Esta película me deja el tipo de sabor de una vieja y buena comedia ligera hollywoodense de los años 1930. Lo cual es raro, porque en la superficie no se parece en nada a aquellas películas. Uno nunca vería en una película estadounidense de los 30 tanta permisividad sexual (incluido un caso con toques leves de sadomasoquismo y otro momento de libido lesbiana). Tampoco el consumo -explícito y no condenado- de drogas (alcohol, marihuana, hongos, cocaína), que se muestran para provocar una risa cómplice en espectadores que se van a divertir reconociendo probablemente por experiencia propia los tipos de efectos que produce cada una en distintos personajes, todo eso retratado de manera un poco cómica pero nada sensacionalista ni caricaturesca. Se trata con una naturalidad entonces inconcebible el hecho de que la gente hace pichí y caca. Menos evidente pero igualmente importante, tampoco era común que se viera en aquella época a los jóvenes tratados efectivamente como sujetos, y no tan sólo como personajes secundarios bajo la tutela de algún hombre de treintaypico o más años -el único tipo al que le solía corresponder el atributo de la real virilidad-. Pues en Voley no hay ningún personaje que no sea joven.
En la comparación con aquellos tiempos, más allá del muy gozoso efecto nostálgico, del charme de aquella manera de ser pudorosa y formal que vemos como tan elegante, sólo cabe decir que en muchos sentidos evolucionamos y conquistamos una libertad de la que nadie en su sano juicio quiere abrir mano. Pero más allá de eso, me refería a que esta película tiene un sabor de aquéllas. Tiene que ver con la ligereza que es al mismo tiempo un poquito naïf, incluso en el hecho de que hay una cierta moraleja en la historia: Nico se quiere acostar con cuanta mina tiene en la vuelta, e incluso lo justifica teóricamente con una tesis biológica, pero al final termina sufriendo de enamoramiento por una en particular. No es una moraleja planteada de manera que llegue a “demostrar” que su actitud previa estuviera mal, pero sí un dejo de ironía, una observación de que pasan cosas que uno de pronto no esperaba y para las que no estaba preparado.
Esa actitud muy expresamente “menor” conduce a esa sensación que muchas veces tenemos viendo películas clásicas de los años 30: la perfección. Más allá de declaraciones entusiasmadas, la sensación de lo “perfecto” tiene que ver con cubrir holgadamente la medida de las propias pretensiones. Las pretensiones acá son muy modestas a todo nivel, y dentro de esas pretensiones hubo entonces mucho margen para manejarse en forma sobresaliente.
Para empezar, los requerimientos materiales de la producción son parcos: seis jóvenes se van de vacaciones a una isla en el Tigre. Exceptuada una primera escena en el muelle y en el barco, todo lo demás transcurre en la casita del islote y sus alrededores, y no hay ningún otro personaje, ni siquiera secundario. No hay ninguna situación que demande propiamente virtuosismo actoral, y los actores están sobradamente bien para lo que se les exige. Casi toda la película está hecha con planos extensos, pocos cortes, sin ninguna pretensión de imágenes llamativas. Esa sencillez es funcional al tono cómico, coloquial, pero en ella se puede observar una inteligencia notable en el cómo mostrar las acciones. Véase ya el primer plano de la película (que constituye toda la primera escena): Nico y Pilar llegan al muelle. La cámara los acompaña en travelling lateral, hasta que Nico se detiene porque no quiere que todos lo asocien con Pilar -prefiere presentarse sin una “pareja”-. La cámara se detiene con él, Pilar se escapa del campo y de pronto regresa para discutir, ya de frente para Nico, en un muy demodé diálogo (estilo 1930) con los dos interlocutores de costado con respecto a la cámara pero de frente el uno al otro. Luego, igualmente sencilla y bien hecha es la presentación de Cata en el barco. Véase también la forma muy sencilla en que el encuadre en que por primera vez vemos la derruida cancha de vóley se “tematiza” para regresar en la secuencia final crepuscular, ya entonces recargada de un sentido alegórico relacionado con la propia historia en que los vínculos entre los personajes se van cruzando, traspasando, rotando.
