Ya es algo muy hablado: el cine de animación es el sector de la producción cinematográfica estadounidense que más se parece a lo que fue Hollywood en sus tiempos de esplendor. Ahí sí tenemos el arte de contar historias clásicas (enmarcadas en forma precisa en patrones narrativos muy claros) pero al mismo tiempo creativas, que buscan cautivar por la secuencia interesante de causas y consecuencias, de motivaciones y obstáculos, representados con chispa, elegancia, gracia y claridad visual, sonora, verbal y actoral. Tomorrowland no es una película de animación, pero en muchos sentidos procede de esa escuela: el director Brad Bird fue el de Los Increíbles y Ratatouille (y antes de eso, de algunos episodios de Los Simpson). Es una producción Disney, la empresa con la más prolongada trayectoria en animación. Y es una película para niños crecidos (digamos, no para los espectadores de Winnie Pooh, pero sí para los de las citadas películas de Bird). El ámbito del cine para esa franja de edad es el único en el que los blockbusters de este siglo siguieron teniendo el toque hollywoodense clásico, el que supo ser también de Steven Spielberg (piénsese en Zathura, Super 8, Cowboys & Aliens, Gigantes de acero, Guardianes de la galaxia). Parecería que sólo en el campo de la inocencia aquellos valores narrativos de Hollywood siguen siendo admisibles o posibles en cine (para otros campos, el terreno que fue de Hollywood ahora se transfirió a las series televisivas).
Walt Disney es un nombre fácil de denostar, sobre todo si a uno le gusta curtir cierto espíritu rockero-dark. Y bueno, esta película no es para éstos: tiene un mensaje dulce, basado en el valor del optimismo y del pensamiento positivo, y además es, en forma casi directa, un homenaje al propio Disney. No se lo nombra, pero una de las primeras secuencias tiene lugar en 1964 en Tomorrowland, uno de los “barrios” de Disneyland, en el que se visualizan aspectos de un futuro utópico. Un niño con espíritu de inventor es reclutado por una niña un poco misteriosa que lo traslada, en forma aparentemente mágica, a una versión “real” de Tomorrowland, donde los juegos y elementos de la escenografía del parque temático son hechos reales y cotidianos de una ciudad real del futuro. Más adelante iremos asimilando que esa “tierra del mañana” se ubica en una dimensión alternativa y tiene un estatus que es, en parte, el de un futuro posible, y en parte, el de un refugio utópico con respecto al futuro real desastroso al que parece rumbear la humanidad. Ese mundo especial habría sido diseñado por una comunidad especialmente seleccionada de grandes científicos, pensadores y artistas. Y es esta idea la que, sin que se nombre en la película, puede hacer recordar a los espectadores el proyecto original de Disney llamado EPCOT (iniciales en inglés para Prototipo Experimental de Comunidad del Mañana), que debería haber sido una ciudad real, con gente viviendo, donde se probaran conceptos innovadores de urbanística, tecnología e interacción social, y que Disney pretendía que sirviera de campo de experimentación y al mismo tiempo de estímulo para que la comunidad científica pensara propuestas para un futuro mejor (lo que se concretó finalmente, el Epcot Center, no es sino un parque temático de Disney World, aunque conserva, modestamente, un elemento de su propósito original, en el sentido de que es una especie de feria tecnológica permanente).
La historia de la película tiene que ver con una joven, Casey Newton, que, en la actualidad, encuentra una vía de tránsito para aquel mismo mundo visitado por el niño inventor hace 50 años. Poco a poco, ella va descubriendo la naturaleza de esa Tomorrowland, así como las formas en que desde la otra dimensión son enviados a nuestro mundo robots antropomorfos para intervenir de forma sutil en el devenir. Casey se va a terminar encontrando con el ex niño de la introducción de 1964, ya veterano (George Clooney), y los dos vivirán una serie de aventuras y saltearán varios escollos para tratar de salvar el futuro de la Tierra.
Y sí, otra película en la que lo que está en juego es nada menos que el mundo, nada menos que el futuro. Pero la ventaja de ésta es que las vías por las que se defiende el mundo siempre son inmediatas, tienen que ver con personajes, situaciones delimitadas, con reglas más o menos fijas que permiten construir suspenso porque queda bien claro que si pasa tal cosa gana un bando y si pasa tal otra gana el otro bando.
