El 20 de marzo de 1995, un grupo de adeptos a la secta apocalíptica Aum Shinrikyo (actualmente Aleph) liberó gas sarín en varios trenes de tres líneas del metro de Tokio. El sarín -clasificado como arma de destrucción masiva por la Organización de las Naciones Unidas en 1991- ataca el sistema nervioso e inhabilita el control de los músculos que intervienen en la respiración, por lo que la asfixia es la causa de muerte más común a partir de la exposición. En el atentado murieron 12 personas, 50 fueron severamente afectadas y 984 padecieron secuelas de importancia.

Underground, publicado por Haruki Murakami en 1997, es una crónica e investigación periodística de los hechos de ese 20 de marzo, realizada mayoritariamente bajo la forma de entrevistas a las víctimas. Murakami y sus ayudantes comenzaron el trabajo en 1995, apenas nueve meses después del atentado, y el libro terminó por incluir 62 testimonios, ordenados según las líneas de metro implicadas. La edición publicada el año pasado por Tusquets incluye este trabajo y, además, El lugar que nos prometieron, una suerte de lado B o segunda parte publicada originalmente en 1998 y centrada en la palabra de diversos miembros de la secta Aum.

Es cierto que quizá el pasaje del japonés al castellano termina por difuminar matices y unificar el tono de las voces, minimizando la riqueza imaginable en un libro de estas características, pero también queda sugerido en el prólogo que operó un importante trabajo de edición (y “corrección” gramatical) sobre los testimonios, que también afectó a los nombres de los implicados, muchas veces ocultos por un pseudónimo. Murakami, en el valiosísimo epílogo a la primera sección del libro, se refiere a algunas dificultades que encontró a la hora de sostener las entrevistas y, de paso, detalla sus razones personales para acometer la tarea, así como también los principios que optó por seguir a la hora de dar forma al material. Para empezar, operó un distanciamiento frente al tratamiento del hecho ofrecido por los medios de comunicación, que tendieron, según Murakami, a presentar el atentado en términos de “nosotros los buenos” (la gente de Tokio) contra “ellos los malos” (los miembros de la secta Aum). El problema, entonces, era de “ellos”, y Murakami pensó que esta opción era simplista y maniquea, por lo que optó por hacer la disección de ese “nosotros” y ofrecer, en las entrevistas y los testimonios resultantes, un retrato de lo que llamó la “psicología” de los japoneses. Leemos en la página 445: “Tenía una idea más o menos precisa de lo que buscaba. Después de resolver cuentas emocionales pendientes, la idea base era que necesitaba saber más de Japón como sociedad, tenía que aprender algo nuevo sobre lo que significa ser japonés como una ‘forma de conciencia’. ¿Quiénes somos nosotros como pueblo? ¿Hacia dónde nos dirigimos?”.

En estas 62 historias hay de todo: solidaridad, miedo, egoísmo, ineficacia de los servicios del Estado, ignorancia, asombro, impotencia. Señala también Murakami que la sociedad japonesa -que enfrentaba la ruptura de la burbuja económica y el consiguiente fin de una época de bonanza- estaba lidiando con el reciente terremoto de Kobe (17 de enero del mismo año) y que esa tragedia y el atentado impactaron profundamente la psique colectiva, tanto como ningún otro acontecimiento lo había logrado desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Es interesante que ambos hechos terminaran incorporados a su producción, el atentado en el libro del que se habla acá y el terremoto en la buenísima recopilación de cuentos Después del terremoto, a la vez que el interés por la secta Aum y su nudo metafísico/religioso aparece en la secta involucrada en la ficción de 1Q84.

La segunda sección -El lugar que nos prometieron- es acaso todavía más perturbadora. Los entrevistados hablan de inquietudes religiosas, de sentirse diferente en una sociedad percibida como materialista en extremo, de depresión, alucinógenos y esclavitud. Una de las historias más impresionantes es la de Miyuki Kanda, que al momento de los atentados tenía 22 años y se había unido a la secta a los 16. Incapaz de aceptar que religiosos de inspiración budista fuesen capaces de asesinar, su ingenua negación de que miembros de su secta fuesen culpables de la tragedia es, por momentos, conmovedora, como también lo es el relato de su ocupación presente en el momento de la entrevista, hornear pan en una panadería vigilada constantemente por la Policía, que a cada cliente que entra le recuerda que quienes allí trabajan pertenecen a la secta responsable del atentado del metro de Tokio.

Tengo para mí que quienes menosprecian a Murakami lo hacen ante todo porque, más allá de su debatible estatura como escritor, el japonés escribe una forma peculiar, “rara” e “inclasificable” de fantasía y/o ciencia ficción, en lugar del más prestigioso y canónico juego de variantes del realismo. Es cierto que Thomas Pynchon hace más o menos lo mismo, pero en sus libros hay un estallido de escrituras y literaturas comparable únicamente con el que se ve en Ulysses, de James Joyce (mientras que en Murakami hay, en todo caso, historias bien contadas y un estilo eficaz), por lo que su aura indudablemente es la de un portento literario, mientras que la del autor de Kafka en la orilla es, para algunos, algo así como un chiste. Quienes piensen de esa manera deberían leer ya mismo Underground y su minucioso trabajo sobre y en torno a la psicología de su pueblo, la religiosidad y la muerte.