Si nos embarcáramos a especular sobre lo que se pierde, irremediablemente, en el pasaje de un título como Seminar a Los elegidos (más restringido y práctico, literal y simbólicamente, en esa fusión de “leer” y “de o entre” que lo forma), en la versión que hacen Fernando Masllorens y Federico González Pinto del texto de la dramaturga estadounidense Theresa Rebeck y aplicáramos, luego, un método de análisis metonímico, absoluto, despótico, para proyectar la merma de significado en los diálogos entre personajes, en las guiñadas desparramadas aquí y allá y en las imágenes, opiniones o símbolos que el texto original podía contener y el texto de llegada no contiene, podríamos hacer las paces con el éxito mundial que esta pieza, hoy dirigida en Montevideo por Jorge Denevi, tuvo en el norte y en el sur en los últimos años.

De trama escueta (los conflictos de cuatro aspirantes a escritores guiados por un maestro consagrado), la obra confía de lleno en la vivacidad, humor y agudeza de sus parlamentos para generar adhesiones, y no es raro, por lo tanto, que tambalee con transposiciones que la simplifiquen o trastoquen. Si “seminario” refería al espacio y al tiempo, material y figurados, de la preparación de algo y, en definitiva, a la promesa de futuro, los “elegidos” desliza el acento hacia los destinatarios de la cosa y transforma en semihéroes a quienes originalmente no eran sino aspirantes a (brotar, conocer, trascender). De lo geográfico a lo individual, entonces.

No extraña que la foto del programa de mano retrate al escritor maduro de la pieza con aspecto abatido en una esquina, mientras los candidatos transpiran una seguridad de popstar adolescente: las dos wannabe escritoras, de pie, desafían a la cámara empuñando el jalador del cierre, manuscrito y lentes, y sus contrapartes masculinas, con mirada todavía más segura por lo aplacada, se sientan cómodos sobre montones de libros. Es decir, asentados sobre la misma tradición. Y en este gesto fotográfico, el giro irónico que podía contener el título nuevo se disuelve en pura literalidad: los elegidos posan como verdaderos elegidos.

Pero dejando de lado los eventuales (des)ajustes lingüísticos de la versión, hay un eje en esta obra de Broadway que no hace tambalear ninguna adaptación: la(s) idea(s) de escritor que subyace(n) al trabajo de Rebeck y a buena parte de las tramas exitistas que nos suministran Hollywood y Broadway. En Seminar los motivos que guían o atormentan a los personajes, lejos de tener que ver con asuntos internos a la propia escritura (aunque sería injusta si omitiera que se coquetea por momentos con cuestiones de estilo), tienen que ver con su condición de medio para alcanzar un triunfo rara vez escindible del bienestar económico. Uno de los problemas, si queremos ideológico, a los que nos enfrenta Seminar es éste: entre la elaboración simbólica y cualquier otro producto que permita acceder al sueño americano la distancia es poca, más bien de matiz. Ser o no ser escritor implica la promesa de fama: sea como autor de literatura “seria” (la categoría no es mía, pero sintetiza el lugar que ocupa uno de los personajes en el drama), de guiones en Hollywood, Broadway o televisión, de investigaciones periodísticas o como ghost writer (escritor fantasma) de una editorial multinacional. El rol de la escritura y del escritor en la sociedad contemporánea queda reducido así a un drama de salón, en el que cuatro egocéntricos gastan un dineral para sentirse proficuamente insultados por el quinto. Claro que aquí está la trampa: lo que vemos, todo ello, podría ser una suerte de parodia sobre los aspirantes a escritores, sobre los proliferantes cursos de escritura creativa, sobre las posibilidades reales de transmitir de una generación a otra “conocimiento” sobre algo tan particular como la propia poética. Pero pocos son los indicios de tal cosa. Un elenco solidísimo se comprometió con esta débil causa y los resultados son débiles: Jorge Bolani es un maestro poco brillante (cuesta no pensar, por contraste, en aquel radiante Meyerhold de Variaciones Meyerhold, de 2012), Noelia Campo, lejos de su usual rigurosidad interpretativa, se mueve errática, y la comicidad rara y deslumbrante de Cecilia Sánchez parece chocar contra un texto que la vuelve forzada. Similares conflictos de intensidad atacan a los personajes de Sebastián Serantes, poco tónico para encarnar al “verdadero” escritor, y Alfonso Tort, poco frívolo para personificar al ganador sin talento.

Parte de las dificultades que plantea la obra se cifran en el choque entre una textura aferrada a ese triunfalismo materialista y la falta de verosimilitud con la que se miden las condiciones para ese triunfo. Algo sobre lo que insiste el texto es la capacidad instantánea del “maestro” de dictaminar, con la lectura de dos líneas, el talento o la falta de él. Con Ben Brantley, de The New York Times, es fácil pensar -por lo menos al principio- que la rapidez del juicio es satírica y funciona como un comentario a la cultura contemporánea en la que la capacidad de atención es breve y las opiniones, instantáneas, pero la pieza aniquila tal hipótesis: la rapidez es sólo un método efectivo para plantear cada caso. Hacia el final, y esto es previsible, la resolución de lo que nunca fue un problema de escritura viene de las afueras de la escritura. Tras la humillación, la seducción, las alabanzas, el escritor maduro es capaz de colocar, como piezas, a cada párvulo en el lugar que le correspondía desde el principio: guionista, escritor fantasma, periodista y, por último, escritor puro. Este último -y el texto no nos escamotea el flirt final con el sarcasmo ¿o se trata de hiperrealismo?- sólo puede existir si es editado letra por letra por otro, como se dice en el diálogo final; triunfará sólo si es formateado hasta conformarse a las necesidades del mercado. Un final trágico que se miente de feliz. O quizá, el modesto final feliz que se merecen las modestas aspiraciones.