Ésta es la primera película que recaudó más de 500 millones de dólares en su primer fin de semana de exhibición, rompiendo el récord de The Avengers. Es curioso, porque no tuvo para nada la misma promoción. Se ve que la premisa de gente amenazada por dinosaurios es cinematográficamente más prometedora que la de superhéroes juntándose para salvar el universo, aparte de la cuestión nada menor de que se trata de la continuación de un clásico, la virtualmente perfecta Jurassic Park, de Steven Spielberg (1993). Claro, las dos continuaciones anteriores (El mundo perdido de 1997, y Jurassic Park 3, de 2001) eran flojísimas y podrían haber obrado como contrapropaganda, y tan así que la continuidad de la franquicia se rompió y recién se retoma ahora, 14 años más tarde, con una premisa fresca y excelente: luego de los desastres vinculados a los primeros intentos de armar el parque de entretenimientos con dinosaurios reales reconstituidos a partir del ADN, finalmente el parque sí entró a funcionar, en la misma isla Nublar en la que se había planeado originalmente, y recibe unos 20.000 visitantes por día. La historia hubiera podido existir sin necesidad de las dos entregas anteriores. Y es más, está pensada para funcionar en forma autónoma, sin conocimiento previo alguno. Aunque tiene, más que ninguna, referencias al original que pueden resultar casi conmovedoras para sus fans: apariciones de los temas musicales originales de John Williams, del geneticista Dr Wu (interpretado por el mismo BD Wong), una escena en la que entramos a la ruinosa sede original del parque y nos reencontramos con varios objetos que nos son familiares por Jurassic Park. Muy especialmente, tenemos la gloriosa reaparición, en el clímax, de un dinosaurio importante en aquella película.
El director Colin Trevorrow dirigió la película con reverencia pero también con sana independencia y autonomía. Eligió rodarla en fílmico para mantener una similitud de textura (y el detalle fetichista de que se sirvió de una de las cámaras de 65 mm usadas en 2001: odisea del espacio, que es algo así como tocar un concierto con el piano de Mozart). La historia insiste en el ámbito familiar tan caro a Spielberg (incluido el detalle de que los padres de los dos adolescentes Zach y Gray se están divorciando). La exposición es lenta, detenida, y en ella los personajes y el contexto se establecen en forma sólida antes de que los problemas empiecen.
Claro, la exposición es la preparación para lo que viene después, pero es de por sí espectacular, porque es como la visita al parque temático más sensacional concebible: los niños pueden cabalgar unos triceratops bebés ensillados, vemos actuar a un domador de velocirraptores, y sobre todo un gigantesco mosasaurio comerse a un tiburón (luego de lo cual la platea se hunde y los espectadores siguen viendo al bicharraco abajo del agua, a través de un vidrio). Hay un vehículo maravilloso -la verdad, un prodigio de diseño futurista- que consiste en una esfera transparente que gira en todas las direcciones mientras los pasajeros, pase lo que pase, se mantienen en la vertical estabilizados por un giroscopio. Con ese vehículo, se les autoriza salir a pasear por el bosque entre los dinosaurios. Todo eso, obviamente, es banalizado con horas de espera en filas, comercialización de productos, en fin, toda la rutina de los grandes parques de entretenimientos.
Mientras tanto, se enuncian los conflictos que van a pautar las moralejas diversas de la película, que asume el habitual complejo de Frankenstein (la sensación de que es pecado “usurpar el lugar de Dios” intentando hacerle modificaciones a la “naturaleza”). También se insiste en que está mal olvidarse de que los dinosaurios son bichos con sus correspondientes necesidades y personalidades, en que no está bien dedicarse totalmente al trabajo y no prestarles atención a los valores familiares, y se condena la idea malvada de usar a los dinosaurios con fines militares -como lo pretende un encargado de seguridad con espíritu de marine-. En cuanto los personajes hacen mención a esas cuestiones, cualquier espectador mínimamente avisado ya sabe cuál será la postura defendida por la película y, en forma correspondiente, por el “destino” que en la anécdota consagrará las opciones buenas, castigando a los que están errados o convenciéndolos de cambiar, y enalteciendo a los que están del lado correcto.