En pleno funcionamiento
La imaginación, la gracia, el ritmo, el humor, el suspenso y la calidad general de la acción son sobresalientes. En la Tomorrowland hecha realidad hay un juego con piscinas sin fondo en las que el agua parece retenida en un espacio circunscrito por algún tipo de acción “gravitrónica”, entonces el nadador se zambulle en ella y puede emerger en el fondo para caer hacia otro piscina ubicada unos metros más abajo. ¡Quiero esto! Obviamente, junto con la mochila voladora del protagonista. Pero esto ya no es novedoso, aunque da origen a una escena buenísima en la que el personaje está cayendo en caída libre y la mochila también, tiene que acercarse a ella en el aire como su última esperanza de no estrellarse, y el recurso que usa es hacer gestos de nadador (esto es totalmente de dibujito animado). Hay también una pelea fantástica en una tienda de reliquias de ciencia ficción -pretexto, además, para una serie de homenajes a Forbidden Planet, La guerra de las galaxias, El planeta de los simios e incluso The Iron Giant, el primer largometraje de Brad Bird-. Hay un perro que no deja huellas. La torre Eiffel se convierte en una torre de lanzamiento espacial como consecuencia de un plan oculto que hace más de un siglo urdieron Alexander Gustave Eiffel, Nikola Tesla, Jules Verne y Thomas Alva Edison. Está la casa totalmente tecnológica de Frank, que le ayuda a resistir el embate de una banda de robots que tienen un curioso aire sonriente. Está la ocurrencia fantástica de que Casey se traslada mentalmente a la tierra del mañana y sólo puede acceder a sus distintos espacios caminando (o usando otro tipo de vehículo) hacia ellos, pero en realidad está circunscrita por el espacio donde se encuentra en nuestra dimensión: entonces, de pronto, está en un campo de trigo inmenso pero no puede avanzar (porque en el cuarto en el que está en ese punto hay una pared), y cuando se desvía resulta que se hunde debajo de la tierra (porque se cayó por una escalera). Ella no logrará embarcar al viaje espacial porque queda empantanada en un lago y el piso de la plataforma empieza a verse fluido. Y está la curiosísima historia de amor entre Frank y Athena (él humano, ella un robot en forma de niña, que brinda esa posibilidad casi onírica de, ya adulto, reencontrarse con el amor de la infancia sin que éste haya modificado en absoluto su forma y comportamiento). Y hay varios detalles deliciosos de retrofuturismo en el diseño de arte.
No sorprende encontrar en los créditos de montaje el nombre de Walter Murch, uno de los más imponentes montajistas de la actualidad (quien, de todos modos, quizá nunca haya tenido la oportunidad de realizar algo tan dinámico). Pero toda la realización es de primera: guion de Damon Lindelof (de Lost), fotografía de Claudio Miranda (de La vida de Pi), música de Michael Giacchino (de Lost y Los Increíbles), y ni hablar del reparto, en el que brillan Britt Robertson y George Clooney.
Hay mucho de Isaac Asimov en esta película: la idea de seres de una dimensión alternativa que inciden en la nuestra, como en El fin de la eternidad, y la fe en la racionalidad y en el desarrollo tecnológico. De hecho, el espíritu de la película es totalmente iluminista y habría sido suscrito por gente como Walt Disney (obvio) y Carl Sagan. Y probablemente también por Noam Chomsky: el casi monólogo de Nix, cerca del final, es una expresión clarísima de su “dilema de Orwell” -por qué el ser humano, sabiendo tantas cosas, obra como si no las supiera-. Ese monólogo expresa la frustración del ser ético que renuncia a algunos de sus impulsos básicos en nombre de un ideal menos inmediato de progreso y civilización, sólo para encontrarse con que la enorme mayoría de la humanidad no está dispuesta a esa cuota de renuncia, aun si la pena es el colapso social y planetario. Pero la moraleja de la película es que seguir pujando por la salida racional, es decir, un optimismo inveterado, sigue siendo, si no la salida, la única esperanza de alguna salida. Y, tal como Asimov en las últimas etapas de su saga Fundación, piensa que un ser dotado de inteligencia artificial (desprovisto de las contradicciones humanas, aunque programado para dicho optimismo obstinado) puede ser de gran ayuda en el proceso.
Los nombres o los apellidos de algunos personajes parecen explorar, en una poética muy simplista, ese espíritu iluminista: Frank Walker, Newton, Athena. Y también son parte de ello algunos detalles importantes: aun tratándose de una película para un público más joven que el de, por ejemplo, Los Vengadores, muere mucho más gente (en Los Vengadores y similares las desmesuradas y aburridísimas batallas suelen ocupar un espacio abstracto en el que las personas de a pie son quitadas de consideración). No hay sangre, porque la gente que se muere lo hace pulverizada por armas futuristas en forma instantánea, sin que medie sufrimiento; pero se mueren, delante de nuestros ojos. Y si el inicio de la película parece ubicarse en el mundo cerrado de Estados Unidos, la secuencia final celebra una perspectiva internacionalista, con participación de personas de distintas culturas para buscar la utopía.
Con todos esos propósitos nada modestos, la película no tiene en absoluto el espíritu rimbombante que tantas producciones hollywoodenses recientes ostentan para una mera defensa de la superioridad nacional, de la preservación del statu quo o para la autoglorificación en cuanto estandarte de lo políticamente correcto. Ésta es una película realmente “de mensaje”, que parte de un conjunto de ideas, las presenta y las defiende. Tales ideas tienen que ver no con la glorificación de la sociedad actual, sino con la valorización de la imaginación, el coraje y la experimentación para tratar de construir una sociedad mejor. Al mismo tiempo, tiene muchísimo humor, divierte y trasunta la idea de que sus realizadores se divirtieron haciéndola. Ojalá que le vaya bien en la boletería, pero no es seguro: hay espectadores que realmente prefieren el bombardeo amorfo de planos poderosos y empiezan a considerar una película que narra como algo lento y desenergizado, y hay críticos que no aprecian su enfoque optimista e iluminista. Para mí, es tremenda película de aventuras y fantasía, y mucho más pertinente en su simplicidad que muchas disquisiciones pseudofilosóficas vagas de mucho cine de arte. Ah, y a los realizadores ni se les cruzó por la cabeza hacerla en 3D: gente que sabe de cine.