Hay un pasaje de Travesties, la obra teatral de Tom Stoppard, en que a James Joyce se le pregunta qué hizo durante la Primera Guerra Mundial. La respuesta es sencilla: “escribí Ulises, ¿qué hizo usted?”, y logra hacerse cargo de cierto asombro despertado por las últimas palabras de la gran novela aludida, que no son realmente “y sí dije sí quiero Sí”, el final del último capítulo, sino “Trieste-Zúrich-París 1914-1921”.
Ese periplo europeo y ese lapso incluyen la Gran Guerra, entonces, y nos permiten sumar lecturas a la creación de Tom Stoppard. Quizá su Joyce responda de esa manera para volverse una suerte de encarnación de cierto esteticismo, de cierta ética que pone al arte por encima de todas las cosas; quizá la respuesta obedezca a una indignación (“¿por qué tengo que dar cuentas de qué hice durante la guerra?”); o quizá podamos pensar en una imagen posible de Joyce centrada en el desdén hacia lo mundano. Claro que esta última posibilidad se desmorona fácilmente. El Ulises, por cierto, dedica no pocas páginas a discusiones de política irlandesa, británica e internacional; a la economía, a la historia, a la guerra. De hecho, ese largo día en que transcurre la acción (el 16 de junio de 1904) acerca la novela a la Segunda Guerra Anglo-Bóer (1899-1902), numerosamente aludida en el libro, de manera que la guerra está presente también de esa manera, así como la astronomía, la medicina, la literatura y, concebiblemente, cualquier zona de la cultura.
Pero podemos concentrarnos un poco más en Joyce y lo bélico. Odiseo, después de todo, era un héroe de guerra, y es imposible desdeñar (por más que se los considere un armazón o andamiaje para la novela) el complejo sistema de paralelismos entre el relato de los protagonistas Stephen y Bloom y las andanzas del griego. Pero hay más. En Las poéticas de Joyce (1962, 1966) Umberto Eco cita una carta de Joyce en la que puede leerse “cada episodio sucesivo [de Ulises], que trata de alguna esfera de la cultura artística […], deja tras de sí un campo arrasado por el fuego”, y la imagen es elocuente. El efecto del libro de Joyce, entonces, es el mismo que el de la guerra: hay un arte en la destrucción. Y volviendo a Travesties, quizá Joyce responde lo que responde porque entiende que su libro es, de alguna manera, una guerra, afirmación que resuena con el momento en que Francis Ford Coppola señaló que su Apocalypse Now no era una película “sobre Vietnam” sino que “era” Vietnam.
El libro, entonces, es signo de un combate, despojo (o botín) de un combate, y es un combate. Señala Richard Ellmann (autor de la monumental biografía James Joyce) que su biografiado, que pasó siete años escribiendo Ulises, dijo en una entrevista que “la demanda que hago a mi lector es que dedique su vida entera a leer mi obra”; esa dedicación o devoción, por supuesto, no ha de ser fácil ni menos aun sacrificada, y quizá el lector de Ulises encuentre que debe pelear contra el libro. Y de esa guerra, por supuesto, se saldrá cambiado para siempre, “gane” quien gane.
De hecho, es una guerra famosamente perdida. Se ha repetido demasiadas veces que nadie “lee” Ulises, o que nadie lo lee “todo” (Borges, en una conversación con Osvaldo Ferrari, dijo: “No creo que nadie lo haya leído. Mucha gente lo ha analizado. Ahora, en cuanto a leer el libro desde el principio hasta el fin, no sé si alguien lo ha hecho”), que demasiada gente presume de haberlo leído, que el mundo está lleno de lectores “derrotados” por Ulises, o que el libro, más que leerse, debe “estudiarse”, como si no hubiera goce en tal cosa. Lo cierto es que su influencia es tan grande que no hay lector que no lo haya leído, de segunda o tercera mano, a través de cientos de textos narrativos que heredan ese fuego y ese campo arrasado por el fuego. Porque la literatura después de Ulises ya no fue la misma. Del mismo modo, ningún lector permanece incambiado después de meterse en el laberinto del irlandés.
A la vez es innegable que Ulises está pensado también como un libro divertido. Quizá a ese humor hay que saber encontrarlo, más evidente en algunos pasajes que en otros, pero siempre está allí, y las relecturas lo despejan de tal manera que llegado el momento la novela de Joyce puede llevar a las carcajadas. Del mismo modo, ese aliciente -es decir: Ulises siempre da algo a su lector a cambio del esfuerzo innegable que exige- puede acompañarse con ciertas ayuditas de los amigos, y en ese sentido la nueva traducción propuesta por la editorial argentina El Cuenco de Plata es un gran regalo para todos quienes quieran entrar al día infinito de Joyce, sea por primera vez o por decimoctava, sea con la memoria de fracasos previos o sabiendo qué se siente haberlo terminado y acercarse con curiosidad a una nueva versión. ¿Por qué? Ante todo porque la traducción de Marcelo Zabaloy (asistido por Edgardo Russo, Eugenio Conchez, Teresa Arijón y Anne Gatschet) suena fresca, ágil y despierta recuerdos y alegrías en el lector rioplatense; pero, también, porque su trabajo de traducción se complementa con notas (que aclaran alusiones y referencias), esquemas (aparecen el clásico esquema que Joyce confió a Stuart Gilbert), listados de personajes y comparaciones entre diferentes ediciones, incluyendo la traducción al francés, en la que colaboró el propio Joyce. Se trata, entonces, de un libro ante todo amable, un libro que acompaña al lector en su esfuerzo y su disfrute.
