Su prontuario incluye siete novelas en las que analiza el mundo occidental poscapitalista -idiotizado por el mercado- y los enredos del consumo, la sexualidad y la pornografía, el turismo, el terrorismo, el exceso de información y la lujuria del hedonismo, pero también las sectas, la pedofilia, el poder de la tecnología y el conocimiento científico. Como si esto no fuera suficiente para situarlo en la agenda mediática y despertar la avidez de los lectores, lo que causa revuelo son sus apariciones -y desapariciones- públicas, sus condenas a muerte, su carrera como cantante pop/rapero, en medio de una oda al desencanto de la vida, las frustraciones y el fin del amor, por las que muchas veces ha sido condenado por misógino, proxeneta, pedófilo y xenófobo.
El costumbrismo de sus obras no es circunstancial ni efímero, sino que brinda una salida a la crisis del realismo: falsificar el mundo entero. Y ese mundo lo retrata desde su mirada torcida y lúcida, próxima al rencor social, a la irritación, al gesto provocador que sólo aspira a seguir provocando.
Michel Houellebecq podría definirse como la primera estrella de las letras francesas desde Jean-Paul Sartre, que se convirtió en un fenómeno editorial desde sus primeros trabajos. En Ampliación del campo de batalla (1994) se retrata, con una precisión un tanto alarmante, lo sombría que se puede volver la vida de un funcionario público en un país europeo, en una gran ampliación del campo de batalla a todas las edades y estratos sociales. Las partículas elementales (1998), en cambio, anunciaba que, en medio de una terrible barbarie natural, “los seres humanos han podido a veces (en contadas excepciones) crear pequeños lugares cálidos, pequeños espacios cerrados donde reinaba el amor”. En esta novela -finalista del premio Goncourt-, el escritor se adentraba en la ciencia ficción, ambientando las últimas escenas en el año 2079, cuando un nuevo hombre surge de la tecnología y, feliz, nos sustituye.
En 1998, la mención en Las partículas... de un campamento naturista que organizaba orgías ya le había costado un juicio. Esta vez Houellebecq ha vuelto a hacer de las suyas: Sumisión es un relato futurista que retrata a una Francia convertida al régimen islámico, luego de la victoria del partido Fraternidad Musulmana. En las elecciones de 2022, Mohammed ben Abbes ha superado a Marine Le Pen en la segunda vuelta, rompiendo con los “últimos residuos de una socialdemocracia agonizante”. Cualquier ciudadano se muestra desencantado por la política y “galvanizado por su adoración a deportistas, modistas, actores y modelos”, que sólo ven reality shows sobre la obesidad.
El protagonista, François, es un docente universitario cuarentón, especialista en la obra literaria de JK Huysmans, narrador francés del decadentismo decimonónico que en los últimos años de su vida se convirtió del protestantismo al catolicismo. El propio François juega con otra mutación divina: la necesidad imperiosa de convertirse al islamismo frente a las circunstancias políticas que enfrenta el país, e incluso la Sorbona -donde trabaja-, una universidad islámica más financiada por petromonarquías.
El carismático líder Mohammed ben Abbes encarna un “nuevo humanismo respetuoso de las demás religiones”, porque en un año visitó, por ejemplo, tres veces el Vaticano. Con su triunfo, se inicia un voluntario exilio de judíos franceses y varios atentados confusos que no se atribuyen a nadie. Rápidamente, la poligamia pasa a dominar el promedio, los docentes, obviamente, deben ser musulmanes y hombres, y el programa adaptarse al Corán. Estos sobresaltos tienen al borde del ataque a todo el continente, salvo a los propios franceses, que parecen rumiar tranquilos entre sus amas de casa sexies -puertas adentro, claro-. Pero la verdadera protagonista parece ser la insalvable decadencia europea, que deriva en un inevitable retorno a lo religioso. En paralelo, los discursos de izquierda y derecha lloran su entierro, mientras políticos como François Hollande, entre varios, no pueden evitar la imagen de tipos acabados.
Hastiado de sí mismo, François, monumental álter ego de Houellebecq, se devanea entre la soledad y el alcohol. Reconoce que Occidente está llegando a su fin, Europa al suicidio, y él al entierro en el sinsentido. Lo que más le atrae de Huysmans es su abandono de aquellas “agotadoras” y “monótonas” pequeñas preocupaciones de la vida diaria. Mientras todo se derrumba, los referentes del islam dirán que “si la especie humana está en condiciones de evolucionar se debe a la maleabilidad intelectual de las mujeres”, y defenderán al islam como única alternativa posible frente a un cataclismo moral.
