-Aunque se filmaron casi en simultáneo, The Look of Silence y The Act of Killing son películas bastante distintas en forma y estructura. ¿Cómo calibraste el proceso entre ambas?
-La temática de The Look of Silence es mucho más cercana a lo que me propuse hacer en 2003, cuando estaba trabajando con sobrevivientes [a la masacre indonesia] y trataba de hacer un film sobre por qué siguen teniendo miedo ahora, cómo es vivir con los perpetradores como vecinos y aún en el poder, y, al mismo tiempo, cómo es para los sobrevivientes vivir con el miedo de que aquello suceda nuevamente. Empecé ese proceso en 2003 con Adi y su familia, y él buscaba a otros sobrevivientes para que me contaran cómo había sido aquello. Sin embargo, durante esta investigación muchos militares se dedicaron a entorpecer el film y amenazar a los sobrevivientes para que no contaran su experiencia. En ese momento, me pidieron que por favor no renunciara y me dijeron que, en vez de filmarlos a ellos, filmara a los perpetradores. Al comienzo tenía miedo de hacerlo, pero pronto descubrí que todos los responsables eran muy abiertos y no costaba nada convencerlos de que contaran lo que hicieron de una manera extrañísimamente detallada. Lo contaron todo actuando con orgullo. Digo “actuando” porque lo que fui descubriendo, al tiempo que trabajaba con ellos, fue que muchos no estaban orgullosos de lo que había hecho. En algún aspecto, bien en el fondo, sabían que era algo abyecto. De todas formas, los sobrevivientes y la Comunidad de Derechos Humanos me pidieron que les mostrara en qué andaba, y cuando les mostré lo que había filmado hasta ese momento, todos me dijeron: “Esto es grande, tenés que continuar, porque todos los que vean esto deberán reconocer que hasta el día de hoy, algo está terriblemente mal”. Todos entendieron que el horror no es el horror de los crímenes y que el genocidio no terminó del todo: los perpetradores siguen en el poder, y todos les temen. Estuve un montón de tiempo filmando a cada uno de ellos: Anwar Congo fue el número 41 de los que conocí. En ese proceso filmé a todos los integrantes que hubiesen estado ligados a la cadena de mando. Fui desde las zonas de pequeñas plantaciones donde vive Adi hasta la ciudad de Medan, y me reuní con generales retirados en Yakarta. Lo que diferenció a Anwar Congo del resto no fue sólo que su dolor se veía más en la superficie, sino que su dolor era parte de su mecanismo de jactancia. Él necesitaba hablar de lo que había hecho, para sentirse seguro de sí mismo. El viejo footage [material en bruto] que Adi está viendo al comienzo del film, antes de conocer a Anwar, es en alguna medida el comienzo de los dos films: la escena en que dos integrantes de los escuadrones de la muerte me llevan hasta el borde del río Snake y actúan la matanza que realizaron. Al principio yo pensaba, teniendo en cuenta que no se conocían de antes, que se iban a cuidar en lo que decían y que, de alguna manera, eso me iba a afectar, que corría el riesgo de que me denunciaran por la información que estaba manejando. Pero después, al ver cómo presumían de lo que habían hecho, me di cuenta de que era aun peor que lo que decían cuando estaban solos. Ésa es la manera en que los perpetradores hablan de sí mismos. Este mecanismo funciona de muchas maneras: por un lado, amenaza a los sobrevivientes para que mantengan silencio, porque realmente es terrorífico escuchar a asesinos contar cómo masacraron a tus parientes; pero, por otro lado, también sirve como autojustificación, ya que le hablan al mundo a través de la cámara que los filma.
