Capturamos momentos en la vida de un grupo de personajes, la mayoría de los cuales (de clase alta) habitan un country (barrio privado) en las afueras de Buenos Aires. Otros (de clase baja) trabajan allí. El miedo, referido en el título, está casi omnipresente, junto a la potencialidad de violencia: hay un agujero en la reja que separa el country del exterior -lo que indica que alguien puede haber entrado-, del lado de afuera pero cerquita de la reja vienen apareciendo unos objetos quemados. Hay miedo de que los perros sin dueño puedan atacar, de que un demente pueda agredir, de que los niños más grandes abusen de los más chicos, de que los niños desobedezcan, de que los padres repriman a los niños, de ser alcanzados por una bala perdida en un tiroteo entre bandidos y policías. En la televisión vemos la noticia de que una explosión casi devastó una villa: se difunde que fue un meteorito, pero se sospecha que haya sido un atentado destinado a apartar a los pobladores de una zona con alto potencial inmobiliario. Pola tiene un rostro extraño, carilargo, con la nariz torcida, un mentón protuberante que hace pensar en un torturador nazi y un arcada superciliar que le da un toque de neanderthal, nunca entendemos bien qué está pensando, y además es pobre: asusta.

Pero Camilo es rico, su cara es menos rara pero igual tiene un toquecito de nerd pervertido, y también asusta. Durante una lluvia en la que no se ve nada, el auto del agente de seguridad es bombardeado con pelotas de barro: es una de las escenas quizá más escalofriantes y sugerentes, porque hasta quienes están ahí para reducir nuestro miedo sienten mucho miedo, y porque lo que amenaza es difuso, invisible y mugriento.

La mayoría de esas escenas no tendrá explicación y, si tuvo consecuencias, no nos enteraremos de ella. Todo es fragmentario en esta narrativa, apenas captamos esos retazos de acciones y padecemos la inquietud. El principio clásico de motivación es constantemente violado: el desenlace de algunas acciones, el para qué se está mostrando determinada escena, todo eso muchas veces quedará colgado. Camilo propone a los comensales jugar un juego, que tiene la peculiaridad de que sólo mientras se juega entendemos cómo se hace para ganar: se nos atiza la curiosidad, pero de pronto se da un apagón, el juego se interrumpe y nunca nos enteramos exactamente de cómo era. Nunca nadie está en estado de relax, y nosotros tampoco, pero no sólo debido a lo que ocurre con los personajes, sino por la propia actitud de la narrativa, que en cualquier momento nos puede abandonar con preguntas sin responder, con causas sin consecuencias o con consecuencias sin causas. Recién los últimos 25 minutos de la película constituirán un trozo extenso de acción continua, sin que ello modifique sustancialmente nuestro estado de suspensión, de conocimiento insuficiente.

La película fue, en forma pertinente, comparada con la brasileña El sonido alrededor, igualmente sumida en ese estado de paranoia, y que también lidiaba con contrastes sociales y con la relación entre un adentro supuestamente seguro pero constantemente amenazado o invadido por el afuera. En todo caso, Historia del miedo es más radical en su manera de narrar, mucho más incierta, interrogativa, fracturada. No tiene un virtuosismo similar de realización ni la misma complejidad conceptual, pero genera en forma muy eficaz y memorable un clima de intriga, pesadilla, angustia no del todo explicada, todo basado en insinuaciones, tejiendo un comentario vago pero decididamente amargo sobre la sociedad porteña actual, extrapolable a otras metrópolis latinoamericanas o mundiales, o a la existencia misma.