-Sos de Aguada e hijo de inmigrantes gallegos.

-Mi viejo vino con 18 años, escapando del servicio militar y de la miseria. Trabajó de mozo en un bar, donde conoció a mi vieja, que también se había venido con toda su familia. En la Aguada teníamos un televisor en blanco y negro en los que miraba todas las películas que pasaban los sábados de tarde, y todas las series. Siempre fui medio enfermo con eso. Después me enganchaba con aquellos programa del liceo en los que te daban cuatro películas para las vacaciones de julio. Más o menos ésa fue mi vida hasta los 15 años, cuando fui al liceo 34, por el centro. Mi viejo tenía un bar cerca, y como empecé a trabajar, y tenía una compañera del liceo que quería hacerse socia de Cinemateca, me asocié, y comencé a ir todos los días. Hasta los 25 años iba al cine una o dos veces por día, y medio inconscientemente me fui formando. Si ves todo [Federico] Fellini, [Werner] Herzog y los grandes clásicos, terminás aprendiendo cosas aunque no te des cuenta.

-Después tu abuela jugó un papel importante, sobre todo cuando iba a tus primeras funciones...

-Mi abuela fue la provocación. En ese momento estudiaba medicina, y cuando empecé con teatro ella me ofreció pagarme la carrera. Cuando le pregunté cuál, me dijo que la de medicina, claro. Le dije que no, pero después vino toda esa cosa de que me lo tomara como hobby. Dejé todo, me dediqué a estudiar teatro, y empecé a trabajar en un estudio contable, donde estuve 25 años. Cuando mi abuela iba a verme a las primeras obras, ella, que era un personaje de aldea gallega, no entendía muy bien cuál era el código, entonces me hablaba y me saludaba en la función. Cuando hice una suplencia en Ah, machos, entraba y decía una poesía. En un momento en que se hacía un silencio, ella gritó “Cezarito, estamoz aquí”. Pero al final se acomodó. Es cierto que en un comienzo había que tomarse al teatro como hobby, pero después surgieron otras cuestiones junto a los gobiernos del Frente [Amplio], se iniciaron distintos fondos, e incluso el cine comenzó a existir como actividad. Se abrió un poco el juego. Permitió pensar en esto tal vez no como un negocio redituable, pero sí como una cosa gracias a la que, cada tanto, vas a poder comer. Cuando empecé en 1992 haciendo Tuya Héctor en el Circular, con Fernando Toja, fui a cobrar un mes y me pagaron $17. Eso ahora cambió, y creo que los pibes tienen la capacidad y el sentido de generar proyectos, presentarlos y venderlos. Por eso creo que ahora se puede pensar desde otro lugar.

-En los primeros años te formaste en Teatro Uno.

-Mi clase era la de [Alberto] Restuccia, donde empezamos juntos con María Dodera, y después también nos fuimos juntos a La Gaviota. Estuvo muy bien, después nosotros quisimos algo más formal, y el Bebe [Cerminara] se había ofendido con eso, porque creía que ciertas cuestiones eran como chirimbolos de la profesión. Pero esos chirimbolos también son muy útiles. El año de Teatro Uno me sirvió muchísimo, porque como soy muy inseguro y tímido, ahí me di cuenta de que en un escenario se podía vencer tanto la timidez como la inseguridad. Hay una cuestión de base que tiene que ver con la expresividad, con la soltura y con lanzarse que aprendí ahí. No me doy cuenta de la cantidad de oficios que tengo incorporados, pero sin duda todas aquellas enseñanzas de Alberto están ahí.

-El baño del papa (2007) fue un trabajo bisagra. Desde entonces emprendiste una ininterrumpida carrera con personajes que alternan villanos, secretarios de redacción, militantes, informantes. ¿Cómo convivís con toda esa familia?

-Me llevo bien porque no les creo. No me doy cuenta de cómo construyo los personajes, pero evidentemente hay una manera, porque cuando veo las películas no soy siempre el mismo. No me doy cuenta por qué carriles, digamos, pero tengo una primera impresión sobre la que trabajo. Después, la convivencia es natural. Estás un tiempo conviviendo con ellos, pero en mi caso no me siento “tomado” por ellos, sino que percibo cierta memoria de lo construido para determinados personajes que queda incorporada, y que durante ese proceso voy llevando conmigo. Si hago de informante, como hice en Zanahoria, por ejemplo, no me voy a transformar en un ser ladino. Voy a seguir siendo el mismo nabo de siempre, pero puntualmente me coloco en ese lugar. Por eso mismo, la convivencia es muy natural. Lo importante es tener diversidad, no enquistarse, y saber que esto no es terapéutico, sino un trabajo para mostrarle al público. Por eso no me desquicio ni me involucro.