-Como si fuera una novela de Philip K Dick…
-Sí, excepto porque sentía que esto no era un escenario surreal de ciencia ficción, ni la excepción a la regla, sino que era la situación alrededor del sur del globo, donde, con la ayuda de Estados Unidos, se colocó un montón de regímenes violentos que en algunos casos siguen detrás del poder. Hay un legado de impunidad e injusticia alrededor del sur global, y esta sensación es, de hecho, la historia de nuestros tiempos. En enero de 2004, cuando vi esa conversación, me di cuenta de que iba a tener que dedicarme a films que se enfocaran en este asunto, y sabía que iba a hacer dos. Uno trataría de la forma de contar historias, del escapismo y la culpa, y de qué historias, mentiras y fantasías se cuentan a sí mismos los perpetradores para sobrellevar lo que hicieron (que es, por supuesto, The Act of Killing); pero, al mismo tiempo, sabía que tenía que hacer un film igualmente contemporáneo y urgente que tocara, a diferencia del primero -que se enfoca en los culpables-, cómo es para las víctimas vivir en esa sociedad en la que los asesinos aun siguen siendo vecinos. Eran dos films que esperaba que pudieran ser complementarios. También sabía que tenía que terminar de filmar The Look of Silence en 2012, cuando ya había terminado de editar The Act of Killing, porque sabía que una vez que ésta tuviera su preestreno mundial, no podría volver a Indonesia.
-Al ver cómo se expuso Adi en The Look of Silence para enfrentar a los criminales de guerra, uno se pregunta qué pasó con él luego de que se exhibiera el film.
-Adi está bien. Fue él quien quiso enfrentarse a los responsables. Al principio me negué, porque era muy peligroso. Nunca vi un film en el que el sobreviviente se enfrentara al perpetrador mientras éste todavía estaba en el poder. Sin embargo, cuando Adi me explicó por qué quería hacerlo, me convenció de que era un asunto muy importante. Un poco por haber filmado en aquel entonces The Act of Killing (y también por el hecho de que todavía nadie sabía exactamente de qué iba), los hombres que Adi quería confrontar suponían que yo tenía un vínculo cercano con comandantes de alto rango. Sabían que la producción de The Act of Killing era famosa en la región, por lo que pensaban que el vicepresidente de Indonesia y representantes del Parlamento eran mis amigos, entonces tenían que pensar dos o tres veces antes de atacarnos físicamente. Esta situación inusual nos dio pie para hacer algo completamente sin precedentes en Indonesia. Pero también sabía que una vez que el film se estrenara, la vida de Adi podía correr peligro, por lo que comenzamos enfocándonos en hombres de menor rango militar. Una vez terminado el film, también discutimos si debíamos presentar este video a nivel local, o si teníamos que esperar hasta que todos los culpables estuviesen muertos o ya no estuvieran en el poder. Después de una charla de dos semanas, Adi decidió que quería que el film saliera a la luz y tuvimos que trabajar seis meses para mover a la familia a una zona más segura dentro de Indonesia, donde, si fuera necesario, se pudiera evacuarla rápidamente. Por suerte, no han recibido amenazas, y Adi ha viajado con el film por Indonesia, donde se proyectó cerca de 2.800 veces.
-¿Creés que The Act of Killing y The Look of Silence hicieron una diferencia en ese sentido?
-The Act of Killing por sí sola logró catalizar una transformación trascendente en cómo Indonesia se ve a sí misma, ya que los medios mainstream nunca habían discutido la forma en que se manejó el genocidio. Pero el editor de la principal agencia de noticias de Indonesia me llamó después de ver una proyección secreta y me dijo: “Vi el film. He estado recogiendo historias del genocidio desde que estoy en este trabajo, y este film me ha enseñado que no quiero envejecer y terminar siendo alguien como Anwar Congo. Así que vamos a romper nuestro silencio: enviaremos a 60 periodistas a distintos puntos del país para entrevistar a personajes como Anwar Congo, para demostrar que esto fue sistémico”. Terminaron acumulando más de 1.000 páginas en sólo dos semanas y publicaron 75 páginas de esta investigación, sumado a una nota de 25 páginas sobre The Act of Killing, que apareció en una edición doble de la revista. Todo eso permitió que las proyecciones se multiplicaran en Indonesia. The Look of Silence fue auspiciada por la Comisión Nacional de Derechos Humanos y el Consejo de Artes de Yakarta, dos órganos del gobierno. En Yakarta, cerca de 2.000 personas fueron a la inauguración y ovacionaron a Adi durante diez minutos. Indonesia es uno de los países con más usuarios de Twitter en el mundo, y ese día Adi fue trending topic como héroe nacional. The Look of Silence entró por el espacio dejado por The Act of Killing y sirvió para dar una mirada de cuán rasgado está el tejido social en Indonesia y con qué urgencia se necesita verdad y justicia.
