Si la palabra “nostalgia” fue acuñada por el estudiante de medicina suizo Johannes Hofer al combinar el término griego nóstos (retorno a casa) con algos (dolor), en el último cuarto del siglo XVIII, a la altura de nuestro principio de siglo XXI queda bien claro que no sólo de dolor se trata, sino también de cierto placer en la imposible recuperación del pasado y en la fantasiosa reconstrucción de éste para poderlo extrañar: dicha reformulación lo altera de tal forma (con consecuente proyección del deseo, etcétera) que quema por su ausencia, pero se vuelve también fácil gozar de lo idealizado, una vez supuestamente perdido. El deleite que otorga, si se mira a la nostalgia colectiva, se detecta a través de la distancia temporal necesitada por poner en marcha el efecto nostálgico: si antes, en general, uno se limitaba a echar de menos la época de su juventud, ahora ya extrañamos canciones, “modas”, ideas de hace pocos años: los 80 son prehistoria y se fantasea con lo que fueron los fabulosos 00. Claro está, el mercado lo entendió y lo explota bellamente (en este sentido, aconsejo la visión de un breve video cómico en Youtube del grupo College Humor sobre la “nostalgia de la nostalgia”). Claro que, en este panorama, adoptar ese concepto como principio organizador de una muestra puede revelarse peligroso (y más acá, donde la “Noche de la nostalgia” se ha vuelto sinónimo de diversión): caer en banalidades, fetichización, conservadurismo meloso y comercio es un segundo.

Clio Bugel, sin embargo, modelando su Linda y fatal, parece evitar escrupulosamente la complacencia y la ilusión atadas a ese sentimiento y dirige firmemente la selección de obras y artistas hacia una cancelación del “ornato”, hacia la austeridad y el minimalismo, vale decir, en contraposición a la lectura e interpretación más habitual de la nostalgia, la romántica (tanto en sentido de movimiento artístico como de postura degradada de masa). La ayuda sin dudas el atar, por lo menos en las premisas, la “nostalgia” a la pérdida y extrañamiento del lugar (el homesickness inglés, el mal du pays francés), vale decir, recuperar plenamente su origen: evidentemente no la melancolía de los soldados suizos que combatían en países extranjeros donde no había montañas -sujetos que estudiaba Hofer-, pero sí el placer/displacer propio del desarraigo geográfico: los cuatro artistas elegidos son uruguayos que no viven en Uruguay.

Convenientemente, ninguna de las piezas enfrenta apertis verbis la cuestión nostálgica, y todos optan por declinaciones bien elípticas. En el caso de Osvaldo Cibils, que vive en el extremo norte italiano, Trento, la pieza se compone de un video, una “escultura” y una especie de boceto del proyecto: se trata de la tercera entrega de Paesaggio zoom in, de 2015 (las primeras son de 2013 y 2014). En este caso, Cibils edifica, en poco tiempo, un paralelepípedo vacío, hecho con palos muy finitos de madera y cinta de electricista (un espécimen, en toda su fragilidad, está expuesto en la sala): el artista lo construye en la calles de Trento y Montevideo, vestido igual, independientemente del lugar, “editando” en alternancia hasta que se pierden en parte de las respectivas identidades de los sitios: si en algunas tomas las dos ciudades se distinguen, por las voces, los grafitis, el ruido (o su ausencia) y las características urbanas, en otras, donde priman elementos más neutros (orillas, parques, etcétera), la identificación es más ardua. Este enorme desplazamiento en kilómetros, que es el mismo que experimenta Cibils en su vida, se unifica en la rápida fabricación de un elemento arquitectónico mínimo y torpe -no logra estar en pie solo, fluctúa según el viento- que parece el simulacro de un núcleo de habitación, la maqueta del concepto mismo de domicilio.

También Silvina Arismendi, radicada en Brooklyn, Nueva York, crea su pieza 3454 (2012-2015) a partir de la idea de domus, la domus de la infancia: reproduce -o mejor dicho hace reproducir a Osvaldo Cibils (por la elocuente imposibilidad de estar presente durante el montaje)- en una pared copias a carbónico (procedimiento justamente con olor a otra época) de unos dibujos esenciales, sencillos hasta la modestia, de lo que fue su casa montevideana, antes de venderla para ir a otro país. El geometrismo minimal de estos murales roza el tema de la nostalgia de los primeros años -¿hay algo más común, dentro del repertorio de los dibujos de la niñez, que la propia casa?- en imágenes despojadas de todo color y (parecería) alegría, para devolverla como encasillada en esquemas rigurosos, en la que se podría definir una ingeniería de la añoranza, una etapa más dentro de un recorrido lógico, dado que la artista ha dedicado en precedencia otras obras a la lejanía de la vivienda y al registro de objetos que virtualmente guardan un potencial emocional muy agudo (Homesick y The Things Made by People, entre otros).

De un ambiente tan íntimo, la exposición nos transporta a dimensiones siderales: la serie Otras tierras (2014), de Fidel Sclavo -originario de Tacuarembó que actualmente reside en Buenos Aires-, es una secuencia de manipulaciones del mapamundi que van por el lado del recortar, doblar, darles vuelta y, ocasionalmente, pegar, superponiéndolos, pedazos de la representación del globo que habitamos, de alguna manera reconfigurándolo juguetonamente. Tal vez la conexión con el tema, esa sensación nombrada “linda y fatal” por Bugel, es en esta obra demasiado laxa: las varias modificaciones del artista, de última, distorsionan menos la proyección del mapamundi más usada -la de Mercator- que las proyecciones alternativas, como las de Gall-Peters o Mollweide, y el potencial foco de cualquier anhelo hacia “otro” mundo, se ofusca parcialmente con ellas.

Finalmente, el cierre -se puede interpretar cómodamente así por su ubicación al fondo de la sala y por la oscuridad en que se “mueve”- se (des)materializa en un video, único componente “espectacular” de esta austera galería (incluso los colores del mapamundi usado por Sclavo son bastante tenues). Es Chorra (2013), de Sylvia Meyer, radicada en New Platz, Estados Unidos: sobre el video que muestra a Fred Astaire y Eleonore Powell bailando“Begin the Beguine” en 1940, Meyer superpone una muy libre interpretación del famoso tango (notoriamente uno de los géneros más inherentemente nostálgicos del universo musical) del bonaerense Enrique Santos Discépolo: quedan unas pocas palabras (incluidas las de la mirada amarga al pasado, “lo que más bronca me da es haber sido tan gil”) y la música es una adaptación del “Zorba” de Mikis Théodorakis (que hace inmediatamente nóstos, obvio). Redonda (y deliciosa) prueba de la nostalgia no como fuerza paralizante, sino como potencial disparadora de nuevos, tónicos ensamblajes.