Qué hacer hoy con la fotografía es una pregunta que quizá uno no se haga con demasiada frecuencia, pese a que vivimos envueltos en fotos -como nunca en la historia, creo, tanto es así que se podría decir que la mitad de la realidad está hecha de fotos y videos- y entre personas que las sacan constantemente y las vuelven públicas. Pero detrás de eso (que acá no se va a tocar, por supuesto) hay otro asunto en el que, tal vez no voluntariamente, la muestra Estudios fotográficos, imagen publicitaria en el siglo XIX nos sumerge, y que es un poco paradójico. La mayoría de las fotos producidas hoy permanece en un estado de virtualidad, vale decir, son datos informáticos leídos por diferentes aparatos, que viajan permanentemente y que, como si fuesen rehenes de la insustancialidad, nunca se “fijan” (término técnico, pero que funciona maravillosamente también como metáfora). Salvo en el caso de los periódicos y en el mundo del arte, en el ámbito privado ha ocurrido una especie de disyunción aparentemente irreversible entre foto y papel (en Estados Unidos, por ejemplo, en los últimos 15 años, desapareció 92% de los comercios que imprimían fotos). Así, si una de las grandes innovaciones brindadas por la fotografía al universo de la representación ha sido la famosa evaporación del aura de la pieza única, en nombre de una liberatoria (o aterradora, obvio, según la posición que se quería asumir ante el fenómeno), democrática y ultrarrápida reproducibilidad técnica de la imagen, y de la imagen de “todos”, ahora esa aura parece verterse, irónicamente, en la mismísima vieja forma de reproducción del medio, la impresión fotográfica sobre soporte material.

Ese fetichismo contemporáneo con la foto antigua impresa en papel -e incluso con nuestras viejas fotos- es bastante fácil de entender: frente a tanta desmaterialización actual, poderse aferrar a algo tangible que albergue la imagen/memoria se vuelve un lujo y se torna concreción de una época pasada, tal vez irrecuperable. La nostalgia, huelga decirlo, juega un rol clave y crece proporcionalmente con la distancia temporal entre nosotros y el objeto en cuestión, pero no hay que descartar, como propelente de esta fascinación, el tácito, pero fundado, escepticismo respecto de la duración de lo digital, dependiente de sistemas de almacenamiento y lectura que se vuelven obsoletos muy velozmente.

Las vitrinas de Estudios fotográficos... muestran fotos de antaño, además de algún artefacto y publicaciones, divididas por rubros juiciosos -fotógrafos montevideanos, del interior, del extranjero-, todas pertenecientes al período comprendido entre la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, vale decir, cuando la fotografía se populariza pero todavía está en manos de los profesionales. Las piezas se concentran en los retratos de “gente común” (aunque hay un puñado de especímenes de fotos militares, arquitectónicas, etcétera) y en sus dorsos, es decir, las cartulinas donde se pegan y donde se hallan los datos-reclames de los estudios fotográficos. Ahí desfilan decenas de imágenes cuyo prototipo, de alguna manera, tenemos recopilado en nuestro bagaje iconológico, porque, sí o sí, alguna vez miramos las fotos de los tatarabuelos. Sin embargo, así presentadas, revelan algo que la mirada distraída no siempre registra: cartulinas espesas y suntuosas, decoraciones alrededor de los retratos, reversos de éstas que, como decía, alardean logotipos, dibujos en su mayoría de cepa art nouveau y otras coordinadas publicitarias de los fotógrafos, o sea, de los autores. Como subraya la curadora de la sala Carlos Federico Sáez, María Yuguero, ahí se condensan modelos europeos de ornamento, agraciadas figuras femeninas, putti, pero también las mismas cámaras fotográficas, los pinceles, las flores, en fin, una amalgama de clásico y moderno dotada de eslóganes de varia naturaleza, desde los altisonantes, tipo el parabíblico “Ex tenebris ad lucem”, hasta los más directos y marquetineros, por ejemplo el socarrón “No confundir con la de al lado”.

