En Eclipse, publicada originalmente en 2000, John Banville anticipa de algún modo lo que en 2005 haría en la novela que significara su consagración mundial como escritor, El mar, ganadora del premio Booker. De un intenso lirismo (que Damià Alou intenta sin demasiado éxito traspasar al español), con largas parrafadas descriptivas y pocos diálogos, Eclipse es, además, la primera novela de la trilogía de Cleave, compuesta por Shroud (de 2002) y Ancient Light (de 2012), que tienen como centro al actor Alex y a su hija Cass Cleave. Todo lo que luego tendrá su culminación en El mar está en Eclipse de forma seminal. Los paralelismos son incluso argumentales: un hombre que ha negado su origen regresa a la casa de su niñez, una vieja casa de inquilinos venida a menos, rodeada por la muerte. Como Persona (la película de Ingmar Bergman de 1966), Eclipse comienza con un actor que ha quedado repentinamente mudo en medio de una representación. A partir de ese silencio y su viaje introspectivo (y al pasado), se abre un diálogo interno, en referencia a extraños personajes que invaden la anhelada soledad, y un viaje que es de desenmascaramiento.
Como en el diálogo que se produce cuando miramos las estrellas, en su mayoría muertas, que aún vemos por efecto de su inmensa distancia y la tardanza de la luz, Cleave vive entre fantasmas. La casa de su madre se le aparece como un firmamento poblado de seres que sin estar, están, en una confusión entre los vivos y los muertos que percibe bajo la misma extraña luz onírica o pesadillesca. Los tiempos se superponen, entonces, en un continuo sin fisuras que mezcla presente, pasado y futuro y produce un estado de enajenación permanente en el protagonista. Enajenación, en primer lugar, del mundo y, en segundo lugar, de sí. La conciencia de la existencia de cosas por fuera de uno y de su solapamiento continuo en el espacio significa para Cleave una confirmación de la falsedad del mundo. Surcada por citas a Shakespeare, la novela retoma la confusión clásica entre mundo y teatro, aprovechando la cualidad de actor del protagonista, y sitúa caleidoscópicamente realidad y ficción, sueño y vigilia, vida y muerte, en un mismo plano de existencia en la atribulada mente de Alex, que va perdiendo, a medida que pasan los actos (y la novela se divide, como conviene a toda tragedia, en cinco secciones bien diferenciadas), su conexión con el mundo que podemos llamar “real”. El eclipse, que significa el clímax de la obra, es un prodigio invisible, ocurre convenientemente por fuera de todo plano de representación; lo central, entonces, es siempre un desplazamiento del escenario, un acto tras bambalinas. La vida ocurre por fuera de la mente de los conflictivos personajes, por fuera del papel, en todos los pequeños momentos de improvisación, en esos errores del actor que olvida la línea o del vestuarista que pierde una prenda. En los momentos delicados en que nos distraemos y dejamos de mirar el escenario, para volver luego cuando ya es demasiado tarde y no hay nadie a quien preguntarle “¿Qué pasó?”.
La novela es, entonces, una novela mental, de acción mínima, que plantea un argumento como excusa, como puntapié inicial para una libertad en la narrativa que Banville heredó de los dos máximos escritores irlandeses del siglo XX, Samuel Beckett y James Joyce. Del primero aprendió que la trama no tiene importancia, que una novela no necesita tener una historia, que su existencia es en el lenguaje; del segundo, que la música no es propiedad exclusiva de la poesía. Así, la prosa de Banville es profundamente rítmica, a base principalmente de aliteraciones y rimas internas. No hace falta tener un gran conocimiento del inglés para apreciar la cadencia de los siguientes versos, perfectamente engarzados en la fluidez de la prosa: “I saw at once what the matter was: on the ground below the window sill a dead fledgeling lay” (que en español suena torpemente a “Enseguida me di cuenta de lo que pasaba: en el suelo, bajo el alféizar, yacía un volantón muerto”): Banville genera ritmos delicados, fragmentos de gran imaginación, vívida, yuxtapuestos delicadamente. Los recuerdos se alternan con la narración presente y, nos damos cuenta pronto, visiones angustiosas del futuro sin solución de continuidad, en un todo que desafía la convención del tiempo como sucesión, como cadena de eventos, de causas y de efectos. En la memoria, y por eso Eclipse es una novela mental, todo sucede a una vez: los impulsos que recibimos con nuestros sentidos, las asociaciones que despiertan, las predicciones que realiza nuestro cerebro. Así, para Alex Cleave, cualquier impulso desencadena un juicio, un recuerdo, una asociación, un verso de TS Eliot o de Friedrich Rückert. El arte declamatorio de Cleave (la novela puede leerse también como un largo soliloquio) nos confunde, borra los firmes límites en que nos movemos. ¿Podemos creerle a un actor, a un hombre que vive interpretando, es decir: mintiendo?
El poder de Eclipse es su conciencia de que toda obra de arte, en el tiempo, es una elegía. Todo muere, descubre Alex Cleave, y nada muere.