La quinta temporada de la serie Louie sorprendió antes que nada por lo breve; si el promedio de las anteriores era de 13 episodios, el quinto año de la serie de Louis CK finalizó abruptamente con el octavo. No hubo ningún misterio al respecto, ni una decisión autoritaria del canal FX; simplemente, al parecer CK escribió el total de las líneas argumentales de esta temporada en una sola noche y bajo el efecto de una abundante cantidad de marihuana, y luego, satisfecho con la unidad del resultado, no quiso agregar episodios que no combinaran con su modelo original. Una decisión que, de darla por cierto (y no habría por qué no, teniendo en cuenta la habitual honestidad intelectual de CK), es ilustrativa del carácter de una serie no planificada como un producto estático que aprovecha al máximo su relación comercial con el consumidor, sino como una creación extremadamente libre, en la que los conceptos son más importantes que el consuelo de su previsibilidad y que, aunque dista de ser un fenómeno popular (sus ratings nunca pasaron de lo aceptable) y tampoco está en el centro de la opinión crítica (sigue siendo enormemente admirada, pero luego de cinco años y algunas irregularidades en su emisión, no es “la” serie del momento para los reseñadores), alcanzó un pico creativo en esta quinta temporada que cuesta creer que pueda superar alguna vez, por el simple motivo de que pocas veces, si las hubo, se vio algo tan removedor y tan bueno en la televisión mundial. Así de simple.

El proceso

Ya es redundante y obvio repetir alabanzas acerca de la buena salud de la televisión mundial en este siglo, pero dentro de la evidente revolución que significaron los nuevos medios de consumo -que permitieron al espectador consumir series y miniseries de acuerdo a su propio gusto y tiempo, y a los realizadores, jugar con espacios temporales prolongados mucho más allá de lo que se podría soñar en el cine-, vale la pena diferenciar entre productos narrativa y formalmente clásicos pero de calidad extraordinaria (Los Soprano, True Detective, Breaking Bad) de otros de mayores riesgos experimentales tanto en la forma como en la estructura de sus relatos (The Knick, The Wire, Arrested Development, The Office) y otros con un poco de ambas cosas (Game of Thrones, Daredevil, The Americans, Sense8). Louie se encontraría más bien en el tercer grupo, o para ser exactos, comenzó situado en lo que sería el tercer grupo -una serie de corte tradicional pero con algunos riesgos formales notorios- para ir año a año adquiriendo vuelo (sin perder su distintiva personalidad) hasta llegar en los últimos años a lo que para la televisión es pura experimentación, desde sus poco convencionales encuadres y tomas hasta poder dedicar un episodio íntegro al surrealismo onírico o a un extenso flashback de naturaleza muy distinta a los episodios habituales. De hecho, a quienes se las puso más difícil es a quienes tienen que clasificar a Louie, que comenzó sin dudas siendo una comedia -posmoderna pero comedia al fin- y que hoy en día es una lotería en la que, aunque el humor esté siempre presente, uno puede encontrarse tanto con un gag hilarante como con la más desoladora y deprimente de las situaciones confesionales. De hecho, es habitual escuchar “sí, Louie es muy buena, pero me deprime”, juicio extrañísimo en relación con una comedia televisiva.

Pero tal vez para entender qué es exactamente Louie hay que acercarse antes que nada a la figura de su protagonista, guionista, creador, director, editor y hasta compositor, Louis Szekely (CK).

Szekely es parte de una generación de comediantes de stand up, la de los 90, que llegaron a este género en su momento de menor popularidad. Antes de que la emergencia popular de Jerry Seinfeld y (sobre todo) el gobierno conservador de George W Bush reimpulsaran al stand up hacia una nueva edad de oro, CK batalló los pequeños escenarios del circuito junto a coetáneos como Denis Leary, Jim Norton y Sarah Silverman, haciéndose de un lugar en la escena pero sin destacarse demasiado. Mitad humor observacional a lo Seinfeld y mitad humor sexual y algo grosero, el show de CK hubiera sido uno más si no fuera porque supo sumarse a la nueva ola de fines de los 90, en la que ocupó un lugar intermedio entre los ya consagrados veteranos (George Carlin, Lewis Black) y la generación de jóvenes en ascenso (Patton Oswalt, Maria Bamford), sin pertenecer ni a una ni a otra, y sin particular destaque. Pero una crisis existencial lo llevó a tomar el ejemplo de Carlin -un workaholic capaz de renovar totalmente su show cada año- y suplir con maníaco esfuerzo lo que le faltaba de personalidad. Así, CK renovó su show de stand up todos los años, definiendo a un personaje escénico fuera de forma y próximo a los 40 que intentaba buscarle el lado gracioso a una realidad sin nada de gracia; utilizó para ello un carisma extrañamente inexpresivo y autocrítico que llegaba hasta el masoquismo público.

Finalmente consiguió acceder a la primera división de los comediantes de stand up estadounidenses, y ello le ganó la oferta de HBO de hacer una comedia más o menos basada en su vida, Lucky Louie, en la que, al igual que en sus rutinas, CK se basaba en sus cuitas diarias para generar un humor algo incómodo y transgresor. Lucky Louie fue un fracaso de público y HBO decidió cancelarla luego de una sola temporada, lo que generó en CK una nueva crisis existencial, ante lo que parecía marcar una barrera infranqueable para su trabajo (¿a dónde ir luego de ser cancelado por la súper liberal HBO?). Decidió proponerle al canal FX una jugada arriesgada: un espacio breve y de producción muy barata por episodio (200.000 dólares, incluyendo el salario de CK) sobre el que tendría el control absoluto, encargándose tanto de protagonizarlo como de escribirlo, dirigirlo y hasta editarlo. FX se arriesgó y así nació la que muchos consideran la mejor comedia televisiva de la actualidad, o incluso más.

