“Claro que, además de desvergonzado, quien escribe un epitafio es un imbécil o un falso, porque nadie puede, hasta el momento de su propia muerte, conocer sus sentimientos -sus cambiantes y enriquecidos sentimientos- hacia los muertos queridos”, escribía Carlos Maggi el 23 de mayo de 1952. Casi 63 años después, Maggi aún mantenía aquel gesto decidido y sereno, que desafiaba y exhibía la lucidez con la que era capaz de enfrentar el juego. El viernes a las 8.00, listo para asistir a la tertulia de En perspectiva, un infarto sorprendió a un intelectual que desplegó lúcidas e incansables críticas desde los años 50. Así, pareciera que Maggi conoció aquellos “enriquecidos” y “cambiantes” sentimientos, que a los 92 años aún lo aferraban a la vida, a discursos ocurrentes y divertidos, a un estilo único que alternaba, por un lado, rigurosos pensamientos y, por otro, una impetuosa pasión por difundir la cultura y la historia uruguaya, a las que cuestionaba de manera incansable, incluso cuando defendiera muchas de las opciones neoliberales, para “sorpresa de sus viejos amigos”, como escribía Pablo Rocca en una entrevista.

Fue ensayista, filósofo y político, narrador, dramaturgo, humorista, abogado y periodista. También ocasional guionista de cine (dirigió el cortometraje La raya amarilla, gran premio del Festival Internacional de Bruselas en 1964) y poeta. En la entrevista realizada por Pablo Rocca -para su libro El 45. Entrevistas/testimonios, 2004-, Maggi recuerda que consiguió su primer trabajo en la noche del velorio de su padre, en el que debía escribir versos para el programa de radio La cachada deportiva. Cada fin de semana asumía el nuevo desafío de escribir una docena de canciones humorísticas sobre el partido de fútbol de ese día, con un escaso margen de tres horas. Pero mientras se iniciaba en los sobresaltos deportivos, también había comenzado a colaborar con Marcha, Peloduro y Acción, asentando sus primeras herramientas como periodista, humorista y “pichón de político”.

Por esos años, el país protagonizaba un significativo auge económico que acrecentó la política del Estado paternalista y benefactor, que respondía al viejo modelo batllista. Su incorporación a las filas políticas se dio cuando Luis Batlle compró el diario -La Razón -luego llamado Acción-, en el que desempeñó todo tipo de tareas. Integrante de la “generación crítica”, según la llamó Ángel Rama, o Generación del 45, según lo hizo Emir Rodríguez Monegal, Maggi continuaba aquello que Juan Carlos Onetti anunciaba todas las semanas en Marcha, donde sostenía que la literatura uruguaya no existía, salvo algunas pocas excepciones.

En 1942 funda junto con Manuel Flores Mora la revista Apex, en la que colaboraban Joaquín Torres García, Juan José Morosoli, Jules Supervielle y Onetti (la revista publicó por primera vez su cuento “Mascarada”). Marcha encabezó la usina de renovación de valores, de modo que la rivalidad tanto personal como estética se redoblaba en los debates literarios. En el manifiesto de Apex se reitera el planteo estético de Onetti, acrecentando la brecha en las tribunas literarias: “Nosotros, seguros de que no existe un arte uruguayo, que lo que se hace generalmente es de inspiración o pertenece a escuelas o a autores ajenos a nuestro medio [...], queremos que en nuestra publicación estén reflejados los intentos que pretendan expresarse con voz propia. No pretendemos con esto encerrarnos en un nacionalismo artístico que sería suicida [...]. Pero esto, señores, no quiere ser un cambalache. Cosas de segunda mano, no”.

En esa época, y sobre todo cuando su amigo Maneco Flores Mora trabajaba con Onetti en Reuters, Maggi inició una temprana amistad con el autor de El astillero (“yo conocía muchísima gente, pero ninguno me interesaba como Onetti”) y, más adelante, con Felisberto Hernández, convirtiéndose en un cercano testigo de los trayectos intelectuales de ambos.

