Ya el nombre de la banda nos da una pequeña señal vintage. Al reproducir la primera canción del segundo disco de Polaroids -grupo liderado por Federico Acosta en guitarra y voz-, “Marte”, no quedan dudas: los caminos sonoros son vintage y llevan a una meta definida: los 80. Es un simple sonido, un timbre, que genera una atmósfera que en seguida dispara la estética inherente a una época. Se trata de una melodía minimalista de teclado que se impone sobre las guitarras eléctricas, que es tan ochentera que incluso tiene ribetes -hasta en el sonido y el ataque de las notas- de la primera parte de la melodía de sintetizador de la famosa versión de “Gloria” -original del italiano Umberto Tozzi-, de Laura Branigan, que explotó en las radios en 1982.
El círculo ochentero termina de cerrar cuando descubrimos que el encargado de los teclados es Martiniano Olivera, nueva incorporación de Polaroids, quien supo ser tecladista de Zero, banda de la camada del rock posdictadura que editó un solo disco, Visitantes (1987) -“Riga” y “Ahuyentando el miedo” fueron algunos de sus éxitos-, y era dueña de un sonido tecno-electro-pop bastante alejado de la estética dominante de aquella generación rockera, que mayoritariamente abrazó el punk y el pospunk.
Pero volvamos a “Marte”. “Si miras al cielo, / todo es infinito. / La luna es plateada / y el sol amarillo”, canta Acosta, con su delicada voz, estirando las palabras de forma casi libidinosa. Después de un inquieto break instrumental a puro galope de teclado y guitarras, parece que se viene el estribillo rompedor, pero vuelve la melodía del principio, y da la sensación de que el tema nunca termina de levantar definitivamente; se queda en una promesa.
La estética del sonido es ochentera, pero, por supuesto, con el barniz de la tecnología de 2015. Por lo tanto, el disco suena muy bien -gran parte de los discos del rock nacional ochentero suena técnicamente mal, salvo algunas excepciones, que suenan muy mal-. En general, los planos de la mezcla tienen un tratamiento pop: la voz predomina sobre los demás instrumentos -sobre todo en los temas más movidos-, pero esto no quiere decir que no se destaquen musicalmente.
Un elemento que llama la atención en el disco es el uso de pequeños riffs que sirven de interludio entre los versos, como sucede con el teclado laurabranigoso de la primera canción. Por ejemplo, “Papagayo” tiene una línea instrumental doblada entre el teclado y las guitarras -bastante rockera, dentro del contexto general del álbum-, que crea un buen contraste con la melodía vocal. En la coda, mientras la voz de Acosta se desvanece en un efecto fantasmagórico, irrumpen, otra vez juntos, el teclado y las guitarras, aporreando una melodía oscura que es uno de los puntos altos del disco.
Como si fuera un viejo vinilo, separado por lados, la segunda mitad de Caminos -que tiene diez canciones- se diferencia ostensiblemente de la primera: se acerca a lugares más tranquilos, de tempos más lentos, con canciones que podemos catalogar como baladas poperas. Por ejemplo, “Moneda”, en la que Acosta canta casi susurrando, dentro de una atmósfera melancólica tupida de punteos y arpegios lastimeros -esos que, a veces, dicen más que cualquier letra- sobre el caprichoso destino: “La moneda va / girando sin preguntar. / No la mires, / que ella sola te dirá. / Déjala girar, / no anticipes tu verdad”.
“Alba” es una linda balada, quizá la más tristona, con unos interesantes arreglos de sintetizadores -que también suenan ochenteros-, pero que empieza a mostrar uno de los problemas de Caminos -al menos, para quien esto escribe-: en la segunda mitad del disco, la mayoría de las melodías vocales suenan similares, y quizá Acosta abusa demasiado del recurso de estirar algunas vocales: “No mires más, / tooodooo está florecieeeeendo. / Todo se ve, / yaaaaa está amaneciendo”. Así las cosas, puede parecer que esos caminos ya los recorrimos hace unos minutos. Y, por otro lado, paradójicamente, ninguna de esas melodías lentas es muy recordable o pornográficamente memorable: son subidas y bajadas genéricas -algo que en el pop con mayúsculas resulta casi un sacrilegio, ya que las melodías vocales son la droga más fuerte del género; es imposible despegarse de ellas-.
Quizá otro problema del disco sea que sus mitades están tan marcadas y diferenciadas que pierde equilibrio (el orden de los signos es otro signo, y desde este pequeño espacio abogamos por seguir escuchando los discos enteros y en orden; en este mundo de ansiedad digital, algoritmos aleatorios y omnipresencia de tentadores hipervínculos que nos desvían, eso también es vintage). Entonces, lo que arranca bastante para arriba, con un pop movido -ojo, tampoco es una patada al pecho-, luego baja y no vuelve a levantarse; queda una sensación similar a la de la primera canción: faltó algo, quedó en una promesa. De cualquier manera, es un disco corto -media hora-, así que, cuando queremos acordar, los caminos parecidos, por fin, ya se terminaron.