Viejas valientes versiones
Por supuesto que hablar de Ulises apenas satisfactoriamente implicaría un espacio que acá no está disponible; vale la pena, sin embargo, moverse hacia la puesta en evidencia de algunas felicidades de la traducción de Zabaloy.
Hasta la aparición de su Ulises, los traductores que se habían animado con la novela de Joyce y aportado una versión completa habían sido tres. La primera traducción data de 1945 y fue llevada a cabo por José Salas Subirat. Teniendo en cuenta los mínimos recursos de los que pudo disponer llegado el momento de acometer la traducción, su trabajo es sin lugar a dudas monumental. A la vez, no es difícil (especialmente ahora, cuando tenemos a mano toneladas de trabajos sobre las particularidades textuales del libro de Joyce, incluyendo guías de alusiones y referencias como Ulysses Annotated, de Don Gilford, y Allusions in Ulysses, de Weldon Thornton) encontrarle errores, descuidos y despistes, quizá entre los más notorios las maneras diferentes en que Salas Subirat traduce segmentos de textos idénticos y separados a veces por cientos de páginas. Estas repeticiones, de hecho, son pieza clave en la maquinaria de Ulises, y es una pena que el primer traductor argentino (que logró, por cierto, volcar el pasmoso desfile de escrituras y registros del libro a un maravilloso, siempre vivo, siempre fresco panorama de posibilidades del castellano) no viera, por ejemplo, que el protagonista Leopold Bloom lleva en su bolsillo una papa y se refiere a ella en varias ocasiones, traduciendo “papa, la tengo” como “soy un zanahoria”, opción extraña pero en última instancia acaso justificable, como señala Ricardo Piglia en su ensayo De qué está hecho el Ulises. O, también, por sumar un ejemplo aportado por Carlos Gamerro en su imprescindible Ulises, claves de lectura, está claro que Salas Subirat no registra el valor de la repetición del término “bowl” (acá se refiere a un incensario) en el primer capítulo del libro, volcándolo alternativamente como “bacía”, “cántaro” o “taza” y así destruyendo “la cadena verbal que da su fuerza emotiva a la secuencia”, al decir de Gamerro.
¿Minucias? Quizá, o quizá una sustancia íntima al libro de Joyce. La traducción de Salas Subirat, en última instancia, hizo historia, y es el referente primero del Ulises en castellano. Quizá entonces la de José María Valverde (1976), que ya pudo beneficiarse de un gran número de trabajos académicos, obra como una corrección, una enmienda, aunque no logra (sería difícil determinarlo, por otra parte) dar cuenta de todas las reiteraciones y recurrencias. A la vez, Valverde logra enfocar su reconstrucción o recreación con mayor puntería que su predecesor, es cierto, pero -con algunas notorias y más que destacables excepciones- tampoco aporta aciertos especialmente brillantes y construye algo así como una traducción escrupulosa, no tan idiosincrática o arriesgada o errónea como la de Salas Subirat. Es, entonces, una traducción considerablemente más gris y deslucida que lo que cabría pensar como el brillo innegable del texto inglés. En cualquier caso, sus méritos bastaron para que se convirtiera en algo así como la versión estándar para al menos tres generaciones de lectores, estudiosos y escritores.
La tercera traducción pertenece a los españoles Francisco García Tortosa y María Luisa Venegas Lagüéns. Tortosa -que además ha escrito sobre las traducciones que lo precedieron; puede buscarse en internet su minucioso ensayo Las traducciones de Joyce al español- encara su trabajo indudablemente desde un vastísimo corpus académico, y sin duda es más difícil encontrar en su trabajo esos errores que él mismo señala en las traducciones que precedieron a la suya; a la vez, por momentos su versión suena pasada de rosca, más joyceana que Joyce e incluso algo así como innecesariamente esotérica, virtuosa en el sentido en que hay quien dice que Yngwie Malsmsteem, con su torrente por defecto de semifusas, es un “virtuoso” de la guitarra.
Por supuesto que ninguna de estas tres más o menos injustamente reseñadas en dos o tres oraciones puede ser calificada ni por asomo de “definitiva” o “fallida”. Tampoco lo es la de Zabaloy, entonces, pero quizá sea posible pensarla como la mejor hasta la fecha. ¿Por qué? Porque de alguna manera toma “lo mejor de ambos mundos”. Están en su trabajo la frescura y la libre imaginación (y alegría) verbal de Salas Subirat pero también el rigor académico de Tortosa y su atención al detalle; están la voluntad de riesgo de este último pero también el espíritu más escrupuloso y atento con el lector que es dable encontrar en el trabajo de Valverde, y a esto se suman guiños y alusiones a la cultura rioplatense que logran volver a Ulises un libro que podemos llamar todavía más “nuestro”. Joyce, que llevó al máximo las posibilidades expresivas de las referencias y las alusiones, sin duda hubiese aprobado y festejado que Zabaloy apelara a nombres y frases que resuenan en el oído rioplatense, como por ejemplo “Leguisamo solo” (capítulo XV, página 539) y “poniendo estaba la gansa” (capítulo I, página 28).
Hay que leer Ulises, hay que volver a Ulises, un libro que se pegó al ADN de la literatura como un verdadero virus, mutándolo para siempre. La traducción de Marcelo Zabaloy, bellamente presentada por Cuenco de Plata, es, ahora, la mejor manera de entrar (y de volver, si es que se puede salir) a ese libro que contiene a Dublín y al universo, al 16 de junio de 1904 y a la historia.