La noche de los ángeles inciertos

En 1966, el crítico Emir Rodríguez Monegal lo destacó como uno de los primeros en iniciar muchas cosas, en una enumeración que incluía el haber descubierto a Onetti y a Paco Espínola: “Fue el primero en intentarlo todo de su generación, desde el ensayo histórico de tipo revisionista hasta el humorismo tópico que tanto éxito tendría en localizar un nuevo público”, además de haber sido el primer best seller con su libro Polvo enamorado (1951), “que apareció en una época en que no había editoriales prácticamente y nadie vendía un ejemplar de autor nacional”.

Entre sus contemporáneos, él mismo se situó en el grupo de los “entrañavivistas”, término empleado por él para englobar a los autores que originaban sus obras a partir de una “vivencia entrañable” del hecho cultural y artístico, que se oponía a la comunidad de los “lúcidos”, quienes defendían una crítica objetiva y “fría”.

Ya desde temprano, el Pibe, como lo llamaban desde muy joven, incorporó el absurdo desafiando los límites del realismo. Sus primeras obras estrenadas fueron La trastienda (1958), La biblioteca (1959) y La noche de los ángeles inciertos (1960) -destacadas con el premio Florencio al mejor texto-. Más adelante escribió la emblemática El patio de la Torcaza (1967), una caricatura costumbrista situada en el patio de un conventillo casi en ruinas, flanqueado por dos rascacielos. La obra, que parodia el sainete El conventillo de la Paloma (1929), se centra en la historia de la Torcaza, una linda muchacha que vive en un conventillo y de la que están todos perdidamente enamorados, tanto los demás inquilinos como el mismo encargado. Cada uno de los personajes lleva nombre de pájaro (además están Carrizo, Zorzal, Gavilán, Churrinche), pero, paradójicamente, todos asedian a las aves enjauladas para que canten de una buena vez, cuando en verdad ellos también padecen la vida dentro de un patio enjaulado, replicando el modelo de clausura. Si bien hay una decidida descripción social, la pieza desarrolla un énfasis metafísico centrado en la situación y la disposición de los personajes. Al igual que el sainete, El patio de la Torcaza presenta una estampa animada y directa de un sector social popular, exagerando sus características y acentuando sus efectos cómicos: lejana de toda pretensión intelectual, construye una sátira absurda a partir de esta comedia costumbrista.

La obra teatral de Maggi cruza desde el absurdo al drama realista o el artificio naturalista. Pero en cuanto al naturalismo, él jugó un papel importante de renovación, centrado en una nueva impronta del lenguaje teatral. Sus primeras obras -como La biblioteca o La trastienda (estrenada en 1958 por la Comedia Nacional, en la que trabajaron actores como Alberto Candeau, Maruja Santullo y Jaime Yavitz)- transitan del acento en el sainete -o antisainete, como sea- a lo grotesco, mientras que las siguientes -como El apuntador (1959)- ingresan a los parámetros creativos de la vanguardia estética.

En este sentido, Ángel Rama decía en 1963 que Maggi era “el eje sobre el que gira nuestra dramaturgia, uno de esos pivots cuyo funcionamiento testimonia una crisis interna o un replanteamiento de las tradicionales bases creativas del arte dramático, y por último, un intento de salida y renovación”. Mario Benedetti iba más allá, sentenciando que simplemente era “el autor número uno del teatro uruguayo”.

Desde una parodia a la leche (“por ser infantil, su alma inmaculada es víctima de horrendas tentaciones”) a una sátira sobre el clima de Montevideo (“tenemos un clima surrealista, hecho por los hermanos Marx”), Maggi fue un precursor dentro de esa generación que cimentó un nuevo paradigma en el mapa de la cultura uruguaya. Sus trabajos se centraron en personajes convencionales que reproducían diversos estereotipos (bibliotecarios y funcionarios públicos, arqueros excepcionales), fáciles de identificar por el gran público.