Un hombre golpeado

Como se sabe, Louie es una comedia sobre un comediante llamado Louis CK que se parece muchísimo al director, protagonista, escritor y editor de esa serie. Muchos de sus amigos son los mismos que en la serie, su familia es similar a la de su vida real y todo parece estar inspirado en la existencia cotidiana de CK. O más bien casi todo, porque el Louie de la pantalla chica es bastante más humilde en lo económico que su creador, bastante menos importante en su ámbito, y está ocasionalmente acechado por lo irreal o lo surreal. Al comienzo, muchos pensaron que se trataba de una versión indie y cámara en mano de Seinfeld; como en la recordada sitcom, teníamos un comediante que, actuando bajo su nombre real, intercalaba fragmentos de sus rutinas humorísticas con sketches sobre su vida fuera del escenario. Algo de eso había, pero en Louie el tono de sitcom había desaparecido (nada de risas grabadas ni cámaras fijas ni finales redondos) y se aproximaba más a una suerte de cinema verité (aunque completamente guionado), en el que las situaciones no cerraban en conclusiones aleccionantes, sino lo contrario: sólo eran un grupo de viñetas que carecían de por sí de moral propia.

En cada episodio Louie es sometido a un juicio, pero generalmente no por su entorno, sino por sí mismo, y siempre es un juicio moral; Louie deberá escoger una opción para seguir siendo un buen ciudadano/padre/novio/artista. Algunas opciones son secretas y otras no, pero siempre son esenciales para la criatura moral en la que se presenta el comediante. Esto, que haría de cualquier otra serie algo más asfixiante que una mezcla de El show de Bill Cosby con los institucionales de Pare de sufrir, nunca termina en la perorata, simplemente porque la serie plantea los dilemas pero no aporta soluciones. A veces Louie (Louis) hace (creemos) lo correcto, otras veces no y otras veces no hace nada. Aunque los personajes directamente repelentes abundan -públicos hostiles y groseros, jóvenes autosuficientes, policías idiotas, empresarios energúmenos- la serie no pierde el tiempo en odiarlos o castigarlos, ni siquiera en darles mucho tiempo de cámara; hay cierta visión fatalista en toda la serie que hace pensar que esos personajes despreciables son lo que se puede esperar del mundo, y que los que importan son los otros, los que no son buenos ni malos, simplemente imperfectos. Sin embargo, hay mucha bondad en el corazón de la serie; el personaje es generalmente querido por su entorno -que lo reconoce como alguien talentoso y digno-, es un buen ciudadano, no proactivo pero capaz de reaccionar ante la vileza, es un buen padre -lo que no debe ser difícil teniendo dos hijas tan encantadoras como las encarnadas por Hadley Denaly y Ursula Parker (quienes parecen más hermanas que cualquier par de hermanas que yo conozca en la vida real)-, y es evidentemente talentoso. Además, es alguien a quien vimos crecer en las cuatro temporadas anteriores -la serie ofrece el soterrado optimismo de creer que se puede seguir creciendo en términos humanos después de los 40-, estar a punto de conseguir un rol televisivo multimillonario (¡y ser entrenado para él por David Lynch!), dejar ciega a una modelo de un codazo accidental, enamorarse de una húngara con la que no comparte una palabra o conseguir la mayor media hora de comprensión hacia una persona obesa que haya ofrecido jamás la televisión (el deslumbrante y conmovedor episodio “So Did the Fat Lady”, de la cuarta temporada). ¿Cómo superar el altísimo nivel al que había llegado en la cuarta temporada, aparentemente definitiva?

Bueno, superándolo: en los ocho episodios de la quinta temporada, que culminó hace un par de semanas, vimos a Louie perder el control de sus intestinos frente a sus hijas (que deben abandonarlo en la calle), ser definido como apenas un pasado superviviente y obsoleto por una odiosa millenial de ascendencia oriental, llevar a un infernal grupo de niñas reunidas por una piyamada a una comisaría (para rescatar a su hermano), dedicar un episodio entero a una secuencia de sueños que habrían aterrado a David Cronenberg y encantado a Luis Buñuel, reflexionar sobre la incapacidad de ser amable cuando se sufren los blues de la carretera, vestirse de soldado de la Guerra Civil y bailar con una desconocida, componer una canción en la que desea que los bebés de sus sueños se ahoguen en su diarrea... Describirlo es inútil, porque el despliegue de creatividad visual, estructural y narrativa que CK desplegó en estos ocho episodios hace que la palabra “genio” le quede cómoda y no le sobre un centímetro de manga. Esto ya no es ni comedia, ni sátira, ni siquiera drama: Louis CK está realizando en vivo el experimento de intentar comprender a un hombre adulto en el siglo XXI, definir una masculinidad encima de las ruinas de la vieja, encontrar lo radiante en lo que el culto a la juventud considera apenas una sobrevida. No se sabe si habrá una sexta temporada de Louie; es irrelevante, tenemos años por delante para terminar de apreciar en su totalidad los logros de alguien que está intentando mapear las coordenadas humanas de una geografía imposible.