Sentido de liberación cuando apareció (en la primera década del siglo pasado), gran bullicio cuando se instaló (años 50-60), luego un veto generalizado para reivindicar la figuración (años 80) y ahora uno de los tantos géneros y subgéneros disponibles en el repertorio infinito del arte contemporáneo. En estos tres lustros del siglo XXI parece haber tomado fuerza otra vez, si, como titulaba hace un par de años ArtNews, estamos realmente en la “era dorada de la abstracción” (y semiabstracción, agregaría). La cartelera montevideana de hoy parecería confirmarlo: tenemos contemporáneamente Caminos, de Álvarez Frugoni, en el Museo Nacional, y Los ojos tocan…, de Javier Alonso, en Punto de Encuentro MEC: el informal está vivo y coleando (o quizá lo está el holograma de lo que fue, como un amargo comentador de nuestras eras “post” podría decir de cualquier estilo de antaño practicable y por ende practicado). Me focalizaré, sin embargo, en la figura más destacada de lo que se puede ver ahora, queriendo abstracción, en Montevideo: la decena de piezas que Eduardo Stupía expone en Xippas. El argentino es un peso pesado de la pintura actual (inolvidable su enorme y rorschachiano Paisaje en la pasada Bienal de Montevideo), posee una larga trayectoria cuya punta es quizá su participación en la Bienal de San Pablo de 2012, inventiva, maestría y alta reconocibilidad: sus intricados laberintos de trazos y manchas en blanco y negro son difíciles de atribuir a otros. Acercar la cara a las telas y perderse en sus torbellinos de no color confirma que Stupía se puede usar perfectamente como paradigma de lo que la abstracción o semiabstracción, lírica o paralírica, ofrece a esta altura del partido: un control extraordinario de lo incontrolable, falta de límites para alcanzar los efectos deseados. Con elecciones precisas. Por un lado, en Stupía el color es “negado”, todo se juega en los contrastes entre blancos-blancos, blancos-sucios de ocres, blancos-azulados, grises y negro(s), insertándose en una línea noble y fecunda (digamos, de Franz Kline y Hans Hartung a Robert Motherwell y Henri Michaux). Por el otro, esta privación del color es balanceada por la postura omnívora del signo: el artista permite que cualquier tipo de trazo, e incluso sombras de figuración, pueblen su territorio formal, que es, por supuesto, nervioso, grumoso y brumoso, con líneas y posturas tan propias que pueden citar tanto a Cy Twombly y Wols como a Gastone Novelli, sin padecer encogimiento.
En otro momento, quizá, por la cuestión técnica, se hubiera podido hablar de corte posmoderno: en efecto, tampoco en término de materiales Stupía ahorra nada, agrupando medios diferentes (con sus diferentes cargas simbólicas) y produciendo un pequeño mapa del desarrollo del informalismo en sus variadas concreciones históricas: lápiz, tinta china, acrílico, carbonilla, acuarela e incisiones. A nivel material, entonces, el pintor incluye descaradamente todo para establecer su trama abierta, balanceándose sobre un hilo sutil, suspendido entre la cálida inclusión y la fría indiferencia. Estos terrenos delicadamente accidentados varían por intensidad según el tamaño, pero parecen crear sus giros fecundos, milimétricamente, tanto en las piezas pequeñas como en las más voluminosas, por dilatación lenta pero irrefrenable, siempre guiados por un preciso ritmo, alternancia de tonos claros y oscuros.
Stupía plantea así, en Xippas, una cautivante pieza teatral en diez actos, que pone en escena un buen pedazo del catálogo de la abstracción, los roles magníficamente distribuidos: compendio también de su habilidad y, tal vez, de la suerte de una categoría. El cuadro más grande, además, es uruguayo, pese a que sus circuitos esponjosos y colapsados de máculas y líneas azoradas no se puedan, en principio, distinguir de los demás: lo pintó en la galería en los días anteriores a la inauguración.