Los metaleros veteranos suelen quejarse amargamente de que en la ya numerosa bibliografía o historia oficial del rock posdictadura suele ignorarse la participación -muy popular en algunos casos- de las bandas cultoras o próximas al heavy metal, como Polenta, Ácido, Alvacast y Graf Spee. Tienen toda la razón del mundo; aunque los 80 fueron en muchos aspectos la década dorada del metal, generalmente la historiografía musical del enérgico movimiento musical surgido en 1984-1985 apenas menciona a las bandas de este género, y nunca las ubica en el mismo plano de importancia que a Los Estómagos, Los Traidores y Los Tontos. En el caso de Cross el ninguneo histórico fue doble: no sólo fueron parte también de esa primera generación de metaleros posdictadura, sino que -cuando su sonido ya estaba cambiando y se alejaba del heavy metal clásico- también fueron parte de la movida gestada a principios de los 90 alrededor del pub Juntacadáveres, y, sin embargo, cuando se recuerda a aquella corriente, casi nadie los menciona junto a Chicos Eléctricos, Buenos Muchachos y La Hermana Menor, a pesar de que solían convocar más gente que cualquiera de estas bandas.

¿Por qué tanto desinterés y falta de reconocimiento? En realidad, no cabría hablar de prejuicios o de ignorancia, sino más bien de esa cualidad de los cultores del heavy metal de mantenerse siempre por fuera tanto de cualquier concepto de moda como de la visión posmoderna que imperaba entre los difusores musicales de aquel tiempo, que ha sido en muchos aspectos el más negro para los músicos de rock uruguayos desde el final de la dictadura hasta hoy. Pero Cross no era una banda de heavy metal (ni dejaba de serlo), sino un particular fenómeno de culto que -extrañamente- ha sido olvidado por los amantes de los fenómenos de culto.

Vayamos al principio; formados alrededor de la figura del guitarrista y vocalista Marcelo Cross (Lilienheim) y el bajista Álvaro Rasso, eran los más jóvenes y rústicos del pequeño grupo de bandas metaleras surgido al final de la dictadura, pero también fueron los únicos sobrevivientes de ese círculo cuando la casi totalidad de la escena rockera local -metalera o no- pareció desvanecerse en el aire al final de la década. Vale la pena dedicar unas líneas a recordar aquellos días funestos para entender el rol y el espíritu de Cross en los 90. En 1991, la ola de entusiasmo de la primavera democrática y el vendaval de libertad y creatividad artística habían reventado contra los acantilados del conservadurismo uruguayo y las promesas no cumplidas. Una mezcla de inexperiencia infraestructural, exceso de expectativas y sobreexposición habían inflado al aún inmaduro rock posdictadura hasta hacerlo explotar en una tormenta de conciertos flojos y violentos, que ahuyentaron al público e instauraron una profunda mala onda ambiental. La experiencia traumática del triunfo del voto amarillo, que aseguró la impunidad de los violadores de los derechos humanos durante la dictadura, produjo un ambiente depresivo y una insalvable fractura entre los jóvenes con cualquier concepto de optimismo nacional, y se generó la primera oleada emigratoria de jóvenes posterior la dictadura. Al mismo tiempo, el gobierno neoliberal de Luis Alberto Lacalle llegó con un nuevo discurso capitalista-posmoderno que aseguraba el fin de la Historia y de las posibilidades de vida alternativas al consumo. Y como si fuera poco, en un medio aún inocente e inexperto en el consumo de drogas, llegaron simultáneamene la cocaína y el sida.

En ese ambiente enfermizo, autodestructivo y definitivamente oscuro, las bandas animosas y más new wave se separaron como si hubiera caído un rayo, y a principios de la década, de las bandas que habían recibido la llegada de la democracia tan sólo Cuarteto de Nos y La Tabaré se mantenían unidas, aunque reducidas a tocar en universidades y en espacios improvisados o pequeños. Algunas bandas nuevas, como La Trampa y La Abuela Coca, luchaban por levantar cabeza desde los ámbitos universitarios (el último espacio culturalmente activo del principio de la década), mientras que otras se reunían sobre el pequeño escenario de Juntacadáveres. Entre ellas estaba Cross.

Juventud, maldito tesoro

Para ser una banda considerada metalera, Cross enseguida dio señales de no sentirse demasiado cómoda con esa etiqueta. Cuando editó su primer disco (casete, en realidad), Sólo quiero salir de aquí (1991), ya no quedaban rastros de la retórica fantasiosa y algo infantil de sus primeros tiempos. En su lugar Marcelo Cross se había convertido en un vociferador furioso que exponía en primera persona todo el nihilismo autodestructivo que se respiraba en aquella ciudad fantasmal, con una brutalidad que superaba incluso a la de las bandas punk locales y que se emparentaba con la lírica urbana y antisocial de grupos españoles como Eskorbuto y Extremoduro. Musicalmente también se habían apartado mucho de un heavy metal al que nunca habían llegado a dominar técnicamente. El primer tema de Sólo quiero salir de aquí (“A miles de kilómetros de acá”) tomaba prestado para su introducción el riff de “Interstellar Overdrive”, de un grupo tan ajeno al metal como Pink Floyd, y luego transitaba un terreno intermedio entre la mugre del hardcore lento a lo Black Flag y algunas cabalgatas de guitarras que aún delataban sus parentescos con las bandas ochentosas de la NWOBHM, la nueva ola del metal británico; de este modo se conformaba un disco obsesionado con el suicidio y los excesos químicos, al que sólo lo furioso de la música salva de una oscuridad temática bastante terrible. Si, en una sintonía nada casual, Cadáveres Ilustres cantaban en su tema “Quiero salir de aquí” acerca de su deseo de abandonar ese Uruguay amarillo y deprimente hacia lugares más estimulantes, la casi igualmente titulada “Sólo quiero salir de aquí” de Cross parecía hablar de una inconformidad existencial imposible de solucionar con la emigración. Esta obsesión mórbida se reflejaba en títulos de canciones como “Himnos de la muerte”, “N.N.”, “El manicomio” y “Por todos los que están muertos”, que daban cuenta de una realidad en la que el final temprano de vidas jóvenes era algo terroríficamente frecuente en el ámbito del rock.

