En 1982 Steven Spielberg era el niño mimado de Hollywood -algo así como JJ Abrams y Joss Whedon actualmente, pero en una escala mayor-, y con Tiburón (1975), Encuentros cercanos del tercer tipo (1977) y Los cazadores del arca perdida (1981) se había convertido (a pesar del pequeño traspié de la comedia 1941, de 1979) en la más confiable máquina de atraer espectadores a las salas de cine. Tal era el prestigio y la capacidad de trabajo de Spielberg que una cláusula de su contrato con Universal prohibía que dirigiera ningún otro proyecto mientras preparaba lo que sería el mayor éxito de su carrera, E.T., el extraterrestre. Pero Spielberg estaba poseído por varios demonios creativos, y simultáneamente a su épica película sobre el alienígena que quería volver a su casa, escribió la que sería prácticamente su única incursión en el cine de horror sobrenatural, Poltergeist. Imposibilitado de dirigirla (o más bien de firmarla) por su contrato, Spielberg dejó la película en manos de otro joven director, Tobe Hooper, que se había hecho de renombre en el mundo del cine de terror gracias a una película única, The Texas Chainsaw Massacre (1974), una obra increíblemente siniestra y opresiva que, en principio, estaba en las antípodas de la obra de Spielberg. Pero cuando finalmente fue estrenada, Poltergeist parecía mucho más una película de Spielberg que una de Hooper, y es sabido que su rol durante el rodaje fue muy superior al de un simple guionista; de hecho suele considerarse parte de la filmografía de Spielberg, ya que el pobre Hooper se limitó, al parecer, a cumplir las órdenes de su colega más exitoso.

Todo esto viene a cuento de que es interesante que Hollywood, en su desesperación por reciclar historias, le haya echado mano a una película de uno de sus autores clásicos, aún en actividad e intocable (me refiero a Spielberg), pero era una tentación difícil de esquivar, sobre todo teniendo en cuenta la fragilidad del producto original. La Poltergeist de 1982 era un objeto extraño: una película de horror pero para ser vista en familia. Es decir, un producto que sólo puede entenderse dentro de la cinematografía de Spielberg, un cinéfilo que se siente particularmente feliz entremezclando comedia y acción o -como en este caso- horror y drama familiar. Y es que casi nadie considera a Spielberg un cineasta de horror, pero aunque en toda su filmografía casi no hay películas que correspondan al género -tan sólo Tiburón y Poltergeist clasificarían como tales, y en los bordes-, hay notables elementos de horror puro en films tan distintos como Indiana Jones y el templo de la perdición (1984), Parque Jurásico (1993) y La guerra de los mundos (2005). A Spielberg le encanta estremecer al público en sus butacas, pero que se vayan sonrientes del cine y sin traumas pegajosos, como los que produjo Tiburón. Y eso era Poltergeist, un film lleno de fuerzas sobrenaturales malignas y hostiles, pero en el que no moría ningún personaje y que concluía con una familia intacta y unida simultáneamente por el amor y el espanto. En el cine de 1982, mucho más ingenuo que el de hoy en día, esto se podía hacer sin incomodar al público del género o a la familia de eventual visita al cine. En un 2015 más fragmentado esto parecería más difícil y, tal vez, ni siquiera deseable, pero la remake de Poltergeist decidió emprender las difíciles tareas de mejorar/actualizar una película casi firmada por Spielberg y capturar un segmento de la audiencia tan amplio como el que el film original había conseguido.

Habiendo dicho algo, ¿para qué repetirlo?

La Poltergeist del siglo XXI se planteó ese problema y evidentemente no supo resolverlo. Dirigida por Gil Kenan, que previamente había hecho un par de films de suspenso orientados a los niños, esta nueva versión peca, antes que nada, del delito del que toda remake es sospechosa: ser innecesaria existiendo su modelo original. La Poltergeist de 1982 no ha envejecido tan bien como otras películas de Spielberg, y sus entonces sorprendentes efectos especiales hoy lucen primitivos. Este aspecto está, lógicamente, optimizado en la versión de Kenan, que además difuma el colorinche de la película original en tonos pálidos, uniformes y sombríos (algo similar a lo que Craig Gillespie había hecho con la remake de La hora del espanto, otro film de horror ambientado en los suburbios). También oscurece un poco el marco familiar de los protagonistas, que no son tan radiantes y armónicos y están perseguidos por problemas económicos. Pero hasta ahí llegan sus innovaciones: el resto es simplemente una recreación más pálida.

Si la película original aprovechaba la televisión -que no era un medio nuevo pero aún conservaba su carisma de modernidad- como vehículo para la invasión de las entidades sobrenaturales que acechan a una desprevenida familia recién mudada a una casa nueva, ésta recrea la situación y apenas sugiere que la irrupción también podría ocurrir por medio del celular de la hermana mayor. Mantiene también la mezcla algo grosera entre la tradición europea de los poltergeists y la irrupción de fuerzas malignas mucho más telúricas, mientras que desperdicia las escasas innovaciones, como la frágil estructura económica de la familia, que a veces se hace notar y otras no. Y fulmina, sin haberle sacado el jugo, a una de las criaturas más siniestras del film original, el muñeco de un payaso poseído por un espíritu siniestro, que antes era lo más terrorífico del film y ahora sólo es un elemento más. Kenan trabaja pegado al guion original y cuando trata de abrirse termina agravando los fallos de éste, al perder variables más interesantes. Por ejemplo, la primera vez que la niña Madison (Kennedi Clemens) es atrapada por la entidad que vive en su armario, Kenan consigue una toma fantástica y aterradora en la que ella se aproxima apenas hasta la puerta del armario, siguiendo una luz, pero cuando gira se da cuenta de que la puerta está cada vez más lejos, dejándola a merced de los espíritus de la casa.

Sin embargo, como esa puerta, las posibilidades de tomar otra dirección se alejan rápidamente, y nos quedamos simplemente frente a una mimesis, una imitación desconcertada que no sabe ni por qué existe ni para qué.