Allá, allá lejos;

Donde habite el olvido

Luis Cernuda

(Re)conocer

Tan preocupado por las raíces indígenas de México y la tradición hispánica como por la cultura clásica, la obra de Goethe o el cine desde sus primeras manifestaciones, Alfonso Reyes (1889-1959) era embajador de su país en Buenos Aires cuando, a mediados de 1929, se lo reclamó desde Montevideo. Acababa de cumplir 40 años y las fotos sobrevivientes lo muestran con un aire mayor, de riguroso traje oscuro, avanzada calva, bigotito recortado con esmero, rostro (y seguro que cuerpo) regordete. Junto a Zorrilla de San Martín se sentó a la mesa que presidía el homenaje a Juana de Ibarbourou, en inolvidable ceremonia cursi que “desposó” a la poeta con América. Ida Vitale tenía cinco años. En una de ésas, de la mano de sus mayores, formó parte de la multitud que asistió a la explanada del Palacio Legislativo a celebrar a quien había sabido construir un “lector solidario, compasivo […] hacia el cual el poema se extiende como un círculo creciente”, como dijo en un famoso artículo de 1968 publicado por Capítulo Oriental. Imagino que pudo estar aunque no hubiera estado, tanto da. Como sea, nada podía saber de don Alfonso Reyes y ni el más imaginativo hubiera apostado a que una niña montevideana recibiría, la abultada cifra de 80 años después, el premio que iba a crearse en memoria del humanista más proteico que ha dado América Latina.

La obra de Ida Vitale está lejos de la superabundancia, y su difusión última en Uruguay ha sido tan deficitaria que apenas si se han visto ejemplares del excepcional libro de poemas Procura de lo imposible (México, Fondo de Cultura Económica [FCE], 1998). Aunque un volumen de prosa poética titulado Donde vuela el camaleón tiene una primera tirada local (Vintén Ed., 1996), y pese a algunas notas de crítica en la prensa que han insistido en el caso, se porfía en catalogarla como exclusiva orfebre del verso cuando hay más prosas, como las de Léxico de afinidades (México, Ed. Vuelta, 1994, reeditadas por el FCE) o De plantas y animales (México, Paidós, 2003) o El ABC de Byoubu (México, Ditoria, 2004) y hasta un cuento para niños (Un invierno equivocado, México, 1999). Cierto que en todas el hilo de lo poético se deja entrever tensando sutilmente el tejido de palabras, observando las cosas con otro ángulo y en conexión con su experiencia del instante o, mejor, en un momento dado. Lo ejemplifica “Mariposas”, que comienza de esta manera difícil de olvidar: “De niña, fui consciente por primera vez de su belleza ante un ejemplar amazónico que me regalaron protegido bajo vidrio. Su prodigioso color mezclaba distintos tonos de turquesa y de azul en la textura de la más delicada de las sedas chinas. Parecía escapado de los cuentos de hadas que me nutrían”.

De Borges a Vitale

Un amplio conjunto de instituciones públicas y universitarias de Monterrey, ciudad natal de Alfonso Reyes, instaló en 1973 este premio para celebrar a escritores de cualquier parte que hayan contribuido al estudio de la lengua y la literatura hispánicas o de asunto americano. La distinción se inauguró con Borges, al que subsiguieron Marcel Bataillon, Alejo Carpentier, André Malraux, Jorge Guillén y, más tarde, Carlos Fuentes, Octavio Paz, Ramón Xirau, Juan José Arreola, Margit Frenk, Mario Vargas Llosa, Arturo Uslar Pietri, entre otros, y el año pasado el narrador mexicano Fernando del Paso. Ida Vitale es una de las pocas mujeres que lo han recibido; la única persona natural de Uruguay.