Pero para su siguiente disco, Instinto salvaje (1992), Cross ya era en cierta forma otra banda: Daniel Tomikian había asumido la batería en lugar de Gonzalo Balay (que había conseguido “salir de aquí” al emigrar a España); por otra parte, reuniendo material recientemente compuesto por Marcelo Cross, denotaba una voluntad mucho más clara de apartarse tanto de los estilemas genéricos del metal como de la visión profundamente negativa de Sólo quiero salir de aquí (aunque esto, de todos modos, no lo convertía en un disco precisamente radiante). Instinto salvaje abandonaba en cierta forma el discurso generacional de Sólo quiero salir de aquí -que acumulaba temas para ser cantados a los gritos y con el puño en alto- y prefería una óptica más personal, con mayor espacio para lo sentimental y abrazando decididamente una psicodelia garagera que se expresa en la gran cantidad de baladas que componen el disco. Si bien Cross siempre había privilegiado los tempos medios antes que la velocidad en boga en el metal de aquellos días, en este disco directamente prescinde en ocasiones de los pedales de distorsión y se inclina por los reverbs y flangers, e incluso introduce algunos sintetizadores, a cargo de Tomikian. Las galopes de guitarras en staccato típicamente metaleros brillan por su ausencia, y los temas más pesados (“Instinto salvaje”, “La autopista”) parecen acercarse más al boogie denso de Pappo’s Blues que a cualquiera de las formas de metal en auge en aquellos días, como el death, el thrash o el black (aunque la ominosa introducción de sintetizadores pueda recordar a piezas similares de los siniestros metaleros noruegos).

Pero lo más sorprendente fueron los dos temas que en su momento fueron los más difundidos del disco, ambos de ellos baladas. El primero era “La bruja”, en el que un marco poético que parece nutrirse de lo más elemental de las fantasías ocultistas del metal (brujas, demonios, etcétera) parece volverse una sátira de estos excesos para culminar con una desvergonzada y directísima apelación a la fellatio. Aun superior era el otro tema, “Margat”, sobre el que vale la pena detenerse. Oda a las alucinaciones camperas vía hongos o LSD, estructurada sobre un rasgueo de guitarras relajado y elemental, no desentonaría en un disco de psicodelia indie (de hecho, fue versionado poco tiempo después por la banda argentina El Otro Yo), pero se diferencia del bucolismo de cualquier canción hippie similar en la curiosa yuxtaposición de distintos tipos de imaginerías, sin privilegiar ninguna. Vale la pena citar sus escasas cuatro estrofas: “Caminando por Margat / una nave vi bajar / y un brujo me decía que espere. / Piso uno, cama 3 / mi habitación es un avión / y mi madre cambia de color. / Todo lo que encontré / te lo traje para vos / quiero el amor de tu cadáver. / Y cuando te vi bajar / de la nave me asusté / porque eras igual a mí”. Pocas veces en el rock nacional se ha generado un clima de tan rara placidez e incomodidad; una sensación tan vívida de apenas estar viendo la cresta de un iceberg sombrío. No hay temas comparables en el resto del disco, pero ninguno de los restantes desentona, por lo que se conforma un conjunto de gran energía, mucho más variado que el su predecesor y de los que lo sucederían –Asesinos (1994) y A miles de kilómetros de acá (1997)-. Estos últimos fueron más irregulares; sumado esto a la radicación de Marcelo Cross en Argentina, el legado de la banda se perdió -salvo en círculos muy limitados- para las nuevas generaciones.

Este relanzamiento de Instinto salvaje -que será acompañado por un par de shows, el 15 y el 16 de mayo, a cargo de la formación que lo grabó- devuelve, en una versión remasterizada mucho más poderosa que la flaca edición original en casete, una pieza perdida pero esencial para entender el rompecabezas del rock uruguayo de fines del siglo XX. Una pieza inclasificable pero vigorosa, en cierta forma un clásico. Una ventana a un tiempo en el que el rock era aún una profesión riesgosa y no un alegre ritmo para alegrar los cumpleaños de 15 en los momentos en que no se pasan cumbias. El tiempo ha realzado varias virtudes del espíritu independiente de este disco, agregándole además cierta melancolía no intencional al recordar tanto un montón de promesas no cumplidas como una clase de intensidad violenta y exuberante que ya parece ser un anacronismo en la música.