Hace más de dos décadas que los intelectuales nos advierten preocupados: en los años 90, por ejemplo, dos franceses, Jean Baudrillard -el heredero hereje de estructuralistas y posestructuralistas- y Régis Debray -el guerrilero amigo del Che Guevara y teorizador de la medialogía-, declararon, respectivamente, la muerte de la realidad por mano de lo simulado (in primis por la televisión) y nuestra entrada en la videoesfera, época en la que las imágenes se vuelven puramente económicas por medio de la reproducción obsesiva y de feroces batallas comerciales.

Hoy en día, esos discursos de tono un poco apocalíptico son moneda corriente. Toda barrera entre lo real y lo virtual ha colapsado, y las imágenes (fijas o en movimiento, con o sin sonido) nos guían: la nueva aplicación de teléfono celular Periscope, por ejemplo, permite mostrar la filmación en directo (¿una interminable subjetiva?) de la vida de todos los que tienen la aplicación y quieren emitirla, con la posibilidad de seguirla/interrumpirla en cualquier momento. Pensando en el pobre Walter Benjamin, parecería un capítulo más -aunque particularmente denso- de su célebre dicho según el cual la autoenajenación nos permite “vivir nuestra propia aniquilación como un goce estético de primer orden” y, además, hoy, barato y personalizado.

Ahora bien: semejante estado de cosas no puede no tocar el nervio a las artes visuales que, obviamente, por su propia constitución, generan inexorablemente imágenes, contribuyendo a la delirante proliferación de éstas y a la consecuente contaminación informativa.

Bienvenida, entonces, la reflexión -aunque, por cierto, no resolutoria- que desata la muestra Horror pleni: demasiado lleno, demasiado ruido, curada por el mexicano Alejandro Luperca Morales, que se expone en el sótano del Espacio de Arte Contemporáneo (EAC): trabajos de cinco artistas latinoamericanos, producidos en los últimos cinco años, que reflexionan sobre esa “colosal saturación de imágenes donde el exceso de estímulos visuales y auditivos deviene una anestésica del sentido”. Pese a que no hay mención (o tal vez no la pude encontrar) al crítico italiano Gillo Dorfles en la explicación de la muestra, fue este pensador de Trieste, próximo a los 105 años, quien en 2008 escribió un libro con el mismo título y, básicamente, la misma tesis. Incluso la solución es la misma: tanto Dorfles como Luperca pregonan una “pausa”. Para ello, todos los artistas reunidos aquí se sirven del mismo instrumento: la sustracción de partes de un todo casi siempre preexistente, bajo forma de “borradura, cancelación, desvanecimiento, omisión y extracción”. Receta por demás sencilla: frente a un exceso, quitar; incluso podría parecer demasiado sencilla y, sin embargo, los resultados se revelan sumamente estimulantes.

Es el caso de las dos series Borrar la ciudad, de Pamela Zeferino. La artista mexicana toma fotografías de Ciudad Nezahualcóyotl -surgida sobre un lago a partir de un asentamiento informal al que llegaron miles de inmigrantes, ahora cuenta con un gran número de edificaciones y más de un millón de habitantes- y las “estropea”, suprimiendo todo lo construido por el hombre, dejando sólo plantas y cielos: si en un caso opera manualmente, arañando con una punta seca las huellas humanas del paisaje, logra las obras más intensas en el gran formato, introduciendo agua de lluvia en el proceso de revelado, elemento que crea efectos de solarización y saturación sorprendentes, además de significar una especie de (vana y romántica) venganza de la naturaleza frente al asalto de su supuesta pureza.

La obra de Miguel A Aragón también está fuertemente conexa al territorio, uno especialmente complicado, como el de Ciudad Juárez -escenario de violencia extrema generada por el narcotráfico-, donde residen también Luperca y Roberto Cárdenas, otro participante de la muestra. Aragón somete fotos divulgadas por los mass media -relacionadas con la guerra de los carteles y la muerte que invade las calles de su ciudad- a un proceso de impresión con cenizas que transforma la crudeza cínicamente exhibida en las imágenes originarias, a partir de texturas polvorientas e irreconocibles: si bien en este trabajo, como en el de Zeferino, reina cierta tendencia a la depuración, de corte tal vez harto trascendente, las cenizas otorgan a los cuadros un sentido de alerta sobre la perpetuidad de la violencia, que permite reactivarlos de manera prepositiva y no sólo enmascararlos.

A la dura cancelación se abocan los otros tres artistas. Con imágenes ultrapopulares “lucha” la serie Cutouts, de Dmitri Zurita -nacido en Tijuana, pero educado en Estados Unidos-, que toma hitos históricos filtrados por fotos icónicas y elimina por medios digitales un elemento clave de cada una de ellas. Así, por ejemplo, el estudiante de la plaza Tian’anmen está desposeído de su tanque; los soldados estadounidenses de Iwo Jima, de su bandera; y de Buzz Aldrin, astronauta que pisó la Luna, no queda más que la sombra: pese a cierta segura espectacularidad, las piezas corren el riesgo de volverse más un juego de individuación de lo que falta que un comentario sobre las formas de representación de la Historia, con H mayúscula (formalmente, resulta difícil no pensar en la práctica de la censura soviética de eclipsar en las fotos oficiales a los disidentes, que a menudo hacían desaparecer también físicamente).

El citado Cárdenas en su video ManU Vs. Barsa elimina, con una técnica de animación frame by frame, la pelota de los primeros tres minutos y medio de un partido de fútbol europeo: a un no desdeñable efecto cómico, con los futbolistas bailando en torno a la nada, se asocia inmediatamente la erosión de la importancia de un juego cuya inversión simbólica para los espectadores, y económica para los involucrados, resultan absolutamente desmedidas.

Finalmente, el colombiano Juan David Laserna en su Extracción publicitaria -decenas de páginas de revistas intervenidas con papel de lija- dirige su acción directamente al objeto original. La raspadura minuciosa de la mayoría de su contenido crea una especie de catálogo interminable de mensajes ambiguos, recortes de realidad flotando en contextos (literalmente) desgastados, para aislar elementos de gran valor comunicacional: interesante alteración por la cual el artista, en cierta medida, se vuelve “censor” del medio de comunicación y no a la inversa.

Se sabe que el horror pleni concienzudamente pensado ha logrado generar un verdadero modus operandi estético, como lo había hecho el más arraigado horror vacui: esta muestra lo confirma y también confirma que las operaciones de retoque, en sentido defectivo de lo que ya existe, siguen estando entre las más fértiles prácticas artísticas disponibles.