Ida Vitale se acostumbró a recibir premios, sobre todo en México, país que la acogió junto a su esposo, el gran poeta Enrique Fierro, cuando en 1974 tuvieron que salir de apuro de estas orillas, adonde volvieron en 1985 y de donde se volvieron a ir, esta vez para Austin (Texas) en 1990. En 2010, en una rara ceremonia de doble homenaje (al físico Dr. Rodolfo Gambini y a Ida Vitale) y ante un público más bien magro, la Universidad de la República le otorgó el título de Doctora Honoris Causa. Aceptó el reconocimiento con fineza y su acostumbrado humor, como puede verse en su discurso publicado en el enlace de la Sección de Archivo y Documentación del Instituto de Letras (Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Udelar). Hasta donde sé, por lo menos en el último medio siglo no ha recibido otro reconocimiento, por estos lares, en específica atención a su obra.

Otros libros, éstos sí de versos -calculados, medidos, eufónicos siempre- como Jardines imaginarios (México, 1996) o Trema (Valencia, Pre-textos, 2005) o Mella y criba (Valencia, Pre-textos, 2010), han sido aún menos visibles hasta para la escuálida secta lectora del género. Poesía no es, aquí, profesión, y cada vez en mayores ocasiones ni siquiera presencia. No suele repararse en el extraordinario caso de quien, con una calidad sorprendente y una continua capacidad de transformación, desde los 70 y tantos años de edad ha publicado en las mejores editoriales de lengua española, más que hasta ese límite desde sus lejanos orígenes en la década del 40. Con ácida penetración verbal, en sus conversaciones -algunas que se han vuelto entrevistas- Ida Vitale hace de cuenta que no le duele el Uruguay, para decirlo con la gastada frase de Unamuno aplicada a su país. No es cierto. La delata el poema que cierra Trema: “Agradezco a mi patria sus errores / los cometidos, los que se ven venir, / ciegos, activos a su blanco de luto. / Agradezco el vendaval contrario, / el semiolvido, la espinosa frontera de argucias, / la falaz negación de gesto oculto. / Sí, gracias, muchas gracias / por haberme llevado a caminar / para que la cicuta haga su efecto / y ya no duela cuando muerde / el metafísico animal de la ausencia”.

Una de las cosas esenciales

Cuando la poesía gozaba por estas tierras de una atención mucho mayor, quizá no tanta como la que se puede imaginar, el semanario Marcha publicó una encuesta preparada por Ángel Rama que respondieron una decena de creadores uruguayos. “¿Adónde va la poesía?”, se titulaba algo dramáticamente esa encuesta que salió en el suplemento de fin de año de 1961 (Nº 1.090). Una de las preguntas, muy marcada por los vientos de emancipación americana que soplaban fuerte en la época, interrogaba sobre si “la poesía debe integrarse responsablemente en el complejo social en el que está inserto el poeta, como aportación transformadora de esta sociedad? ¿Tal cometido impone normas nuevas a la tarea creadora?”. Ida Vitale, quien tenía en su haber sólo tres escuetos libros del género, respondió que “la poesía puede integrarse o no en el 'complejo social' sin 'debe', porque la poesía no es un 'deber ser', es decir un capítulo de la moral, sino un modo de conocimiento expresado en una función estética. […] yo no le pido al músico que convenza a nadie de la necesidad de la reforma agraria o de la instrucción primaria obligatoria. Tampoco se lo pido a la poesía. El mundo cambia; las cosas esenciales cambian por suerte un poco menos […] ¿Estaremos de acuerdo con que la poesía es una de esas cosas esenciales?”.