Pero está en juego también una serie de cuestiones autorreferenciales. Al mismo tiempo en que nos maravillamos con el parque temático, éste tiende a ser satirizado, sobre todo en su afán de superación constante en busca de nuevas atracciones. Una vez que ya hace muchos años que el parque funciona, para garantizar la constante afluencia de público, los accionistas presionan para que se produzcan siempre nuevos dinosaurios, y los dinosaurios “naturales” ya no tienen gracia, hay que inventar, por manipulación genética, algunos que sean más grandes y asustar más. De ahí que inventaron el Indominus rex, predador enorme y súper inteligente, y que es el que se va a salir de control y empezar a destruir el parque, sembrando el caos. Es interesante, porque la película critica esa actitud mientras hace precisamente lo que critica (porque desarrolló su historia a partir de ese súper dinosaurio inventado), resguardada moralmente, además, por su propia actitud crítica.
Esa cínica hipocresía no tiene por qué invalidar a la crítica en sí, que es además extensible a toda la industria de entretenimientos, y es muy fácil entablar vínculos con la propia especie que Jurassic World integra, la de los blockbusters de la “Nueva Nueva Hollywood”. En definitiva, cuando vemos al mosasaurio tragarse al gran tiburón blanco como si fuera una orca comiéndose el pescadito, es imposible no pensar en Tiburón, el blockbuster de hace 40 años, dirigido por el mismo Spielberg de Jurassic Park (y productor de Jurassic World), y que hoy día bien podría ser visto como una película intimista y lenta: cada nuevo blockbuster tiene que apuntar más alto, hasta llegar al punto aburridísimo en que 18 superhéroes se juntan para salvar el universo de las fuerzas del mal, y las destrucciones son tan masivas que ni vemos las víctimas y, por lo tanto, no sufrimos con ellas.
Pero acá sí las vemos, y la superación en el tamaño y resistencia del nuevo monstruo no es tanta como para generar deshumanización. Es como que la película está diciendo: “Muchachos, es posible seguir haciendo superproducciones llenas de efectos especiales pero que sean fascinantes, entretenidas y que contemplen al espectador que soporte 20 minutos de cine sin que se destruya un camión o un edificio”. Y la película se ríe de sí misma y de su propia especie, sobre todo en el personaje de Owen, el domador de velocirraptores, interpretado por el magnético y súper viril Chris Pratt. Cuando empieza a comentar la posición social de cada una de las velocirraptores, indica que una es la gama, la otra es la beta. El niño pregunta: “¿Y quién es el alfa?”. “Lo estás mirando”, comenta Owen, refiriéndose a sí mismo. Su imagen en la moto, en la selva, de noche, junto a sus aliadas velocirraptores, para perseguir al Indominus rex, es tan “macho alfa” que, sin dejar de funcionar en una dimensión simple como “imagen heroica”, gana un viso de sátira, a lo Indiana Jones. Y aunque hay un montón de convenciones que se cumplen, la película disfruta también de traicionar algunas, como en la situación final entre Lowery y Vivian, que está cantadísima para terminar de una manera y desemboca en otra, insólitamente decepcionante (excelente y original toque de comedia).
Las escenas de acción son formidables. Aunque la violencia gráfica es mucho más contenida que en las entregas previas (todas anteriores al 11 de setiembre de 2001), se muere mucha gente, el suspenso y la aflicción son enormes, y hay momentos de peligro en que uno casi salta en la silla del cine. Los dinosaurios están más bien hechos que nunca, el sonido del Indominus rex es tenebroso, y hay varios planos generales deslumbrantes (por la belleza visual o por la fascinación de lo que muestran). La escena en que los pterodáctilos atacan a la multitud parece un homenaje a Los pájaros, de Hitchcock, y la imagen del tiranosaurio le debe muy poco a la de Jurassic Park.
La cosa sólo falla en el reparto: el papel principal femenino le queda muy grande a Bryce Dallas Howard, y los dos niños tampoco se destacan (siendo especialmente deslucido el mayor): Spielberg no hubiera dejado pasar esos deslices. El 3D es absolutamente inútil para nada que no sea el pretexto para cobrar más caras las entradas. Quitando estos aspectos, esta película intrascendente es totalmente apta para propiciar un excelente rato.