-¿Creés que la elección de Joko Widodo (candidato del PDI-P, que se diferencia de anteriores líderes indonesios por haber crecido fuera de la oligarquía y más alejado del mundo militar) ayudó en ese sentido?
-Si hubiera ganado [Prabowo] Subianto hubiera sido peor. La gente estaría más temerosa. Pero creo que Joko Widodo tampoco cumplió sus promesas de no interponerse a las luchas por los derechos humanos. Hasta ahora estoy algo decepcionado con su performance. Por ejemplo, mandó ejecutar gente que traficaba éxtasis. Considerar eso un crimen capital es patético. El hecho es que está asesinando gente para hacerse el fuerte. Desconfié desde el momento en que su vicepresidente dijo: “Lo queramos o no, aún necesitamos matones que golpeen a la gente para que las cosas se hagan”. Sin embargo, creo que hay buena gente en su equipo, que está intentando hacer cosas buenas; si el otro candidato -que es un criminal de guerra de Timor del Este- hubiera ganado, la gente tendría muchísimo más miedo.
-¿Cuál fue el momento en el que tuviste más miedo durante la realización de los dos films?
-Pocas veces tuve miedo físico. Principalmente tenía un miedo emocional. Creo que el peor momento para mí fue durante una escena en la que Anwar destroza un osito de peluche haciendo de cuenta que es un niño. Lo que estaba haciendo era mostrarnos, desesperada y cínicamente, su peor lado. Me asusté tanto, me sentí tan sucio habiendo filmado eso, que durante ocho meses tuve pesadillas constantes e insomnio. The Look of Silence, al contrario, fue físicamente atemorizante en la forma de hacerse, pero sanador en lo emocional. En The Look of Silence sentí el miedo físico cuando nos amenazó el político que entrevistamos: teníamos miedo de que nos pegaran cuando saliéramos de la entrevista, o que secuestraran a Adi.
-La cantidad de gente que aparece anónima en los créditos es un elemento significativo: es algo más que informativo y redobla el efecto.
-Eso pasó en ambos films. Se trata de gente que se dedicó a esto diez años de su vida, incluso a veces cambiando de carrera. Algunos eran profesores universitarios o abogados defensores de los derechos humanos. Y ellos lo hicieron sólo porque sentían que había que hacerlo. Creo que está la paradoja de que si todo este trabajo hubiese sido hecho por un equipo exclusivamente extranjero no habría tenido el efecto universal que genera cuando uno entiende que la misma gente de Indonesia tuvo un papel activísimo en el rodaje.
-En un momento del film, un integrante de los escuadrones de la muerte dice que su forma de no enloquecer era beber la sangre de sus víctimas. ¿Cuáles fueron tus estrategias para no enloquecer al filmar todo aquello?
-A veces era muy doloroso y me sostuve con el apoyo de mi equipo indonesio, que actuó como una especie de segunda familia. Sin embargo, cuando me sentía insensibilizado o abrumado, me iba con mi familia y trataba de rearmarme para volver a Indonesia y volver a ver claramente. Tenía que cuidarme y tomar un descanso. Otra cosa que me hacía parar era cuando empezaba a sentir que estaba llenándome de odio, porque creo que el odio es otra forma de locura.