-Debe ser difícil pensar un personaje sin la referencia de los anteriores.

-Hay cosas que repetís, ya que son vicios personales muy marcados. Estas cosas las atribuyo, cómodamente, al hecho de que el actor es el mismo. Pero hay algunas cosas que se vuelven complicadas, justamente porque te tenés que correr. Cuando hay personajes que están muy en las antípodas es fácil. A Beto de El baño del papa y Walter de Zanahoria puedo construirlos claramente porque son muy distintos; lo mismo sucede con el de Norberto apenas tarde. Después hay otras cosas que sí, aplicás un piloto automático. Ahora estoy trabajando de nuevo con Daniel Hendler, y el personaje que él me ofrece tiene puntos de contacto posibles con el de Norberto..., pero estamos atentos a eso. Siempre estás muy marcado por quién sos, por tu cuerpo, por tu proyección de voz, por tu gestualidad.

-El baño del papa y Mal día para pescar también podrían ubicarse al fin del mundo. En ese sentido, estos tres trabajos tienen una poética en común.

-Son fines del mundo, de alguna manera. El baño del papa claramente es una frontera, y lo que recorta como película es una frontera olvidada y un fin del mundo. Mal día para pescar, también. Esa ciudad ficticia, del interior, en la que no pasa nada, y de repente caen el Príncipe y su pupilo. De cierto modo, esos dos personajes existen y tienen sentido porque caen a ese lugar en particular. En realidad el mundo está lleno de fines del mundo, o si no lo llamamos finamente, culos del mundo. Después lo que sucede y las zonas de rebusque, o los tempos de cada película, son un poco distintos, pero todas están ubicadas en lugares muy lejanos.

-El personaje de Al oeste del fin del mundo decidió olvidar su pasado como ex combatiente de las Malvinas perdiéndose al pie de la cordillera. Ya son varios los papeles en los que has trabajado con la memoria reciente y el peso de experiencias difíciles de procesar.

-Uno siempre tiene la referencia. No es que mientras trabajaba me puse a pesquisar sobre la Guerra de Malvinas. En 1982 tenía muy presente la guerra, era de lo que se hablaba todo el tiempo. De niño tenía un tío que vivía con nosotros y que era muy complicado, no nos hablaba. Comía con nosotros en la mesa poniéndose de costado cuando terminaba. No había diálogo, y uno medio que se intimidaba. A mí me llevaba al fútbol pero a mi hermana no le daba ni bola. Entonces, si bien vi material sobre veteranos de la Guerra de Malvinas, para construir ese personaje introvertido, cerrado sobre sí mismo y medio quemado por la vida tenía referencias muy claras y muy próximas. Hay un momento en El baño del papa que para mí el personaje era mi viejo. En definitiva, más allá del conflicto que lo transforma en esa personalidad, lo que es claro es que esa personalidad se puede repetir en otros contextos. Sufrimiento es sufrimiento.

En esa misma línea se inscriben Infancia clandestina y Matar a todos.

-Sí, en Argentina lo de la militancia es bastante lógico, porque creo que en algunos sentidos tal vez el tema esté concluyendo. Porque ellos sí lo curtieron. Acá siempre quedó eso de que en el cine, salvo las generaciones más viejas -como la de Guillermo Casanova y Esteban Schroeder- que podían tener eso como un tema muy propio, los más jóvenes miraron para otro lado. De pronto no es que la dictadura no esté presente, sino que lo está, por decir algo, en la retracción de los personajes de Whisky [2004], en cómo se conducen. No toda la dictadura se traduce en tortura, exilio y desaparición. También está la que vivimos los que estábamos afuera, caminando por la calle con miedo, lo que terminó marcando nuestras personalidades. En las películas de ahora comienza a aparecer. Guillermo, por ejemplo, tiene un proyecto que de alguna manera está vinculado, y lo de Zanahoria también lo estuvo. Esto me parece muy lógico. Percibo que hay muchos que se han cansado del tema, pero en ciertos espacios ese tema nunca se habló. No sé hasta qué punto no debemos empezar a ver esas cosas para, justamente, dejar de hablar de ellas. No se puede dejar heridas abiertas. Hay que cerrarlas y procesarlas. Haciendo de cuenta que no existe, o que aburre, o que se quiere ver otro tipo de cine, los temas siguen ahí, pendientes, y por algo surgen. Recién ahora he vencido esa sensación de “uy, viene un policía, cambio de vereda”. Y mi hija, de cierto modo, también debe convivir con ese que fui, porque eso trasciende generaciones.

-¿Cómo viviste el proceso de Al oeste del fin del mundo?

