Quienes llegamos a agarrar el período de bipolaridad mundial estadounidense-soviética y nos identificamos con la izquierda nos acostumbramos a mirar con desconfianza, aun sin ser comunistas o aun siendo anticomunistas, los mensajes destinados sobre todo a dar una imagen negativa de la URSS. Por lo menos esos mensajes debían venir acompañados de datos relativizadores que mostraran también las maldades del capitalismo. O aunque sea debían venir desde una perspectiva explícitamente “autocrítica”, es decir, que pretendiera señalar y corregir desviaciones desgraciadas de un proyecto que se consideraba fundamentalmente bueno. Todo ello entrañó una timidez crítica que, por supuesto, fue funcional para encubrir o para minimizar la conciencia de lo mucho que tuvo de opresivo, injusto, cruel y criminal el régimen soviético. Hoy ya está más difundido el hábito de reprochar libremente las atrocidades y falencias de aquel régimen, y la posibilidad de hacerlo sin que uno sea automáticamente tildado de facho.
Capaz que igual sigo preservando aquellos reflejos de la Guerra Fría, porque sentí muy baja tolerancia ante esta película empecinada en pintar a la URSS más espantosa que se haya visto en una pantalla. La historia transcurre en Moscú y en algunas provincias no muy lejanas de allí, en 1953. Pero sólo para poder incluir todo lo malo, inventaron una introducción (la infancia de Leo, el personaje principal) durante el Holomodor (hambruna que padeció el pueblo ucraniano en 1932-1933, que puede haber sido -la película lo asume así- un genocidio planificado por Stalin). Luego el personaje crece y ese prólogo no cumplió ninguna función en particular más que la de contribuir a teñir, con su peso acusatorio, a la sociedad que va a retratar. No hacía falta, porque la imagen es horrenda: ejecuciones a sangre fría de prisioneros por agentes del Ministerio de Seguridad, mezquindades disfrazadas de propósitos ideológicos, tortura en la cárcel, un opresivo clima de persecución y desconfianza en toda la población. El clima de terror que se muestra en 1953 se parece más bien al ambiente del terror de los años 30. El hombre más cobarde es el que termina teniendo más poder, que va a ejercer en forma vengativa y cruel. Pero además hay una extensa escena destinada a mostrar la discriminación a los homosexuales en Rusia.
Con excepción de una escena, todavía en los créditos de presentación, en que la bandera soviética flamea bien roja en el cielo, todos los colores están amortiguados con un filtro azulado. Aun en las pocas ocasiones en que el cielo no está gris y brilla el sol, es un sol mortecino. Tan sólo algunos interiores nocturnos tienen un poquito de calidez, y recién en ellos vemos brillar un poco las pieles de las personas (pero sólo en fragmentos de la pantalla, porque se trata de claroscuros). Las ciudades son grises y llenas de chimeneas humeantes, las personas caminan para el trabajo a un paso moderado y homogéneo y con las cabezas gachas, como en Metrópolis (Fritz Lang, 1927). Las paredes de las casas son grises -cuando no están todas sucias-, los muebles viejos, el baño de la escuela es un asco. Los muchos trenes que vemos funcionan como metáforas de un monstruo terrible y destructor, gigante negro metálico que todo destruye a su paso y produce unos gruñidos también metálicos. Nadie canta canciones proletarias, nadie se ríe, nadie va al cine, nadie toca la balalaika, nadie bebe vodka: melancolía y pesar cien por ciento del tiempo, como en una película de Andrei Tarkovsky pero sin los parlamentos filosóficos y sin la poesía.
Aquí se vuelve literal aquello de que los comunistas comían niños: hay un asesino serial que mata niños y les quita órganos, al parecer para comerlos, y deja los cadáveres tirados por ahí, cerca de las vías del tren. Así como en M, de Fritz Lang (1931), donde el asesino de niños era visto como una alegoría o premonición del nazismo emergente, en este caso funciona retrospectivamente como alegoría del estalinismo. Tal como en aquella película, el personaje al inicio es acusmático (no le vemos el rostro, sólo partes del cuerpo, y le oímos la voz siniestra cuando les ofrece un caramelito a sus futuras víctimas). Luego, en la mitad de la película, se nos revela su cara de nerd. Y hacia el final, como en M, hace un discurso sobre la inevitabilidad de ser lo que es (sólo que aquí esa inevitabilidad es mucho menos esencial y mucho más consecuencia de haberse formado en la URSS -los realizadores no se deben percatar de que eso de “la maldad es el fruto del contexto” es una perspectiva más marxista).
Leo, que trabaja para el Ministerio de Seguridad, empieza a investigar los crímenes. Encuentra una misteriosa oposición a la investigación de parte del régimen, con un alevoso afán de encubrimiento que lleva incluso a asesinatos. Por cada una de las casi 50 víctimas arrestaron a un inocente como chivo expiatorio. Somos llevados a pensar, por lo tanto, en implicancias tremendas: ¿el asesino será el propio Stalin?
La explicación final es un mamarracho (no creo que nadie se vaya a enojar de que lo cuente, porque es una decepción, no una sorpresa): el encubrimiento se debía tan sólo a que el gobierno pretendía dar la idea de que “en el paraíso no se mata a nadie”, y revelar que la sociedad soviética engendró a un perverso asesino serial iría en contra de la propaganda comunista. Es decir, ¡dejar morir a un montón de niños parece ser la mejor manera de encubrir, que poner todo el esfuerzo en encontrar al asesino lo antes posible para que cese la matanza! (Y entonces, ¿para qué apresar a los sospechosos inocentes, que en todo caso deberían dar la impresión de que hubo 50 asesinos en vez de uno? Eso queda sin explicación.)
Así de berreta es la cosa, y no la salva ni el carisma de Tom Hardy. Gary Oldman también está bien, pero su personaje es tan incongruente que es como si fueran dos (al inicio es muy malo e histérico, y luego es muy bueno, tranquilo y apesadumbrado). Pero no, no es una producción clase Z, sino una con un barniz “artístico”, confiada a un prestigioso joven director sueco, producida por Ridley Scott, con encuadres elegantes y ese tono común a casi todo cine hollywoodense reciente, en que todos los diálogos y muchas escenas tienen un barniz de declaración de principios éticos. Hay algunas escenas de pelea en que pasan cosas truculentas, pero la violencia visual está autocensurada y se busca reemplazarla por un montaje confuso y elíptico.
Aunque no se dice palabra al respecto, finalmente brilla el sol y todo se distiende. El año en que transcurre (1953) es el de la muerte de Stalin. Pero Stalin murió a inicios de marzo; habría que asumir que todo lo ocurrido en la historia se dio en los primeros 60 días del año, y es muy poco. El epílogo deja abierta la posibilidad de una serie, con Leo y Nesterov como el nuevo par de investigadores criminales soviéticos, prontos para resolver nuevos casos en el esperado próximo episodio. El fracaso rotundo en las boleterías torna muy improbable esa perspectiva.