Una de sus monumentales apuestas fue Frutos (1985, también ganadora del Florencio a mejor texto), una desmitificación de la figura de Fructuoso Rivera, que alterna el binomio de primer presidente del país y un serio caos personal, centrando al personaje en una verticalidad de contradicciones.

Roger Mirza -en El mejor teatro de Carlos Maggi- recuerda que historiadores extranjeros como Frank Dauster lo ubicaron entre lo mejor del teatro hispanoamericano. En la misma línea, evoca al argentino Osvaldo Pellettieri, quien considera a El patio de la Torcaza una pieza fundamental “‘para la evolución posterior del microsistrema’ refiriéndose a su productividad en la dramaturgia rioplatense, como texto que transgrede al ‘realismo crítico’ y parodia al sainete criollo, para convertirse en un modelo de una ‘segunda fase’ del realismo crítico en el Río de la Plata”.

Mirza subraya que entre sus principales características, junto con una creatividad que desconcertó a los críticos contemporáneos, se encuentra “la provocativa combinación de humor y gravedad, brochazos gruesos y trazos finos, tango y metafísica, vanguardia y tradición, legado ajeno e invención propia, que está presente en la mayor parte de sus creaciones, y no sólo en las piezas de teatro”, como señaló Mario Benedetti.

Sabiendo que hay que vivir

En este intento del recuerdo, Pablo Rocca dijo a la diaria que en un mundo como el actual, en el que internet ha pasado a ser la memoria global, en la que todo es y deja de ser, “sólo los últimos registros parecen cobrar sentido. Eso durante unas horas, hasta que lo olvidamos. La muerte de Carlos Maggi, el más precoz de la llevada y traída Generación del 45, uno de sus más empeñosos provocadores, lo encuentra asociado ahora a una ópera de dudoso gusto y eficacia estrenada en el Solís [se refiere a Il Duce, que cerró la temporada de ópera 2013 del teatro Solís], a una tertulia semanal en el programa de Emiliano Cotelo, en el que -durante años y hasta el final- muchos que no habían leído una sola de sus miles de líneas pudieron apreciar su lucidez y combatividad. Otros sabrán de él por la página que mantuvo en el diario El País, los domingos, en la que desde la década del 90 no cejó en la defensa de opciones políticas conservadoras que proponía como avanzadas. Es que Maggi fue discípulo de José Bergamín y con él aprendió el arte de la paradoja”.

El docente, crítico e investigador agregó que Maggi siempre fue un ansioso por actuar sobre el presente y tratar de modificarlo desde que en 1942 “(¡hace 73 años!) fundó con Manuel Flores Mora la revistita Apex, en la que colaboraron ellos, claro, pero también Juan Carlos Onetti, cuando no significaba casi nada para casi nadie, y Joaquín Torres García, cuando era un dios para un grupito y un profeta absurdo para la mayoría. Fue, luego, cronista y humorista en Marcha y muchas revistas sin cesar, militante activo del grupo liderado por Luis Batlle Berres, uno de los dramaturgos fundamentales desde fines de los 50, a ratos historiador, explorador del relato cinematográfico, empresario cultural al que se le debe (con otros nada cercanos a sus opciones estéticas) Capítulo Oriental. La Historia de la Literatura Uruguaya (1968-1969) y, en lo peor de la dictadura, la colección “Libros para oír”, de Radio Sarandí, creada junto a Rubén Castillo”. Reclama que pocos recuerdan, ahora, que compartió su vida con la gran narradora de obra “bastante corta” María Inés Silva Vila (1926-1991), “a la que más bien opacó, porque Maggi era un hombre locuaz, peleador con bonhomía y excelentes modales, un ególatra bondadoso que no soportaba estar fuera de escena. Fue, antes que nada, un publicista, como se decía en el siglo XIX, alguien que supo incomodar (una vez y otra también) a quienes sabemos que hay que vivir, hoy y para adelante, sin quemar lo que está atrás”.

