Se les ha dicho “genio” y “revolucionario” a cientos de músicos, especialmente tras su muerte, en alabanzas hipertrofiadas que tienen más que ver con lo afectivo (o con el espacio libre en la página) que con las auténticas cualidades innovadoras del músico en cuestión; pocos soportarían un auténtico análisis de las supuestas características “geniales” o “revolucionarias” de su arte. En el caso de Ornette Coleman, por el contrario, ambos calificativos suenan algo inadecuados pero no por excesivos, sino porque no parecen ser capaces de hacerle justicia a la música de este hombre.

Randolph Denard Ornette Coleman había nacido en Forth Worth, en la sureña Texas, donde se interesó rápidamente en el rhythm & blues y el jazz bebop, y decidió dedicarse a aprender a tocar el saxo alto. Algunas deficiencias de educación teórica relacionadas con la transposición de notas entre el piano y su saxo lo llevaron a tocar de forma cada vez menos ortodoxa. Admirador del bebop de Charlie Parker, su estilo fue desde el principio desestructurado y poco convencional, lo que llevó a que muchos músicos lo consideraran demasiado raro para ser tomado en serio. Su primer disco, Something Else: The Music Ornette Colemen (1958), lo mostraba intentando emular el estilo de Parker, pero de forma más voluptuosa y caótica. Además, ya lo encontraba aliado con quien sería su principal colaborador en la primera etapa de su carrera: el extraordinario trompetista Don Cherry, una suerte de Miles Davis más áspero e igualmente interesado en las armonías poco convencionales. Ya en su segundo disco, Tomorrow is the Question! (1959), tomó la arriesgada (para su tiempo) decisión de no incluir piano en su banda, para basarse en la (por entonces) hostil sonoridad de la combinación de su saxo alto de plástico Grafton y la trompeta de Cherry, a los que al poco tiempo se sumaría el timbre de otro nombre legendario, el contrabajista Charlie Haden.

Ese mismo año Coleman editó un nuevo disco, que se convertiría en el clásico absoluto del estilo que se conocería como avant-garde, y en el que proclamaba sus ambiciones desde el título: The Shape of Jazz to Come (la forma del jazz que vendrá). Aunque su sonoridad jazzera es inconfundible, el experimentalismo impregna cada surco de este disco -interpretado por Coleman, Cherry y Haden, a quienes se sumó el baterista Billy Higgins, sin instrumentos de cuerdas-, que contiene el que se ha convertido en el gran clásico (tal vez su único clásico o standard) de Coleman: “Lonely Woman”. El disco impresionó tanto a John Coltrane, en aquel momento la mayor estrella del saxofón, que decidió tomar clases de composición con Coleman (que era un instrumentista mucho más limitado que el insuperable Coltrane) y grabar un magnífico disco de composiciones de Coleman con Cherry como trompetista -The Avant-Garde, grabado en 1960 pero cajoneado por Atlantic hasta 1966-, un álbum maldito que sigue gozando de mala fama a pesar de su excelencia y su valor histórico. Con Coleman como gurú musical, Coltrane emprendería su propio viaje a lo experimental, que lo llevaría hasta las fronteras de lo escuchable.

The Shape... ya había convertido a Coleman en favorito de la vanguardia y el intelectualismo jazzero, y le había asegurado su lugar en la historia del género, pero al compositor aún le faltaba dar sus pasos más memorables. Luego de otros dos discos deslumbrantes, enmarcados en los parámetros de la avant-garde y su gusto por las denominaciones futuristas o identitarias - Change of the Century (1960) y This is Our Music (1961)-, Coleman editó su obra definitiva: Free Jazz: A Collective Improvisation (1961), un disco que partiría aguas en el movimiento del jazz estadounidense en su busca de una expresión casi completamente desregulada. Titulado explícitamente “jazz libre: una improvisación colectiva”, consistía exclusivamente en un tema de casi 40 minutos (dividido en las dos caras del vinilo), que presentaba a dos cuartetos -uno conducido por Coleman y el otro por el no menos inquieto Eric Dolphy- que tocaban simultáneamente (pero no “en conjunto”), separados en los dos canales del estéreo e interpretando solos y variaciones en buena parte improvisados, con algunas fanfarrias intermedias que le daban algo de forma. Cacofónico, agotador y excesivo, Free Jazz... generó todo tipo de discusiones acerca de si se trataba del futuro o el presente del jazz, o incluso de si se trataba de música tal y como se la entendía hasta ese momento. A 55 años de su edición, y conservando como diseño de tapa un cuadro de Jackson Pollock, Free Jazz..., suena mucho menos polémico y agresivo que en su momento (de hecho, es hasta relajante de vez en cuando), pero a principios de los 60 fue percibido como un agrio grito de protesta dirigido a su propia herencia musical, como una demanda de libertad irrestricta y salvaje similar a lo que tiempo después sería el grito del punk ante el rock estelar que lo precedió. Y, sobre todo, dio origen a un estilo, denominado, obviamente, free jazz, que apuntaba a desmantelar todas las convenciones musicales -tanto melódicas como armónicas, temporales o tímbricas- que lo habían precedido. Un trabajo de destrucción y energía al que se sumarían otros compositores, como Paul Bley, Cecil Taylor, Archie Shepp y Anthony Braxton (más el eternamente inflamado Coltrane), que desafiaría tanto al statu quo musical como al político, al volverse la música favorita de muchos de los principales representantes de la lucha por los derechos civiles, que encontraban en la furia convulsiva del free jazz el equivalente a sus llamados revolucionarios.

No quedaba mucho a donde ir luego de la explosión del free jazz, pero Coleman siguió editando discos, cambió su saxo alto de plástico por uno tenor y se ubicó tranquilamente en la proa del buque que había construido. Como muchos de los músicos de su generación, jugueteó con la electricidad, separó y volvió a armar su cuarteto (que tenía ahora al enloquecido Cherry tocando una trompeta de bolsillo), se acercó a las orquestaciones de la tercera ola en Skies of America (1972) y redescubrió África (y los estruendosos vientos de Jojouka) en el súper percutivo Dancing in Your Head (1977).

Aunque ya era un clásico reverenciado, el Coleman anciano siguió tocando en vivo y editando discos señados por una experimentación profunda. Su influencia permeó no sólo a todos los jazzeros que lo sucedieron, sino también a los rockeros noise de los 90, para quienes la obra del erudito Coleman era una referencia de descontrolados viajes sónicos y abandono de las estructuras automáticas. Se mantuvo activo y con lucidez mental total hasta que un infarto lo liquidó ayer. Su obra -a veces difícil, a veces hipnótica, siempre enérgica y sorprendente- difícilmente se vaya a extender a los circuitos populares que ignoró toda su vida, pero la experiencia de aproximarse al sonido de este explorador de los márgenes musicales es siempre liberadora. Coleman deja un legado de valentía y maravilla, la banda de sonido de una revolución que tal vez haya sido olvidada, o tal vez haya triunfado sin que el mundo se diera cuenta.