En 1983, organizaciones que buscaban propiciar y coordinar el regreso de los exiliados lograron organizar un vuelo chárter (cortesía del gobierno español) en el que viajaron hacia Uruguay 154 niños. Eran hijos de exiliados o estaban custodiados por exiliados, y el objetivo declarado del vuelo era posibilitar que visitaran a sus parientes en Uruguay. Algunos niños más grandes habían nacido en Uruguay, habían vivido acá sus primeros años y guardaban vagos recuerdos de sus familiares no exiliados. Otros habían nacido en el exterior y en ese viaje pudieron conocer a sus abuelos o primos. Algunos fueron a visitar a sus papás a los penales. Al llegar al aeropuerto los pusieron en diez ómnibus, en una caravana hasta la sede de la Asociación de Empleados Bancarios del Uruguay (AEBU) que según los relatos duró como cuatro horas. En AEBU fueron recibidos calurosamente por una multitud. Como en tantas cosas que ocurrían como parte de la resistencia, es de asumir que hubo mucho cariño y solidaridad hacia esos gurises en esa recepción, pero en forma simultánea los niños fueron usados en una acción propagandística para sensibilizar a la gente sobre la necesidad de pujar por el desexilio y para golpear moralmente a la dictadura.
Este documental acompaña a seis de aquellos niños en la actualidad. Algunos se sienten uruguayos y vinieron a vivir acá. Otros nunca se sintieron uruguayos, tan sólo adquirieron la conciencia de tener raíces en este país que encaran con mayor o menor extrañamiento. Algunos se sienten realizados al haber “recuperado la identidad”. Otros más bien perdieron la identidad que tenían sin llegar a asumir otra, y de éstos algunos parecen usufructuar la libertad del desarraigo, mientras que otros sienten resentimiento por haber perdido el piso. Uno de los casos más extremos es el de Guzmán, que reprocha a sus padres haber optado por el activismo político aun sabiendo que tenían un hijo chico al que deberían haber cuidado mejor. Cuando, ya grande y casado, tuvo problemas de fertilidad, un terapeuta los atribuyó a su sentimiento de “desprotección”. Carolina siente que fue usada como una especie de rehén de intereses políticos, y en las charlas con ella se nota, más que con cualquier otro, una tensión profunda. Salvador Banchero, en cambio, antepone la visión política a lo personal, y siente una profunda admiración por esa movida brillante: nadie iba a poner escollos a un avión lleno de niños que venían expresamente a conocer o a visitar a sus parientes, en una operación que involucraba al gobierno español y que estaba en la mirada de varios organismos internacionales y de los medios masivos locales.
El episodio del vuelo de los niños tuvo su importancia en el proceso de apertura, aunque luego, históricamente, quedó opacado por hechos más o menos simultáneos (el obeliscazo) o un poco posteriores (los regresos de Alfredo Zitarrosa, Los Olimareños y Daniel Viglietti). Esta película tiene a priori el valor de traer a colación e informar sobre ese episodio. Además, nos comunica o nos “presentiza”, por medio de los parlamentos de los seis agonistas y de algunos de sus familiares, la forma en que el exilio sigue doliendo hasta hoy. Es decir, para muchos de quienes lo vivieron no se trata solamente de un interregno sufrido que llegó a su fin, sino que implicó un cambio de rumbo que no tiene vuelta, lleno de pérdidas irrecuperables, incluso en gente que, como es el caso de los niños, ni siquiera fue partícipe voluntaria en los embates políticos.
El trauma estetizado
El documental está organizado en forma temática: la presentación un poco vaga de los seis personajes, su situación actual (hay tomas en España, Dinamarca, Bélgica e Italia), el relato del viaje, las consecuencias y qué decidieron hacer de aquí en más. Sabiamente, el realizador guarda para el último tercio la aparición de las diapositivas de época y de excelentes tomas de archivo, que son por lejos el momento más emotivo y contundente de esta película.