Esa obligatoriedad de pronunciarse en el discurso artístico sobre el mundo, que parece lejano como petición actual, era difícil deslindarla aun para quien -como ella, entonces- participaba de esas mismas ideas políticas que pugnaban por la transformación del mundo. Mantener la defensa de la autonomía estética de cualquier imposición cívica o de naturaleza semejante era una convicción, un acto de libertad. La idea vuelve en varias ocasiones, como en una reseña de 1963, también de Marcha, de la antología de poemas de Alfonsina Storni publicada por Losada en Buenos Aires: “Escribía con espontaneidad una poesía subjetiva, sin más restricciones que las hechas por motivos exclusivamente estéticos”. Porque antes que nada la poesía es palabra que hace al mundo o lo desmiembra: “Expectantes palabras, / fabulosas en sí, / promesas de sentidos posibles, / airosas, / aéreas, / airadas, / ariadnas. / Un breve error / las vuelve ornamentales. / Su indescriptible exactitud / nos borra.” (“La palabra”, de Oidor andante, Montevideo, Arca, 1972). Lo que equivale a decir, con Reyes, que “el poeta no debe confiarse demasiado en la poesía como estado del alma, y en cambio debe insistir mucho en la poesía como efecto de palabras” (“Jacob o idea de la poesía”, 1933).

En noviembre de 1993, en un artículo sobre su siempre admirado Gonzalo Rojas, aparecido en La Gaceta del Fondo de Cultura Económica (México, Nº 275), concluirá que no hay “nada más difícil en la vida que lograr que la madurez no traicione las premisas sobre las que la juventud asienta sus voluntades”. En su discurso del Paraninfo de la Universidad, en 2010, avisó que “la poesía es distinta en todas sus partes y básica para el espíritu, como la música”. Por eso nunca ocultó su admiración por Juan Ramón Jiménez -a quien conoció en 1949 y la estimuló en sus primeros tiempos-, por Julio Herrera y Reissig, por Octavio Paz, por Cernuda, por el menos consabido Enrique Casaravilla Lemos. De la poesía de este siempre postergado creador compatriota dijo, en 1983, que “no es un juego del intelecto o de la sensibilidad sino una aventura absoluta que los compromete abrumadoramente”. Y que con esa elección su obra se pierde para el “común de los lectores, que busca en la poesía la anécdota, el dato biográfico”, ya que la suya “no es el resultado de una biografía sino de una técnica, espontánea y acertante o sabiamente consciente”. Notas, reseñas, ensayos de breve y mediana extensión publicados por Ida Vitale en Montevideo, en Buenos Aires, en México o en Milán (como el anterior), permanecen inéditos. Se trata de una buena noticia para cuando suene la hora del homenaje que más perdura, el de la obra que junta, queda. Ese día, allá lejos (¿o aquí cerca?), llegará.

Música precisa

Una noche invernal de 2010 el Centro Cultural de España invitó a Ida Vitale a leer sus poemas. Supongo que dudó, que se retrajo; sabemos que al fin aceptó. El público no era muy abundante, pero oía con unción. Cuando concluyó, alguien, emocionado, dijo que estaba pensando y le había comentado a quien tenía a su lado que, ojalá, esa lectura hubiera continuado sin cesar. Con una sonrisa sarcástica, con voz clara y cómplice la poeta dijo que eso estaba muy mal, que todas las cosas tenían que terminar, que siempre había que tener cuidado con lo que se perpetúa. Un lustro después de esta sentencia antipáticamente dulce persiste la inteligencia a un tiempo fría y apasionada de esta mujer que cruzó los 90 años de edad; sigue su escritura; siguen sus viajes de un lado para el otro participando en recitales o en jurados. De toda esta experiencia, de esas lecturas, por esos ojos y oídos abiertos a las cosas y al arte, se alimentan las mejores y exactas palabras, servidas con musicalidad y hondura. Como en “Círculo muy vicioso”, de Mella y criba, reflexión sobre la memoria y el olvido que nos habita, aunque se haya olvidado casi por completo. Con este poema basta: “A mí misma me ofrezco / aprender día a día en el mundo, / luego al mundo le ofrezco / día a día olvidarlo, / para ya no ser menos. / Porque el riesgo / de ser menos se corre / si no se olvida mucho / de lo algo aprendido / y además entendido / y tenazmente atroz. / Tras lo vertiginoso, / recordar el olvido / abre la calma. / Y basta”.