El guion es sencillo pero tremendamente bien atado: la pelota nunca cae al piso (buena metáfora para una película llamada Voley). Es también muy clásica la rápida y eficaz caracterización de los personajes, con unos pocos rasgos notables introducidos casi de inmediato, y ya entreverados con el avance de la anécdota. Prácticamente cada cosa que se dice o que ocurre termina teniendo una consecuencia importante, inesperada y efectiva.
La sencillez que describí es tan sólo un marco, que justamente dejó mucho margen para momentos más zarpados, formalmente llamativos, como el episodio en que Nacho, Cata y Pilar están bajo el efecto de los hongos: Nacho y Pilar ven a Cata “pasándola re bien”, pero la cámara se acerca a Cata y revela un estado que en verdad es de la más absoluta paranoia vinculada a un pájaro negro posado en el balcón; ambas imágenes (Cata y el pájaro) mostrados con zooms de película de terror clase B. Más adelante las puteadas de Manuela porque Nacho no preparó el asado -y en el estado en que está él no entiende nada de lo que ella le está diciendo- son mostradas en plano contraplano: Nacho en primerísimo primer plano (que nos induce a una identificación con él) de su expresión totalmente ida, Manuela en un plano medio subjetivo con la velocidad cambiante, que a veces se vuelve cámara lenta, pero de pronto se acelera y su discurso se trasmuta en un relato de fútbol, es decir, percibido como mera cháchara, mero gesto verborrágico.
Es especialmente brillante el trabajo de música y sonido de la película. Belén es, entre los personajes, la rubia descollante, y en cuanto la descubre Nico por primera vez ella se le (nos) aparece tratada con ese cliché barato de la “mujer nota 10”, en cámara lenta caminando hacia la cámara/ojo. La musicalización es muy efectiva pero parece ilógica, surreal: una especie de canto exótico con percusiones, quizá africano, sin dudas con connotaciones de “salvaje” y “primitivo”, que no es para nada la típica música de mujer fatal, y sin embargo, impacta. Un poquito después, los espectadores atentos podrán finalmente encontrar la racionalización para esa música en el diálogo de Nico sobre los hombres primitivos y las mujeres. Después de eso, esa música va a ganar el estatus de leitmotiv, apareciendo en otros momentos que parecen movilizar al Cavernico (como le dicen los amigos) y sus fantasías con distintas tipas. Pero ese leitmotiv no es esquemático, es un poco vago, y la música primitiva va a ser usada también, en forma espectacular, en el partido de vóley, que es, ése sí, un momento “formalista”, una coreografía magistral de gestos, ritmos, coordinación entre sonido e imagen, combinada con el desarrollo del partido y algunos intercambios de emociones (sobre todo, la bronca que Manuela siente por Nico).
La diarrea de Nacho es uno de los mejores momentos de escatología y humor sonoros que recuerde en una película. Y luego está la escena clímax, con la banda sonora dominada totalmente por el aria operística “Nessun dorma”: no suena nada más, y la acción, que vemos toda en cámara lenta, se sobreentiende por la mímica, ayudada por algún caso en que leemos fácilmente los labios. Aquí nos reímos de la situación, reímos del extrañamiento de la cámara lenta y el “cine mudo”, reímos de nuestra propia capacidad de comprensión sin palabras, reímos del aspecto paródico de la música melodramática aplicada a esa pequeña comedia prosaica de infidelidades cruzadas.
Salvo quizá para quienes disfrutan -como yo- de observar el “cómo se hace”, la película no brinda demasiado tema de conversación. Pero creo que es diversión asegurada durante una hora y media, accesible a cualquiera y, sin embargo, inteligente, controladamente creativa, sensible, irónica y al mismo tiempo tierna. De esas películas que, justamente por ser olvidables, guardan el grato potencial de repetir el placer cuando uno, de casualidad, vuelva a acordarse de ella.