Para siempre y un día

Otro de los perfiles de Maggi tiene que ver con su incursión constante en temas históricos, a partir de trabajos como Invención de Montevideo (1968), Artigas y su hijo el caciquillo (1967) y Artigas y el lejano norte (1993), en los que contribuyó a la comprensión de la figura del prócer, exhibiendo, además, su vínculo con los charrúas y los minuanes. Artigas y el Caciquillo son las figuras centrales del segundo libro, mientras que en Artigas y el lejano norte el autor se remonta a la etapa fundacional de Montevideo. Pero también escribió, en 1963, El Uruguay y su gente, que contó con muchas reediciones -y fue destruido en 1974 bajo la dictadura militar-. Se trata de un ensayo con una prosa maravillosa, en el que situaba a la cultura en el centro para debatir sobre nuestros valores y conductas. 1611-2011, Mutaciones y aggiornamientos en la economía y cultura del Uruguay (2011) fue uno de sus últimos libros, escrito luego de que dedicara buena parte de sus últimos años a la docencia de esta disciplina, la historia económica.

En 1945, junto con la poetisa Ida Vitale -que cuenta con una rigurosa obra poética-, Ángel Rama y su mujer, María Inés Silva Vila, alquilaron una casa sobre la calle Martí. Esa convivencia gestó la editorial Fábula, en la que editaron varios libros, entre los que se encuentra Polvo enamorado.

Un adiós por Ida

Este fin de semana, su amiga Ida Vitale dijo a la diaria, desde Texas (Estados Unidos), que Maggi fue valioso de muchos modos en la sociedad, y ésta “lo ha reconocido”. “Pero no dejo de pensar en lo mucho que queda más allá de las definiciones: en lo irrepetible de ese ser que fue, entre otras cosas, padre y amigo fiel y maravilloso. Venía de una madre amabilísima, a la que llegué a conocer, de un padre y un hogar afables. El retrato que le hizo Cabrerita, del todo fidedigno, como no lo es el resto de su obra, fue pintado allí y testimonia ese ambiente y ese estar en su centro, que lo caracterizó. Lo conocí junto a Manuel Flores Mora y a sus respectivas novias, Chacha y María Inés, hermanas y queridísimas amigas mías, y siempre pensé que el pasional Maneco podía equivocarse, pero no Maggi, al que, fascinada yo por los códigos, veía como encarnación del Derecho Romano, no sé si por sangre o por su sentido desarrollado de lo justo. Pudo ser sagaz para apreciar a sus semejantes; fue más, fue generoso. Sabía, y sabía además dar consejos y actuar cuando el consejo no alcanzaba. Sin duda, vida con tantas responsabilidades no pudo ser del todo serena, pero los que nos acercábamos nos sentíamos entrar en un oasis. Sé que entre dos amigos en conflicto se puso de parte del que tenía la razón, para al cabo del tiempo perdonar y volver a aceptar al que no la había tenido. Hoy, por todo eso, sé que el tiempo que me quede por vivir en un mundo sin él será menos dichoso y siento pena por quienes no lo disfrutaron”.

Tantos miles de pies

Carlos Maggi contó con un amplio repertorio de registros estilísticos y temáticos, en los que se percibe la necesidad de romper con los modelos clásicos, utilizando un discurso alejado de lo académico, a partir del que construyó un mundo narrativo propio. El viernes, a pocas horas de saberse la noticia, su amigo y compañero Mauricio Rosencof se preguntaba: “Yo no sé de dónde sacan que murió Maggi”. En el libro de condolencias situado en el Salón de los Pasos Perdidos, muchos lo llamaban “padrino”, recordaban su rol como creador de cultura, e incluso uno decretaba “Con Peñarol renacerás en cada primavera”.

Carlos Maggi nunca dejó de aventurar análisis y comprensiones, previniendo los riesgos de una cultura afectada. Y, como sentenciaba la acotación inicial de Frutos, “ninguno de sus actos teatrales repite la realidad histórica, al revés, la irrita”. Ahora no queda más que ensayar distintas despedidas, y recordar su obra, que habla desde el mismo lugar que el hombre.