No se puede decir que haya sorprendido a la escena musical uruguaya, porque se encontraba en un delicado estado de salud luego de sufrir un infarto en abril. No obstante, el deceso de Jorge Galemire el sábado puso punto final, aparentemente, al perpetuo desencuentro entre quien era reconocido como uno de los mejores músicos y compositores de su generación y un público que, por lo general, prefirió ignorar su obra, al menos en términos masivos.

Se puede especular mucho acerca de los motivos por los que Galemire no gozó de la popularidad de Jaime Roos ni de la devoción entre la crítica de la que es objeto Fernando Cabrera, dos músicos con cuya obra su carrera está firmemente emparentada. Van desde su tendencia a un eclecticismo difícil de definir hasta su larga ausencia de 13 años durante los cuales estuvo radicado en España, pasando por la pésima distribución y difusión de los discos de la mitad de su carrera, a lo que se sumaron, simplemente, situaciones de infernal mala suerte, como el “secuestro” que sufrió su último disco, Trigo y luna, durante casi una década, a cargo de su productor estadounidense.

Pero a pesar de todo esto -al fin y al cabo, el terreno de lo contingente-, en el caso de Galemire da la impresión de que el reconocimiento popular le fue particularmente escaso, sobre todo en proporción al prestigio del que gozaba entre sus colegas y a su notable presencia en cinco discos cruciales de la música uruguaya de fines del siglo XX: Hoy canto, de Dino; Sansueña, de Eduardo Darnauchans; Siempre son las cuatro, de Jaime Roos; Buzos azules, de Fernando Cabrera; y, en un mismo plano de calidad, Segundos afuera, de su propia autoría. En ninguno de esos discos Galemire fue un simple sesionista: en cada uno dejó marcada a fuego su guitarra y su capacidad como arreglador (en Sansueña sólo le faltó cantar). Tampoco son nada casuales los músicos que lo convocaron, ya que Galemire compartía con Darnauchans y Cabrera el interés por el rock y sus texturas tímbricas, afición que lo distanciaba de un canto popular del que formó parte como integrante eventual de Los que iban cantando y Canciones para no dormir la siesta.

El rock no era, sin embargo, la música que definía su identidad. Prefirió considerarse un cultor del candombe beat canción, y fue uno de los primeros en abrazar el término “pop” sin sentirse avergonzado. Y tenía razón: muchas de sus canciones esenciales, como “Puedes oírme”, “Lana Turner”, “Tus abrazos” y “Musa medusa”, son, antes que nada, excelentes composiciones pop que Galemire cantaba con voz melodiosa y controlada.

Pero más allá de sus coqueteos con el rock y el pop (que llegaron a su punto máximo con la superbanda Los Champions), Galemire era una máquina de curiosidad ecléctica que lo llevó a dominar en la guitarra géneros tan disímiles como la bossa, el reggae y el formidable proyecto de Trelew y su mixtura de folk galés, con piques que denotaban tanto la influencia de Darnauchans y su amor por los trovadores como la herencia de otro Eduardo, Mateo, y sus melodías etéreas y escalas que resuenan a Oriente.

Galemire deja atrás un puñado de discos (de los cuales los suyos solistas son los de más difícil acceso) y un grupo de férreos admiradores que van desde Jaime Roos a Fernando Santullo. Tal vez ahora se estudien sus complejas y nunca estridentes cadencias, los arpegios de una guitarra que dominaba sin soberbia, y un cancionero lleno de perlas que esperan oídos curiosos, tal vez ahora despiertos.