-Hay un subtema que tocan ambas películas: el quiebre entre lo representante y lo representado, que dinamita la realidad en sí misma. Creo que en eso hay algo que diferencia la noción de la banalidad del mal (con la que a veces fue comparada tu película) de la violencia posmoderna.
-El tema es que hasta hoy estas imágenes sostienen lo que ellos hicieron. Anwar se autoadjudica un personaje noir de antihéroe, como una forma de poder abrazar o vivir con el horror. No creo, de todas formas, que la humanidad, en su forma de conciencia, haya atravesado un cambio de época. No creo que hayamos cambiado tanto. No creo que nada de lo que sucede sea una reactuación, sino una dramatización. No son los eventos pasados lo que se hace visible, sino que el shock de estas dramatizaciones se cierne sobre las fantasías del tiempo actual, de las mentiras que los responsables se cuentan a sí mismos para soportar la realidad. En ese sentido, los dos films son una forma de prisma. Creo que son una metáfora de cómo todos nos conocemos a nosotros mismos mediante el lenguaje y de cómo la distinción entre individuo y sociedad es ilusoria. Y creo que siempre fue así, en el sentido de que si nos pensamos como hormigas o especies sociales, no podríamos existir individualmente. Pero la pregunta es qué construimos como sociedad. Esto, para mí, siempre es y ha sido el lenguaje. Es el único proyecto colectivo que constantemente cambia y en el que todos estamos y producimos. Es el gran hormiguero humano. Y digo esto porque todas las dramatizaciones, más que recreaciones, dejan visible la manera en que actuamos y participamos en la labor de narración de historias.
-En este aspecto, más allá de lo narrativo, las películas sobre genocidios siempre tuvieron una relación muy particular con la imagen. Algunas, como Shoah (Claude Lanzmann, 1985), plantean la imposibilidad de la imagen, mientras que otras tratan de encontrarla. Eso es de lo más interesante de The Act of Killing, porque no la busca ni la recrea, hace otra cosa con ella.
-En esto de la búsqueda de imágenes, creo que mi sentimiento más fuerte fue cuando en The Act of Killing recreábamos el ataque a un pueblo con los ex integrantes de los escuadrones de la muerte. Sentí que realmente estábamos creando imágenes ficticias de un pogrom para un genocidio sobre el que no hay ningún tipo de imágenes. Es diferente a las otras dramatizaciones, que son demostraciones estilizadas, que no buscan realismo. En este caso estábamos tratando de crear este pogrom, con los verdaderos perpetradores, y trabajábamos para obtener imágenes realistas. De hecho, pensábamos que se convertirían en íconos. Sentí una responsabilidad tremenda, en el sentido de que la imagen debía ser lo más poderosa posible, pero también me dio asco que algo singular e inimaginable como un genocidio debiera tener imágenes icónicas. Entonces, deliberadamente, deconstruí el armado de esas imágenes y los mostré dirigiendo las escenas. Los niños, por supuesto, están llorando, porque no son actores y no se les explicó mucho de qué iba la escena, pero todavía había en aquello una idea de que algo realmente abrumador acababa de suceder. Ahí estábamos, creando íconos de un genocidio que no los tenía. Creo que tuvimos éxito no sólo en crear imágenes, sino también contraimágenes y contramemorias. El film funciona como una contrahistoria, tal como aquello que Adi sentía cuando escuchaba lo que se les enseñaba a sus hijos en el colegio. Esa disonancia cognitiva en la que todos saben que algo es falso, pero pretenden creer que es verdadero. Es tomar el delirio de esas imágenes y, al escenificarlas, volverlas otra cosa.
-The Look of Silence tiene unas imágenes metafóricas que son demasiado buenas para ser verdad, como el hecho de que quien intenta visibilizar lo negado sea un optometrista, o la imagen de aquellos porotos saltarines que parecen hablar de algo que sigue agitándose por debajo.
