primera escena está filmada con una particular economía narrativa, que logra captar pequeños detalles que logran contarnos desde el vamos y de forma precisa la dinámica cotidiana de la casa. Una de las hijas del terrateniente llega desde Buenos Aires, y dos peones y una sirvienta se levantan apuradamente (hay, en la forma en que se mueven y se escapan con disimulo de la casa, una fina cuota de humor físico). La cámara hace algunos planos-detalle sobre los pequeños atisbos de apropiación de los ocupantes: los DVD truchos que suelen ver en la noche, las sábanas que ponen por encima de las de sus patrones. El detalle de las sábanas es bastante elocuente en lo que refiere a la dinámica de convivencia, como si los okupas cayeran, luego de cada salida de los dueños, como otro manto invisible que se retira en la mañana.
Pronto comprendemos que estas invisibilidades no sólo ocurren en una dinámica interclase, sino en la profundidad del seno familiar, con engaños amorosos y también económicos. En algún sentido, todo parece, de fondo, expuesto a la vista de todos, y esto es, en parte, el lugar de eje/quiebre que ocupa Pía (Rosario Bléfari) en la trama. Hay algo especial en esa flacura firme y recta y en esa frialdad que irradia su rostro, que engancha con un tipo de insatisfacción o deseo cortocircuitado que parece hablar no sólo de la familia, sino del patronazgo en general. En un momento, la sirvienta comenta ácidamente a sus compañeros: “Esas flaquitas son lo peor, tienen la fiebre dentro”. Por fiebre posiblemente se refiera a la famosa y poco agraciada noción de “fiebre uterina”, un término pseudocientífico que intentaba localizar el origen de la promiscuidad femenina en un sustrato de su anatomía. Pero en otro sentido, la idea de “fiebre” retrotrae a aquella famosa película de Armando Bó (Fiebre, 1961), y de una forma extraña, uno ve la trama de Los dueños y perfectamente podría cuadrar en uno de esos thrillers psicosexuales del guardián de Isabel Sarli.
Lo que parece rodear ese vientre flaco y huesudo de Bléfari (que en este caso cumple una función por demás activa) es justamente una fiebre, pero más que sexual, existencial. Un vacío voraz, que más que intentar llenar, parece querer borrar con todo a su alrededor. Esto es algo que se puede ver en su decisión de regalar todos los muebles que quedaron de la casa, ese living vaciado en el que ella termina desnuda, tocando el Hammond y mirando la casa de los peones. Sin embargo, el punto definitivo de esta fantasía del despojo, de enviar todas las pertenencias y poder a la pira, se dan en esa escenificación de intercambio de roles, en donde Pía, secundada por su hermana Lourdes, intercambian atuendos con los peones, vistiéndolos con sacos y camisas y ellas usando la ropa de ellos. Hay allí algo carnavalesco, casi ritual, en donde se juega justamente la fantasía de no tener nada, colocarse en el lugar del peón, para poder gozar con él/ cómo el.
Este rito, a fin de cuentas, lo que pone sobre el tapete -o sobre la sábana, ya que estamos- es la duda de si en el fondo toda la alternancia entre dueños y okupas que se da en el film no es un pacto gatopardense, una especie de juego en el que cada uno juega a ser el otro, en una especie de coreografía que se nota específicamente en esas escenas en las que los peones están parapetados detrás de los árboles, esperando a entrar ni bien se vayan los dueños.
Viendo la forma en que se manejan todas estas fantasías, Los dueños podría ser una comedia de enredos a la francesa, un thriller erótico a lo Armando Bó, un laberinto arquetípico a lo Lucrecia Martel, una recreación del terror de lo que sucede en nuestra casa mientras nosotros no estamos a lo Roman Polanski, o una gélida crítica social a lo Michael Haneke, pero su gran mérito es justamente ser todas y ninguna de estas cosas.