De todos los “grandes franceses” que todavía abultan, en forma de libros o fotocopias o PDF, las mochilas y tablets de los estudiantes de las academias de Occidente -Jac-ques Lacan y Claude Lévi-Strauss, Michel Foucault y Jacques Derrida, Roland Barthes y Jean Baudrillard, la última ola de pensamiento que se percibe en bloque y que sigue, aunque cada vez más tímidamente, “de moda” -, Jean-François Lyotard es quizá el menos recordado y ensalzado. Sin embargo, en los años 80 estaba probablemente arriba de todos: como gran teórico de la posmodernidad, en un mundo que aceptó declararse posmoderno, se lo veía y leía como a un gurú. No le faltaban catedráticos “enemigos” (el mismo Derrida, por ejemplo), pero sus ideas lograron no tanto explicar sino construir la concepción misma de posmodernismo, sobre todo en lo que concernía al supuesto colapso de las metas y/o grandes narrativas; en pocas palabras, la creencia de que la humanidad tuviera algún fin y por ende la posibilidad de imaginar/construir un camino de emancipación y progreso.
Dejo acá mi burdo resumen filosófico porque me importa concentrarme en una movida del mismo Lyotard, que cumplió tres décadas hace poco, y que fue, según las crónicas y no sólo, un hito en las formas de divulgar el arte del siglo XX, como atestigua su firme inserción en el tomo dos de Biennials and Beyond-Exhibitions that Made Art History, de Bruce Altshuler (2013): la muestra Les Immatériaux. Posiblemente era la primera vez que un filósofo actuaba como curador, bajo un mandato que él mismo explicó, en aquella ocasión, como algo urgente: en “un período de crisis de los instrumentos de difusión de ideas”, recalcaba en una entrevista, “es importante, para un filósofo, poder registrar lo que piensa a través del uso de instrumentos que no se pueden limitar al libro. Así de simple”. Por supuesto, las implicancias no eran nada simples: luego de milenios durante los cuales la filosofía se había creado/difundido con la escritura, la escritura parecía deficitaria. Lyotard estaba tratando, de alguna manera, de arrancar detrás del avasallante universo audiovisual (sobre todo televisivo), que movía las ideologías de las masas con extrema agilidad gracias, principalmente, a su seductor bombardeo de estímulos. Una exposición de arte permitía a Lyotard -con un formato todavía de elite y rico de consecuencias- ampliar su poder persuasivo y su radio de acción (vale decir, salir de las aulas y del restringido círculo de la intelligentsia académica), y manifestar también su suspicacia hacia la confianza, típica de la Ilustración, de que la racionalidad ligada a una cultura libresca totalizadora seguía vigente (cuyo modelo de “saber” era, por supuesto, la Enciclopedia).
“Los no materiales” o “Los sin materiales”, en traducción muy aproximativa, entonces: el 28 de marzo de 1985 se inauguró esta enorme muestra que ocupaba todo el quinto piso del Centre Georges Pompidou de París, repleta de objetos que iban de los restos arqueológicos a los más tecnológicos y de obras de más de 40 artistas (de los famosos del momento, por ejemplo, Dan Graham y Maria Klonaris, a figuras míticas de las vanguardias históricas, como Natalia Goncharova y Giacomo Balla, pasando por la generación intermedia, por ejemplo Lucio Fontana e Yves Klein, sin olvidar piezas pre siglo XX, como las de Simone Martini y Georges Seurat).
El presupuesto fue altísimo, el más alto, hasta aquel punto, de la historia de lo que sigue siendo el más grande museo de arte moderno de Europa y que ya tenía, entonces, ocho años de vida. El proyecto remontaba a 1982, cuando desde el Centre de Création Industrielle, parte de la institución, se empezó a programar una exhibición sobre los nuevos materiales industriales. En los dos años sucesivos la idea creció ingentemente involucrando otros departamentos del Pompidou, por ejemplo el de música electroacústica y el de video, y se expandió, finalmente, hasta incluir seminarios sobre la relación entre arquitectura, ciencia y filosofía, un largo ciclo de cine-inmaterial y performances musicales que contaron con el estreno mundial de “Kathinkas Gesang”, de Karlheinz Stockhausen: en este sentido, Les Immatériaux fue realmente el triunfo de la interdisciplinariedad.