-Es el trabajo del cine: no limitarse a contar una buena historia, sino mapear nuestra conciencia moral y metafísica. Para hacerlo tenés que encontrar imágenes poderosas que resuenen con lo más importante a explorar. Algo que compartimos con Werner [Herzog, cineasta que fue un apoyo capital en la realización de los films] es la idea de filmar para encontrar imágenes poderosas: quien exige verdad es un optometrista, y su padre padece demencia en un film que justamente trata de la memoria... No son imágenes suficientemente poderosas en sí mismas para que se conviertan en metáforas; la cuestión es cómo las usás, cómo las llevás al film, cómo hay un punto medio entre descubrirlas y escenificarlas correctamente para que florezcan como una metáfora. Siempre hay capas de sentido, pero una metáfora tiene múltiples capas de sentido y tiene que tener un exceso, un misterio inherente, más allá de toda posible explicación. Uno encuentra elementos del entorno y después los escenifica. Lo esencial es cómo mantenés tus sentidos alerta sobre lo que filmás. Todas esas imágenes son como hitos que te ayudan a encontrar tu sentido.
-Cuando entrevisté a Niels Pagh Anderson [editor de The Act of Killing] me dijo algo muy interesante: que vos te habías hecho amigo de Anwar y que después hiciste terapia, ya que te sentías mal pensando en que se podría enojar contigo después del estreno del film. ¿Cómo siguió esta relación?
-Ahora estamos en contacto, pero no tanto como antes. Por Anwar siento amor y tristeza al mismo tiempo, porque él destruyó su pasado. Mucha gente dice: “Qué estúpido fue al aceptar estar en el film”. Yo, en cambio, creo que estar en el film fue una de las cosas más inteligentes y valientes que pudo haber hecho en su vida. Anwar siempre fue el tipo más atento en el set: si alguien se cortaba él paraba todo y limpiaba las heridas para evitar que se infectaran.
-También me contó que en el proceso de realizar el film, tu psicóloga te dijo que no podías quitarle el derecho a que se enojara.
-No sabía que Niels sabía eso… Sí, es verdad. Hablé con una psicóloga porque quería algún consejo sobre cómo mostrarle el film a Anwar, porque sabía que podía ser muy traumático. Ella me dijo exactamente eso. Anwar no se enojó mucho conmigo; de hecho, se emocionó y me dijo: “Creo que esto muestra lo que es ser yo”. Creo que se sintió aliviado al poder decir lo que sentía. Imaginate lo solitario y desesperante que es saber que hiciste algo horrible y no poder sacártelo del pecho. Todo lo que podés hacer es cantar ese estribillo oficialista que dice lo grandioso que fue lo que hiciste, sabiendo que es una mentira.
-Sé que libraste la lucha correcta, pero a veces, al ver las dos películas, me da la impresión de que lo registrado te va a perseguir el resto de tu vida.
-Una cosa que siento, que es atemorizante, es que, para que funcione este trabajo uno debe quedarse insensibilizado en alguna parte de su interior. Eso es aterrador, porque uno no quiere vivir entumecido ante las experiencias que lo rodean. No creo que sean tanto las imágenes: lo realmente aterrador es el riesgo de volverse, de cierta manera, un poco como Anwar para poder vivir consigo mismo.
-¿Cuándo terminaron tus pesadillas?
-Nunca me lo pregunté… Creo que hay una escena que filmé después, enfocada en el contexto político. Era muy importante para mí filmar el vaciamiento moral que esa impunidad generó en Indonesia. En algún sentido, cuando Anwar llegó al fondo de su descenso, cuando interpretó a la víctima y lo sintió, pronto hubo un dolor interno que se disipó. En ese punto vencí ese miedo a mirar. Creo que las pesadillas eran, de alguna forma, el miedo a dónde me estaba llevando lo que filmaba. Cuando llegué a esa situación me di cuenta de que era el fondo mismo de la culpa humana. No digo que sea el fondo del dolor humano -el dolor humano no tiene fondo-, pero es lo más hondo que puede llegar la culpa. Creo que cuando vi eso dejé de tener miedo a mirar.