Además de una mayor y mejor preparación desde el punto de vista logístico, que incluía salas nuevas -como la sala Chaplin de Cine Universitario- y considerables mejoras en las salas de Cinemateca Pocitos, la organización pudo aprovechar espacios como el cine Casablanca para proyectar Adiós al lenguaje, de Jean-Luc Godard, en formato 3D -aunque con un muy mal subtitulado-, que al principio parecía destinada al 2D de Cinemateca 18. Además de una potentísima película de apertura (Dos días, una noche, de los hermanos Dardenne), que colmó la sala como pocas veces se haya visto, y de las presentaciones en vivo, se destacó una grilla de películas en competencia de elevadísimo nivel. Como prolegómeno se habían visto las evidentes mejoras de proyección en la edición más reciente del Festival de Cine de Punta del Este.

Teniendo en cuenta la evidente noción de que un solo periodista es incapaz de cubrir en su totalidad la extensa grilla del festival, se prefirió hacer un particular foco en la selección para el premio de películas internacionales. Fuera de esta categoría, hubo grandes films -algunos de ellos erigidos como las verdaderas estrellas del festival-, como el caso del ya mencionado Adiós al lenguaje (en la que Godard se apresta a realizar los siempre fascinantes ensayos cinematográficos al mejor estilo de Histoire(s) du cinema (1980-1998) y esta vez aprovecha las nuevas posibilidades que brindan la tecnología de tres dimensiones, haciendo, por ejemplo, que se mezclen imágenes en el espacio, como si fuera una especie de fantasmagoría bífida delante de nuestros ojos), la profundamente humana Suzanne (Katell Quillévéré, 2013) y The Look of Silence (el documental hermano de The Act of Killing, sobre el que tuvimos la inusual posibilidad de charlar con su director, Joshua Oppenheimer).

Quizás uno de los elementos más interesantes a analizar, tanto dentro como fuera de la competencia internacional, sea el peso de lo formal en algunos films que desfilaron por la pantalla. Es sugestivo pensar que Blanco fuera, negro dentro (Adirley Queirós, 2014) y Maidan (Sergei Loznitsa, 2014), los dos galardonados con el premio a mejor película -el primero, elegido por el jurado oficial del Festival y el segundo, por el jurado de la Asociación de Críticos Cinematográficos del Uruguay/Fipresci-, son propuestas, si no opuestas, radicalmente diferentes. Maidan es un documental de estilo observacional que actúa como una minuciosa crónica de los levantamientos del pueblo ucraniano durante el invierno de 2013-2014, en los que las protestas a partir de una seguidilla de atropellos políticos del presidente Víktor Yanukovich y la bota del gobierno ruso sobre su soberanía fueron tomando una escalada de violencia en la que se registraron más de 100 muertos (sin contar los 100 desaparecidos y los numerosos heridos). Adscripta a una especie de subgénero que se ha desarrollado en el terreno documental en los últimos años (tiempo de grandes revueltas, como la Primavera Árabe o las marchas en Grecia), a diferencia de los films observacionales que pretenden encontrar en el pueblo detalles metonímicos o imágenes potentes y removedoras en peculiaridades que se registran, Maidan pretende registrar al pueblo desde su misma noción de masa. Para lograr este cometido, Loznitsa utiliza una sucesión de planos con cámara fija empotrada, en los que no sigue a una persona en particular, sino que busca conseguir un testimonio de voces y rostros humanos perdidos entre el vapor del frío y el humo de las barricadas. En esta dinámica, por momentos, más que seguir el estilo de los documentales de resistencia de sus congéneres, parece acercarse más a un híbrido entre el minucioso estilo de montaje intelectual de Sergei Eisenstein y el registro de movimiento de cuerpos del cine de Theo Angelopoulos. Además de ser un matemático que ha analizado el montaje a partir de una especie de álgebra detallado, y de dedicarse a la restauración de antiguo material de archivo soviético, Loznitsa es un intelectual y un formalista, un hombre que confía en el plano como el elemento prioritario para acceder a una especie de verdad. Esto tiene un tinte particularmente eslavo -emparentado con el caso de Andrei Tarkovski-, que podría pensarse como heredero de la particularísima tradición icónica de la iglesia ortodoxa rusa.