El filósofo en la galería
Cuando en 1984 Lyotard se sumó a la organización, el historiador de design y cocurador de la muestra Thierry Chaput ya había seleccionado la mayoría de los objetos, y el curador Bernarde Blistène, la casi totalidad de las obras de arte (aunque las presencias de un relieve egipcio que representaba una diosa donando el suspiro de la vida al rey Nectanebo II y las de Marcel Duchamp y Daniel Buren fueron seguramente elegidas por el filósofo): sin embargo -además de darle prestigio al evento y un sello teórico en dirección posmodernista-, Lyotard concibió la intricadísima distribución conceptual de las piezas. Después de seleccionar palabras francesas cuya raíz lingüística indoeuropea era “mât” (vale decir “hacer”, “construir”: matriz, maternal, material, código), y gracias al modelo de comunicación de Harold Lasswell (¿Quién? ¿dice qué? ¿Por medio de qué canal? ¿A quién? ¿Con qué efectos?), formó alrededor de ellas circuitos subdivididos en zonas y sitios con, además, en el medio, “desiertos, regiones neutralizadas”: en una casi total oscuridad, los visitadores sólo eran “guiados” por unos auriculares inalámbricos que, según la porción de sala que recorrían, transmitían música y palabras de Marcel Proust, Antonin Artaud, Henri Michaux, Jacob Rogozinski y otros, determinando “áreas” bastante borrosas y generando caminos, (des)orientados por los sentidos. Computadoras interactivas, robots, piel artificial, espejos “mágicos”, hologramas (el del relieve egipcio aparecía antes de la salida, reproduciendo el original que abría la exposición) y otras parafernalias high-tech empujaban a los espectadores a repensar la correlación entre formas de producción y conocimiento, que se estaba volviendo cada vez más sutil y problemática: como explicaba Lyotard en uno de los dos catálogos publicados, “la relación entre mente y materia no es más la que hay entre un sujeto inteligente dotado de libre albedrío y un objeto inerte. Ahora son primos en la familia de los ‘inmateriales’”.
Les Immatériaux, como bien argumentó recientemente Tara McDowell, exhibía, concretamente, varios de los postulados pregonados por Lyotard en su clásico La condición posmoderna (publicado apenas seis años antes): hacía saltar la lógica cartesiana según la cual la visión es el sentido dominante; en lugar de L'âge des lumières y sus certezas, instalaba incertidumbre e inestabilidad, garantizadas por las flébiles luces que iluminaban las salas, la desaparición de los cubos blancos, la falta de divisiones del espacio, salvo las bandas sonoras que funcionaban como fronteras invisibles. Cualquier recorrido predeterminado (vale decir, en jerga lyotardiana, metanarración) era negado en pos de una pluralidad de puntos de vista y de la imposibilidad de transitar cualquier tipo de camino lineal. Es interesante, sin embargo, ver cómo esta aparente liberación del sujeto, en algunas críticas de la época, fue descrita como un bric-à-brac sin sentido de alardes industriales y alta cultura, más parecido a un gabinete de curiosidades que a “filosofía en muestra”. Y como -más allá de las crónicas mundanas que tendían a ridiculizar las pretensiones del evento- varios comentadores hablaron de una fetichización de la tecnología y de un general aire funéreo que caracterizaban la “manifestación” (en las “jaulas”, palabra usada por Michel Cournot, crítico de _, aparecían por ejemplo maniquíes colgados, abusos, camas-cápsulas japonesas de sabor mortuorio): dos elementos que en definitiva fijan todavía nuestras coordenadas culturales.
No se puede cuestionar el valor seminal y premonitorio de Les Immatériaux, a partir del título (que quedó así luego de pasar por varios “tentativos”: “Creación y nuevos materiales”, “Materia y creación”, “La materia y sus estados”, entre ellos): ¿hay algo más actual en la discusión sobre nuestra era que la inmaterialidad? Pero además, entre otras cosas, la muestra legitimó la figura de un curador que, desde otra disciplina, puede “manipular” artefactos para crear erudición, habilitó la extrema intelectualización del arte -campo con frecuencia más conexo, a nivel popular, con la esfera emocional-, e impulsó el uso sistemático de recursos tecnológicos (por ejemplo, los sonidos y las pantallas) en el ámbito museístico, ahora moneda corriente. Pero no es sólo el vaticinio o vislumbre profético (a menudo, al describir la exposición, se subraya que el dispositivo de los auriculares funcionaba mal, dando la sensación de que sólo hoy, con el wi-fi, se podría llevar a cabo sin fallas la intención original, cerrando un círculo) que vuelve la muestra de Lyotard y Chaput algo de capital importancia para entender el flamante siglo XXI. Si hace apenas 30 años el evento parisino quería, según su hacedor, “despertar en el visitador reflexión y ansiedades acerca de su condición posmoderna”, hoy en general nos despreocupamos de definir nuestra “condición” (incluso aquella de “sociedad líquida” parece ya evaporada). El posmodernismo, del que casi no se habla, quizá ha sido subrepticiamente englobado en nuestras vidas de forma tal que no se percibe más. Revisando lo que ha sido Les Immatériaux, ésta parecería reconocerlo, miniaturizado, en nuestros escritorios y bolsillos, en estos “aparatos” que estimulan tres de los cinco sentidos para deambular (a menudo sin rumbo) en internet, por antonomasia un no-lugar donde rige el relativismo y donde cualquier “narrativa” se desmorona.