Rayas irregulares negras, grises y rojas unifican cromáticamente la pared y el piso del escenario. Sillas de metal en línea y máquinas de agua y de café, con sus papeleras a los lados, lo ambientan. La escenografía de Gerardo Egea contribuye (en el espacio más o menos prolongado desde que el espectador se sienta en la sala hasta que los actores intercambian los primeros diálogos) al suspenso apático de Tóxico, de la dramaturga holandesa Lot Vekemans, que dirige Mario Ferreira. Contribuye porque nada de ella marca que los personajes se encuentran en un cementerio, como las acotaciones explicitan en la primera frase del original holandés (y la indicación se mantiene en las versiones inglesa, francesa y alemana, que inaugura, con matices, así: “Vemos la capilla de un cementerio”, y le siguen los elementos presentes en la versión uruguaya).

La sustracción profana de Egea -de esa capilla y la marca que ella regala del cementerio como lugar de recogimiento, memoria, culto- cubre lo dicho y lo no dicho de asepsia burocrática; cancela la lectura doble, el mix de oficinesco e histórico que proponían las acotaciones, para dejar a los protagonistas, y a nosotros, en algo que se asemeja al antipático “no lugar” del francés Marc Auge. Un cortocircuito esbozado por Vekemans, pero exacerbado aquí. Tóxico, estrenada en el ámbito hispanoamericano con el título nostálgico de Antes te gustaba la lluvia, trata precisamente del esfuerzo de dos personas por repensar el pasado, el amor, una muerte. Y si sigo el juego de la dramaturga, manteniendo el suspenso apático al que me referí, es porque saber exactamente qué pasó entre el hombre y la mujer que dialogan o quién falleció no es el centro: de esa trama mínima que niega su desenredo completo hasta el último parlamento importa la dificultad de lidiar con el recuerdo de los seres queridos, lo insalubre de ciertos relatos (el original Gif significa también veneno), lo unilateral de las memorias. Alicia Alfonso y Massimo Tenuta saben sostener el duelo de amor y desamor que propone la holandesa a partir de intercambios breves, duros, fragmentarios. Con materiales mínimos reconstruyen, en última instancia, el lugar de culto que no existía al principio de la función.

La dramaturga uruguaya Sandra Massera lidia con otra pérdida en su recién estrenado 1975, título umbral que exhibe abismos predecibles sin jugar a las escondidas. La puesta atiende, como el paratexto y el propio texto, a la construcción estratificada: los 40 años que nos separan del inicio de la acción se (con)funden con los de la casona años 20 de Telón Rojo, extendiendo la cronología y las implicancias de lo sucedido; se abre, si queremos, a tragedias pretéritas. El estrato es también base, sustento: decenas de cartas no mandadas cubren el piso y de a poco organizan, leídas por la protagonista, la historia de su hermano desaparecido durante la dictadura militar. Un registro minucioso de la memoria que, bajo forma de diario íntimo, Massera había explorado en No digas nada, nena (2009), por medio de una narrativa de lo cotidiano (y antiheroico), similares saltos temporales y huecos en el relato y una fe -o fetichismo- en el objeto (cuaderno, música, papel) como depositario privilegiado del pasado.

El estrato, como lógica, impregna el cuerpo de la actriz Laura Almirón y su performance: tres vestidos superpuestos, con sus zapatos respectivos, sirven para marcar, rápidos, los pasajes temporales (las tramas de sus telas, colores y formas, contienen referencias que exceden la mera estilística y proponen otras tramas), y su recorrido por los tres planos verticales del espacio invitan a una tregua provisoria, alejando del presente doloroso y la pérdida a la protagonista y a su historia llena de detalles.

Elecciones valientes, ambas, si pensamos que la comunidad teatral actual apuesta cada vez más a géneros como la stand-up comedy, humor y comedia ligera. El teatro asociado a la pura evasión tomó la delantera en el imaginario y se materializó en una cartelera que evita cuidadosamente herir la sensibilidad de la masa (de las 62 obras en cartel, sólo cuatro se autodefinen en www.cartelera.com.uy como “drama”). Es tal la complacencia de la oferta teatral, que no permite siquiera esbozar las capacidades alienantes del drama burgués, porque apela a un estadio anterior, supinamente superficial: en la carrera ciega por hacer reír parece haberse olvidado, incluso, de que el dramón también vende. Entretener es uno de los cometidos indudables del teatro, pero también lo son destruir, herir, revisar, distanciar, experimentar. Algo poco frecuente en los últimos años. Una pérdida. Van aquí dos ejemplos resistentes.