Dinámicas en sintonía

En esta dinámica, la película Amour fou (Jessika Hausner, 2014) también se mantiene firme, pero no rígida, en un enclave formal minuciosamente cuidado. Relata los últimos días del poeta Heinrich von Kleist, obsesionado con encontrar a una amada que ose suicidarse junto a él; la película se estructura desde una rigurosidad iconográfica que por momentos conduce a pensarla como una especie de sucesión de tableaux vivants. Lo interesante de la obra es que, lejos de ser un mero ejercicio formal, la estética y el ritmo del film están dispuestos a la orden de un sentir y unas formas sociales completamente distintas de las de nuestro tiempo. La mayor parte de las veces, al ver películas ambientadas en el siglo XVIII o XIX, suele dar la impresión de que algo se pierde en la traducción, de que hay cierta incapacidad de relatar problemas de antaño desde una sensibilidad actual. Así, lo que, en términos concretos, es la historia de un adulterio y un pacto suicida, lejos del dramatismo y la pasión que cabría esperar -que sin duda a muchos directores les gustaría escenificar, posiblemente agarrando a Keira Knightley y haciéndole usar esos corsés a los que posiblemente ya se haya acostumbrado-, es filmado de forma mucho más estructurada, conversada, llena de ritos y minucias. Pero más allá de lo formal, Amour fou es un film tramposamente sencillo, en el que una pequeña historia sirve para hablar caleidoscópicamente de los cambios sociales ocurridos luego de la Revolución Francesa (sobre todo, la inminente caída de la aristocracia europea), los cambios introducidos por el capitalismo, el romanticismo, las cegueras propias del positivismo incipiente y la prehistoria del estudio de la histeria, que más tarde sería el caldo de cultivo del psicoanálisis freudiano.

En este sentido, entre las películas en las que adquiere importancia formal el plano, es digna de mención Jauja, de Lisandro Alonso, más allá de que estaba fuera de la competencia internacional. Muchos conocíamos los films morosos del director, en los que sigue a personajes lacónicos por distintos rincones de Argentina, como Liverpool (2008) o Los muertos (2004). En este sentido Jauja, con la actuación estelar de Viggo Mortensen, que deambula por las profundidades inhóspitas del sur argentino, parecía una apuesta mayor, que en cierto punto parecía respetar y recrear los ritmos propios de la Argentina salvaje, previa a su proceso de modernización. El problema con Jauja es que, luego de empezar de manera bastante fiel, respetando el formato cuadrado, de bordes redondeados, con que se secciona la pantalla, progresivamente va traicionando esa rigurosidad estética y toma la forma de cualquier otra película de Alonso.

Si se parte de ese formato -con la bellísima construcción pictórica de la escena inicial, en la que Viggo y su hija aparecen centrados, sentados sobre una roca-, que intenta filmar como se hubiera hecho en la época aludida, debería ceñirse a una cámara fija, sin introducir movimientos como en los que eventualmente termina incurriendo. El resultado es una película a medio camino entre una versión de época de Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979), con esa subtrama fallida de un líder militar que se volvió loco y anda vestido de mujer, degollando a quien se le cruce, y el cine autoral de Alonso, con los mismos trucos del pequeño objeto que sirve como pasaje entre dos mundos, que en este caso parecería oficiar del resto de un sueño.

Metáforas, experimentaciones y riesgos

Por el lado opuesto, la otra gran ganadora, Blanco fuera, negro dentro es la película más heterodoxa que se podría encontrar: un film jugadísimo, hecho con mínimos recursos, con un pie en la ciencia ficción y otro en el documental realista y aséptico. La película de Queirós es una metáfora sobre la segregación racial y social a partir del urbanismo de Brasilia. Muestra una ciudad originalmente contemplada con la forma de un avión, en la que se fomentaba una conexión particularísima entre distintas zonas urbanas, pero que fue degenerando en algo completamente distinto, con amplios cinturones urbanos alejados de los centros de inclusión. Así, Blanco fuera, negro dentro combina urbanismo, viajes en el tiempo, música funk, testimonios y denuncia social, en una película que no se parece a nada que se haya hecho en países del Cono Sur; una novela distópica sobre la máxima pesadilla de Oscar Niemeyer.

Otro film que logra una experimentación exitosa es El ministerio de Hierro. Filmada exclusivamente dentro de trenes que atraviesan China, el montaje, por momentos, sugiere una cámara que avanza interminablemente por las entrañas de un dragón kilométrico que surca el territorio, a la manera de esa premonición antigua de la que habla uno de los personajes. El verdadero tema subyacente es el asunto de la tierra y la propiedad, en esa especie de microcosmos móvil que es el tren, en donde la gente parecería, más que trasladarse, vivir. En esa colección de gente del más variado origen y ascendencia, lo que queda detrás son pilas y pilas de basura que se acumulan en el piso del tren, algo que, a su manera, también parece hablar de la amenaza ecológica mundial que representa China. Con este material, Chris Marker podría haber hecho 50 películas más.

Más allá de estas menciones, quedaron fuera de la reseña otros films importantes, como Murieron por encima de sus posibilidades (en algunos sentidos, el costado español de Relatos salvajes), otras bastante logradas (como La vida de alguien y La tercera orilla) y otras más flojas (como el experimento fallidísimo de Le beau danger y la necia La maestra del kindergarten). De una forma u otra, se espera con ansias que las próximas ediciones tengan la excelencia de selección de esta edición del festival.