Te llevaré conmigo
Ya en 2001, Houellebecq aseguró que “El islam es la más tonta de las religiones”. En Sumisión delinea un islam al que presenta como moderado, aunque responda a los rasgos más reaccionarios en cuanto a las mujeres -en sus casas, sumisas, con el velo y polígamas-. En Ampliación..., la imagen de una quinceañera rubia haciendo una felación a un negro conducía al suicidio a uno de los protagonistas, y en Las partículas..., se leían las zopencas tratativas sexuales de un profesor, desairado por una alumna magrebí. Los descendientes de inmigrantes y el islam recién se reconocen como causa de peligro y de frustración sexual en Plataforma (2001), novela en la que un grupo de guerrilleros musulmanes masacra a un centenar de turistas, entre los que se encuentran Valérie, la pareja de Michel, quien se consume en un odio absoluto hacia ellos. Y en Plataforma, de hecho, es cuando Houellebecq consolida su universo narrativo endogámico y desolador.
En El mapa y el territorio (2010) -con la que recibió el premio Goncourt-, retrató y criticó el mundo del arte a partir de una profunda y punzante radiografía tanto del presente como de un capitalismo agonizante. Se ríe de un tipo llamado Michel Houellebecq, al que se ve disfrazado de personaje y a quien describe como un “solitario con fuerte tendencia a la misantropía”, y que luego es asesinado violentamente. Si nuestro mapa de la realidad y el territorio que intentamos representar no coinciden, todo el universo que nos rodea es, en verdad, otro. Esta idea se puede extender a toda la obra de Houellebecq, ahogada de apariencias engañosas (“en el campo todo daba la impresión de un decorado, de un pueblo falso, reconstruido para las necesidades de una serie televisiva”).
Así, parece que tanto Sumisión como su obra y sus personajes integran un mapa de su propio autor, jugando con un constante autorretrato deformado del yo y del mundo, y de una identidad dispersa: todos los Houellebecq disgregados en sus obras coinciden en una suerte de pasión que supera cualquier abandono físico. Cuando François asegura haber dejado de lado su vida intelectual y su estudio apasionado de Huysmans -que parece incluso distraerlo del suicidio-, adelantándose a un derrumbe catatónico, la mujer -o el sexo, o su compañía- vuelve a redimirlo de un abandono absoluto. Con respecto a esto, hace unos años el argentino Alan Pauls decía que en los libros de Houellebecq había mucho sexo, “quizás el mejor, el sexo menos erótico y más contagioso que pueda rastrearse en la ficción contemporánea”.
Los ejes temáticos sobre los que se construye la obra de Houellebecq son las relaciones, el amor y, más que ninguna otra cosa, el sexo. En Ampliación... se plantea, de un modo descarnado y sin solución alguna, la extensión de la pelea cotidiana por los recursos económicos al plano de la sexualidad; en Las partículas... se profundiza esta transposición, y la única alternativa viable parece ser el amor; en Plataforma ironiza sobre una nueva posibilidad, la prostitución. Si en Plataforma el dinero desplaza a la seducción, en Sumisión será la subordinación a la religión la que posibilitará tres o cuatro quinceañeras como esposas, suprimiendo cualquier contratiempo, mientras se naturaliza esa relación mercantil, o se continúa, desde Occidente, un subproducto de las relaciones capitalistas: “Con una educación apropiada [...] se puede, sin ir más lejos, llevarlas a sentirse atraídas por los hombres ricos, y al fin y al cabo enriquecerse ya exige una inteligencia y una astucia por encima de la media. Se puede incluso, en cierta medida, persuadirlas del alto valor erótico de los profesores universitarios”. En su primera novela, Houellebecq ya reconocía el desafío que asumía al escribir ficción, al plantearse hallar la fórmula narrativa que retratara la indiferencia. Las siete novelas comprueban que la encontró, pero, además, que ese secreto también desplegó su contradicción, y hoy apeligra el bienestar de ese vacío.
En 2007, en una visita a Argentina, Houellebecq decía que en el fondo los problemas económicos y estratégicos no “pesaban” mucho en lo que tenía que ver con los problemas demográficos: “Europa está achicándose demográficamente, para decirlo de una manera simple. Ni más ni menos que eso. Y todo eso porque no fueron resueltas esas cuestiones de moral sexual. Bastante triste, ¿no?”. Houellebecq, junto a la fuerza de esa mirada lunática, es uno de los mejores escritores contemporáneos capaces de construir sobre el tiempo y sobre esa condición histórica de la época que vive, desplegando una antología del cinismo más desgarrado y una felicidad siempre condenada al fracaso. Porque, en definitiva, esto muere en el fastidio de siempre, la vida.