Ahora, hay algo raro en que la mejor parte de un largometraje documental sean las tomas que ya existían, máxime cuando, obviamente, la intención va mucho más allá de la recopilación y el montaje de material de archivo. Hubo decisiones de realización bastante peculiares y que dejan a la película muy lejos del potencial del material y del asunto que tenían a disposición. Para empezar, la explicación del vuelo y de qué es lo que unifica a los personajes está muy dilatada, y el espectador que no esté previamente informado pasa mucho tiempo empeñado en descifrar el asunto básico, perdiéndose en el camino de impregnar con toda su significación algunas de las cosas que se hablan en los primeros tramos. Imagínense el efecto, por ejemplo, de leer este artículo pero con omisión del primer párrafo: es más o menos así.
También en ese primer tramo, la mayoría de las declaraciones están en voz over, sobre imágenes del cotidiano de los agonistas, que a veces parecen superpuestas en forma casi aleatoria sobre lo dicho, y son todas imágenes livianas de un vivir despreocupado, ocioso y feliz. Nos perdemos de ir conociendo desde el inicio los personajes y de compenetrarnos en forma más profunda con ellos, de meternos en una conversación virtual. Esta distancia se acentúa con una filmación muy poco íntima: imágenes muy cuidadas en lo fotográfico, la cámara casi siempre en el trípode, los realizadores “invisibles”, la narrativa transparente. Es como si las tomas de las distintas ciudades hubieran sido auspiciadas por los respectivos ministerios de Turismo: como si no hubiera un solo lugar feo en el planeta Tierra, todas las que se muestran son arquitecturas cálidas y deslumbrantes, callecitas pintorescas. De Montevideo vemos el Palacio Salvo, la bahía vista desde el Cerro, la estatua de Artigas en la plaza Independencia, distintos puntos de la rambla, el Palacio Legislativo. La cámara curiosea en detalles exóticos: un puestito callejero de venta de mates para turistas, el proceso de cebado, la preparación de un asado, un cuchillo cortando chorizos. La música es una sentimentalina tocada en piano en estilo internacional-neutro.
La historia contada en la película es increíble, y los personajes tienen mucho que decir. Quizá tengan más para decir que lo que efectivamente dicen, pero lo que dicen es considerable e interesantísimo: Carolina hablando de las fantasías que tenía, antes de venir, sobre un Uruguay paradisíaco en el que volaban mariposas (y en esa toma se ve su brazo tatuado con mariposas), o el padre de Fernando comentando con emoción la forma en que pensaba en el hijo cuando estaba en prisión -mientras el propio Fernando, a su lado, queda perdido sin saber qué decir, con una expresión de incomodidad-, o la discusión entre Carolina y su madre. Sin embargo, esas escenas están dispuestas en función de los asuntos que se abordan, pero nunca llegamos a ellos desde una narración que potencie su contenido emocional: quedamos tan sólo con el contenido inherente o -peor- con el contenido más el pianito sentimental. Claro que un montaje adiscursivo, así como el extenso inicio impresionista, pueden ser opciones válidas y que motiven un tipo de recepción menos tradicional, menos narrativo, pero es difícil asumir que esto haya sido intencional o que se pueda entrar en ese modo de percepción con el tratamiento de tipo publicitario (o de especial televisivo) de las imágenes.
También es raro ver ese tono publicitario usado para abordar un tipo de asunto asociado con la izquierda. O mejor dicho, por desgracia se está volviendo menos raro de lo que debería: a mí me parece raro porque no me conformo con ello. En coherencia con la opción estética, lo político está muy amenizado en el tratamiento. Nunca se explica al detalle y en forma totalmente comprensible quién organizó el vuelo y cómo se hizo la selección de los niños. Vemos a algunos agonistas aplaudir la idea y a otros recriminarla, pero cuando aparecen los dardos (muy suavizados) están dirigidos más bien hacia los militantes que se salieron de sus cauces, no hacia la dictadura en sí. Las diferencias de opinión (casi nunca ideológicas, más bien vinculadas con el sentir personal de cada uno) están puestas delante de nosotros, pero nunca llegan a operar una fricción que fuerce un poquito la necesidad de buscar una respuesta más allá de la mirada benevolente a la diversidad humana. El conflicto entre la mirada personalista (¿por qué me hicieron eso a mí?) y la mirada política (la causa mayor que se perseguía) nunca llega a ser propiamente discutido. La película parece sentir compasión por sus personajes, pero sin interpelar sobre responsabilidades, sobre qué hay que hacer, sobre el futuro, sobre la manera en que -más allá de la dimensión personal o de suma de personalidades- esos traumas afectan a la sociedad aún hoy.