Se entiende enseguida la importancia de la función cultural de esa mezcla de técnicas, que es reflejo de una fase de transición -literalmente: por un lado, el milagro mecánico de la foto; por el otro, el oficio del grabador- y también la adaptación vernácula de algo que en principio venía de afuera (pero que fue capturado inmediatamente: como nos informa Juan Antonio Varese en el pequeño catálogo, un daguerrotipo de la Iglesia Matriz fue producido apenas cinco meses después de que la invención de Daguerre hiciera su primera aparición pública en Francia).

El lado débil de la muestra refuerza una especie de genealogía de la reproducción y marca diferencias: en las paredes se colgaron (o mejor, pegaron precariamente) impresiones digitales recientes de varias piezas antiguas que, por alguna razón, quedaron fuera de Estudios fotográficos...: impresas en papel común y corriente y con definiciones e impresiones de calidad baja o apenas pasable, develan cristalinamente cómo el mundo de las reproducciones se puede jerarquizar con facilidad y, sobre todo, no está exento de contradicciones: encandila cómo y cuánto, dentro de lo reproducido, los ejemplares antiguos ya se sienten -y, luego, por ende, cotizan- como si fuesen originales de algo que se desarrolla industrialmente y que, en principio, no puede tener “original”: sólo cuenta, como patrimonio simbólico, con su longevidad y la calidad de los materiales empleados.

La selección -que se armó gracias a préstamos de cuatro coleccionistas: el mencionado Varese, Daniel Padula, Andrés Linardi y César Magliano- se podría leer como excesivamente rarificada, pero igualmente sirve para saborear en vivo piezas de una historia que podemos tratar de reconstruir en los libros de Varese dedicados al tema y, con un corte más académico, en el reciente volumen Fotografía en Uruguay. Historia y usos sociales, 1840-1930, publicado por el Centro de Fotografía en 2013. Pero a la postre, y es quizá su gran mérito, la muestra revela ruptura y continuidad entre la práctica de inmortalizarse fotográficamente en diferentes momentos históricos: mirando estas suntuosas cartulinas y las lindas fotos que custodian, se vuelve palpable la distancia sideral entre la praxis del fotorretrato privado antiguo y el contemporáneo, pero también deja entrever un delgado fil rouge.

Por un lado, la diferencia de actitud se lee en cada ejemplo. Antes: algo largamente deseado, un acto ceremonioso, un evento creado para que quedara la huella de alguien -también alguien no necesariamente importante- para las futuras generaciones de su propia familia (o para los parientes lejanos). En este momento: un acto común siempre al borde de lo trivial, sin pretensión de ser testigo de algo que no se consume en pocos minutos (porque dentro de pocos minutos ya se habrán sacado más y más fotos), destinado a todo el mundo y a borrarse o ser arrinconado en los recovecos de discos duros y “nubes” blandas. Hecho casi obvio, pero que quizá tendemos a olvidar.

Por el otro lado, Estudios fotográficos... enfoca un paso importante del proceso de masificación de la fotografía, una especie de estandarización de la iconografía privada (que, por supuesto, multiplicaba, en sus comienzos, tics pictóricos): cuánto, en ese entonces y pese a su desfase geográfico, es difícil distinguir si una dama o una familia o un bebé fueron retratados acá o en otro lugar del país, e incluso del mundo: las poses, los sets, son todos parecidos. Poder, quizá, de la (entonces incipiente) globalización, ahora supuestamente en su apogeo. A pesar de nuestras enormes posibilidades tecnológicas, ¿cómo discernir hoy, sin más datos que la foto misma, si una selfie fue sacada en Montevideo, en Mumbai o en Tirana? Esa tendencia a la repetición y homologación, conexa al uso doméstico de la fotografía, parecería permanecer intacta.