En su prólogo al compilado de cuentos Grandes éxitos, un cuento y una despedida, editado por Criatura editora en 2013, el escritor y periodista argentino Sergio Olguín sostiene que “antes de comenzar a leer a Gustavo Escanlar hay que olvidarse de lo que se conoce de él: de sus apariciones en televisión, de sus opiniones sobre la cultura uruguaya, de sus peleas mediáticas, de la furia que le despertaba la estupidez y de la furia de los bienpensantes. Olvidarse del personaje Escanlar…” (p. 7).

Hacerlo, naturalmente, lleva implícita una postura ante la obra del autor de Estokolmo y ante la literatura en general, una suerte de principio por el cual la literatura -aunque es cierto que Olguín no habla estrictamente de “comenzar a leer la literatura de Gustavo Escanlar”- debe entenderse en oposición o al margen del “personaje” y de ciertos actos o elementos de un perfil de intelectual, comunicador y figura pública. La “literaturización” de Escanlar, por cierto, no sólo es una estrategia válida a la hora de dar cuenta de su lugar en el proceso intelectual uruguayo reciente, sino que de algún modo sirve para rever esa figura que supo ser (y sigue siendo) Gustavo Escanlar: era, podemos decir, ante todo un escritor. Y un gran escritor, por cierto.

También es cierto que el “personaje”, las “apariciones” en televisión, sus “opiniones” y sus “peleas mediáticas” pueden ser vistas como partes inextricables del proyecto de Escanlar y de la construcción de su perfil o de su figura. De hecho, parece fácil llegar a la conclusión de que Escanlar escribía de tal o cual manera y sobre tales o cuales asuntos porque, además, tenía ciertas “opiniones sobre la cultura uruguaya”; así como que esas “peleas mediáticas” animan a su literatura y, entonces, hacen a su literatura o son también su literatura (por ejemplo, el cuento “Wonderland”, que no se puede leer sin aludir a cierta Alicia y a cierto “Taquislari”). Ficción, política y opiniones sobre la cultura uruguaya, entonces, forman en Escanlar -o, al menos, así puede leérselo- un todo complejo y también fascinante.

Esto último no descarta la posibilidad -más cercana a lo propuesto por Olguín- de proponer un abordaje “literario”, digamos, de la obra de Escanlar, así sea caracterizado como apenas una entrada en tema. En ese sentido, ante la reedición reciente de La Alemana por Criatura editora (el libro había sido publicado originalmente en 2009 por la editorial argentina Factotum Ediciones, y es una ampliación y reescritura de la nouvelle Dos o tres cosas que sé de Gala, publicada por Linardi y Risso en 2006) cabe hablar de no pocos asuntos literarios.

Por ejemplo, el lenguaje. Escanlar hace hablar a sus personajes (y a su narrador) en una variante callejera del castellano rioplatense, salpicada de referencias a la cultura pop/rock, de inglés y también de espanglish, pero es notorio que nadie ha hablado, habló o habla de esa manera. Del mismo modo que nadie habló como los personajes de la literatura gauchesca (y que nadie habla como los villeros de Leonardo Oyola), lo que hace Escanlar es construir una ficción del lenguaje, una lengua artificial que se vuelve el cuerpo de sus relatos. Una lengua no real, si se quiere, pero plausible. Una lengua que es, en rigor, un hecho estético.

Otra coordenada de especial interés tiene que ver con la creación de un mundo ficcional. Hay evidentes conexiones entre La Alemana y Estokolmo (Grijalbo Mondadori, 1998), por ejemplo, que movilizan personajes recurrentes y situaciones que se convierten en una suerte de mitología urbana, también explorada en textos breves; entre ellos, el cuento “lo que son las cosas (la increíble y triste historia del pepino pirelli y sus compañeros desalmados)”. Es fácil proponer este cuento como uno de los textos más brillantes de Escanlar, que ya desde su título remite a la construcción de un universo ficcional (Macondo, los Buendía, etcétera) visible en el texto aludido de Gabriel García Márquez, a la vez que lo captura en clave irónica y, por tanto, toma distancia de las claves literarias del colombiano y, por qué no, de su generación. Un cuento que es, además, un manifiesto.

Esa construcción de mundo no pasa solamente por la mencionada recurrencia de lugares y personajes; hay también un “universo Escanlar”, por llamarlo de alguna manera, en el que ciertas claves (sordidez, violencia, crueldad, lucidez, entre otras) y atmósferas y referencias culturales (música, cine, literatura) se vuelven la sustancia de lo narrado, el “aire que respiran” los personajes y que los conforma, por decirlo con una imagen manida que sin duda hubiese desaprobado Escanlar.

En ese sentido, es difícil encontrar relatos que no pertenezcan a ese mundo, que también lleva aparejada una concepción de la literatura o una práctica literaria concreta, algo que podríamos asimilar a “la pesada” de la que habló Bolaño en un célebre artículo recogido en Entre paréntesis (Anagrama, 2004). Esa línea de los “duros” o los “malos” de la literatura (Céline, Bukowski, cierto Burroughs y, en el Río de la Plata, Osvaldo Lamborghini, Alberto Laiseca y Leonardo Oyola) puede servir de inserción de la obra de Escanlar en un mapa posible de la narrativa uruguaya reciente, y colocarla en relación con ese grupo que fue llamado de “los crueles” y que incluyó al Gabriel Peveroni de La cura (Alfaguara, 1997) y al Daniel Mella de Derretimiento (Trilce, 1998). La creación de un mundo mezquino, desencantado y grotesco, además, acerca la obra de Escanlar a la de otro referente ineludible de la narrativa uruguaya reciente, Felipe Polleri.

A la vez -y aquí se vuelve indispensable apelar, como estrategia de lectura de su obra, al trabajo crítico de Escanlar y sus opiniones-, esta “literatura de la pesada” aparece en clara oposición a la narrativa del yo de la que hace unos años habló Gabriel Lagos para referirse a la escritura de algunos integrantes de la generación nacida durante la dictadura, es decir, la inmediatamente posterior a la de Escanlar. Habría que pensar, entonces, dónde están los herederos de Escanlar, si es que los hay. El nombre de El Hoski podría aparecer con cierta claridad, a la vez que es fácil constatar que la gran mayoría de los escritores menores de 40 que empezaron a publicar en los dosmiles y siguen visibles y en actividad han adoptado posturas más bien distintas, casi siempre más escrupulosas, “sensatas” y más cercanas a ciertas tradiciones literarias, casi todas más aplacadas y menos beligerantes, muy pocas apostando por la construcción de un “personaje” en el sentido en que podemos decir que lo hizo Escanlar.

La Alemana, en última instancia y ya olvidándonos de cartografías, es una historia vertiginosa, llena de sexo, violencia, corrupción y desesperanza. Una vez que se comienza es imposible dejarla de lado: hay que leerla hasta el final, como quien apura un trago amargo. O, mejor, como quien apura un tónico o un antídoto de sabor desagradable pero que nos salvará el cuerpo. Escanlar murió hace casi cinco años, pero sus libros siguen curándonos de la mediocridad gris de tanta literatura uruguaya.