-La primera película que hice en Brasil fue En tu nombre, de Paulo Nascimento. Lo que te sucede con ellos es que te integrás inmediatamente, porque Paulo trabaja casi siempre con el mismo equipo. Mendoza y ese paisaje increíble, ya de por sí, tienen un peso en la película, y por lo tanto, también en vos, construyendo el personaje. Te dicen “el tipo está solo”. ¿Dónde? “Acá”. Donde no hay ni un cuis, ni una ráfaga de viento. Todas estas cosas hicieron que la película se enfocara sobre sí misma y su realización.

-Sos uno de los pocos uruguayos que han logrado romper con la barrera cultural que mantiene Brasil con el resto de Latinoamérica. No sólo trabajaste en una decena de producciones, sino que además ingresaste a Globo.

-El baño del papa funcionó muy bien y se vio muchísimo. Brasil de cierto modo lidera la región, pero ¿cómo se hace para hacerlo de espaldas a ella? Inconscientemente o no debe estar vinculado. Además vas a Buzios y te atiende un argentino o un uruguayo, San Pablo está lleno de bolivianos. ¿Cómo hacés para no contar esas historias? Eso se suma a una nueva realidad brasileña, que sus películas reflejan.

-¿Qué implica Brasil en tu carrera?

-Placer. Nunca me imaginé que podía trabajar ahí, y cuando te llaman es impresionante, porque no lo conocía desde el que va a trabajar, y desde ahí se relaciona con el habitante. Por eso resulta que lo hago por placer, pero además me pagan, y lo hacen mejor que acá -lo que también me airea-.

-Vos, Daniel Hendler y Jorge Bolani, por ejemplo, vienen de una formación teatral. ¿Creés que hoy se vuelve mucho más claro ese diálogo con el cine?

-Parece que sí. Más allá de los actores naturales, no existe otro lugar más natural que el teatro para encontrar a un actor. Tal vez el carnaval pueda generar el mismo espacio, pero cuando tenés que construir una emoción, un momento de desesperación, y al momento siguiente salir de eso, sólo lo puede hacer un actor con formación, con training. Y el teatro es eso. Un ensayo en cine puede durar tres días, pero teatro estudiás tres años. Son otros procesos, y un actor teatral ya llega con las herramientas: sabe lo que es trabajar el susurro, pero también sabe proyectar la voz cuando labura en una sala como la Adela Reta. Para un actor de cine, que está microfonado la vida entera, eso es muy difícil. Creo que se perdió un prejuicio, porque ves rendimiento de actores que son eminentemente teatrales, como Bolani, Walter Reyno, Roxana Blanco. Lo que sucede es que comenzaron a tener una continuidad de trabajo que les permitió afinar su inserción en el código.

-Trabajaste en piezas que jugaron un papel importante en la dramaturgia nacional, como El bosque de Sasha y Rococó kitsch, de Roberto Suárez, pero también con directores como Fernando Toja, Mariana Percovich y Sergio Blanco.

-Como actor no soy un generador de obra, sino que estoy al servicio de quien la genera. Es bueno que el director tenga un estilo propio, pero el actor es la herramienta y el que intermedia. En ese sentido, puedo trabajar con Mario Morgan, Mario Ferreira y Marcelino Duffau, y después también trabajar con otros que apuestan más a la búsqueda, como Roberto y Mariana. Las dos cosas están bien y no creo que haya hecho renuncias en un caso o en otro. Gano cuando trabajo en todo el espectro.

-En el medio audiovisual uruguayo has marcado una impronta propia, también desde distintos lugares.

-Aprendí el oficio. Y también sé que la suerte estalló. Mi papel en El baño del papa le podría haber tocado a Moré o al Negro Lucio [Hernández]. Estuve en el momento y en el lugar, y empecé a ser convocado. Yo tengo claras esas cosas, y lo llevo como un actor, formado en teatro -después también me formé en cine-, que aprendió un oficio. Es sólo eso.

-Ahora estás en un proyecto de Daniel Hendler, junto a Roberto Suárez.

-También trabajan Matías Singer y otros actores argentinos. Se llama La emboscada, y va a ser la segunda película que dirige Hendler -además de escribir el guion-. Me pareció una historia interesante vinculada con la construcción de un personaje, y un grupo de gente reunida para construir a un líder. Daniel es un tipo con mucha cabeza y muy querible. Evidentemente cierto talento debo tener, porque si no no me volverían a llamar ni estaría en tantos proyectos. Pero además creo que soy buen tipo, y la suma de esas dos cosas debe generar que me vuelvan a llamar. Me parece interesante que acá se haya generado una continuidad de trabajo en cine, y que la expresión de lo que nosotros somos como uruguayos siga funcionando.