Hirokazu Koreeda (siguiendo una línea particularmente omnívora del cine japonés en general) ha hecho de recoger historias arquetípicas y reversionarlas una muy reconocible marca autoral. After Life (1998), la más lograda y recordada de sus películas, tomaba el mito de lo que sucede más allá de la muerte, llevándolo a la pantalla en un sistema similar a oficinas estatales en las que de una forma artesanal se escenificaba el recuerdo más querido del reciente difunto (éste se sometía a una serie de entrevistas llevadas a cabo por un equipo de especialistas, y a partir de la recreación del recuerdo, la persona viviría para la eternidad en una especie deloop beatífico de aquel suceso). Air Doll (2009) tomaba la conocida historia de un ser inanimado que cobra vida y debe comenzar a adaptarse al fascinante mundo de los humanos. De tal padre, tal hijo toma el mito de hijos intercambiados al nacer y juega con el tema de cuánto hay de sangre y de crianza en el temple de una persona, enmarcando esto en una dinámica de conflicto de clases.

Es decir, no es que Koreeda esté inventando nada nuevo, pero lo particular de su cine es el pulso con que elige contar sus historias y una preocupación sobre un mayor grado de verosimilitud en distintas situaciones. After Life se jugaba el todo por el todo en este detalle: la idea de un más allá alejado de la imaginería religiosa, para ser recreado en los interiores de un edificio venido a menos, con un símil de empleados públicos y ciertos inconvenientes burocráticos. También, uno de los elementos más bellos y destacables de After Life era la manera en que podía bucear en lo banal de ciertos recuerdos, sin tratar de exagerarlos en su grado de trascendencia (un ejercicio interesantísimo, porque si bien posiblemente casi cualquier persona elegiría como su momento de mayor felicidad algún suceso importante, la vida parece estar más disgregada en momentos estáticos o apacibles que involucran situaciones y narrativas mucho más simples).

En la historia de intercambio de hijos de De tal padre, tal hijo, el juego de conflicto de clases podría haber sido jugado en la clave de “El príncipe y el mendigo”, pero nuevamente, la atención de Koreeda está jugada en detalles más íntimos de la textura de lo cotidiano. Ryota (Masaharu Fukuyama) es un exitoso hombre de negocios que pasa la mayor parte del tiempo trabajando mientras su esposa atiende a su hijo Keita (Keita Ninomiya). Por otro lado, Yudai (Riri Furanki) y su esposa Yukari (Yoko Maki) llevan adelante un pequeño almacén y viven junto a su hijo Ryusei y sus tres hermanos, en un estilo de vida frugal pero mucho más cálido que los anteriores. La vida de ambas familias podría haber seguido su curso natural, de no ser por una prueba de sangre previa a entrar al colegio que revela que Keita no es hijo de Ryota, hecho que tras una investigación permite llegar al descubrimiento del cambio de hijos. El mismo hospital sugiere que las familias intercambien sus hijos para devolverlos a sus familias de sangre correspondientes, pero, por supuesto, seis años es suficiente para hacer de una persona, por más que no tenga vínculo filial directo, un auténtico hijo.

En este debate se centra el film, pero más interesante que las cuestiones éticas-filosóficas del parentesco y la sangre es la forma en que Koreeda decide retratar a las dos familias, sin llegar nunca a clichés ni maniqueísmos. Ya desde la misma manera en que el japonés decide filmar a las familias vemos una distinción estética clave: además de los colores más pálidos y el minimalismo mobiliario de la casa de Ryota, hay una preferencia por planos más amplios, potenciando el vacío del apartamento, mientras que los encuadres en el almacén y hogar de Yudai siempre tienen un formato más cuadrado y sobrecargado, en el que siempre parece que las personas estuvieran comprimidas en el plano, como la escena en la que están todos bañándose en la misma bañera.

Hay pequeños grandes momentos, casi todos llevados de la mano por el descuidado y fresquísimo actor Riri Furanki, como aquel momento en que le comenta a Ryota que cuando su hijo nació -antes de que sufrieran el bochornoso cambio de cunas- pensó que tenía cara de “Ryusei”, pero que ahora lo ve y le puede reconocer que tiene más cara de “Keita”; o en un momento de enojo tras descubrir que el otro padre quiere quedarse con ambos niños, le increpa: “Nunca ha perdido un partido, ¿verdad?”.

Más allá del núcleo temático, hay otros detalles que ya son parte de un estilo aceitadísimo del director a la hora de retratar familias. Momentos como la escena de la abuela jugando de forma desenvuelta al Nintendo Wii con Keita, el montaje paralelo entre las cenas de las dos familias, el detalle del robot arreglado por Yudai, o la particular forma en que las dos familias posan para la foto.

Esta noción de lo familiar se retrotrae, evidentemente, a Yasujiro Ozu, pero también a Mikio Naruse, en lo que refiere a retratos de clase social. Sin embargo, se ha consolidado ya con el tiempo un estilo que podría catalogarse de “koreediano”, en esa particular obsesión de familias enfrentadas a duelos (como Un día en familia -estrenada en Cinemateca en 2011- que lidiaba con la muerte de un hijo, frente a la cual año a año una familia presta sus particulares exequias) y cambios de familias, o escenarios. Es el caso de este film reseñado, pero también el de I Wish (2011), en la que dos hermanos son separados por sus padres y ambos sueñan con la posibilidad del reencuentro, o Our Little sister (2015), centrada en tres hermanas mayores que cuando mueren sus padres tienen que hacerse cargo de una hermanita de 13 años.

Sin embargo, lo más grande de Koreeda posiblemente sea, tal como señala uno de esos hermosísimos miniensayos cinematográficos de Sight and Sound a cargo de Kogonada, esos pequeños momentos que nos conectan y que significan mucho más de lo que creíamos al tiempo de vivirlos.