Qué tipo serio era Ernesto Sábato. Decidido, pausado y grave. Así lo recuerda la entrevista que en 1977 le hizo Joaquín Soler Serrano, el periodista español que se dedicó a conversar con los popes de aquellos años. También fue un caso curioso: se decepcionó pronto del comunismo, después de visitar la Unión Soviética y de haber sido dirigente juvenil del Partido Comunista. Fue implacable con el peronismo, pero denunció las atrocidades de la llamada Revolución Libertadora de 1955 contra los militantes peronistas. Reivindicó a Evita Perón, almorzó con Rafael Videla en 1976 (junto con Jorge Luis Borges), se horrorizó con la feroz dictadura argentina y escribió el Nunca más (1984) para el gobierno democrático de Raúl Alfonsín, cuando era presidente de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas.

De ésta y muchas otras maneras, Sábato ocupó un lugar extraño en el campo literario y en la tradición de su país, donde se lo acusó de cómplice de la dictadura por aquel almuerzo, cuando a Borges nadie le reclamó nada (salvo Juan Carlos Onetti, que lo interpeló cuando fue a recibir la condecoración que le otorgó el dictador chileno Augusto Pinochet).

Este físico que se dedicó a la literatura lo hizo de la mano de Jean-Paul Sartre, León Tolstoi y Albert Camus, y fue uno de los discípulos latinoamericanos del existencialismo, no sólo por la familiaridad entre El túnel y El extranjero, de Camus. Según cuenta la leyenda, quemó muchísimo más de lo que publicó: una larga lista de ensayos y sólo tres novelas, El túnel (1948), Sobre héroes y tumbas (1961) y Abaddón el exterminador (1974).

En su primera novela intentó retratar el oscuro interior del yo, de la incertidumbre y del abismo, temas que, según Sábato, ocupaban a la buena literatura moderna y eran el único asunto de verdadero interés para el escritor. El túnel ha sido definida incontables veces como una novela psicológica, centrada en la soledad y la incomunicación del paranoico y esquizofrénico protagonista. El mismo Sábato, en su libro Heterodoxia (1953), se refirió a su novela: “Las ideas metafísicas se convierten así en problemas psicológicos, la soledad metafísica se transforma en el aislamiento de un hombre concreto en una ciudad concreta, la desesperación metafísica se transforma en celos, y el cuento que parecía destinado a ilustrar un problema metafísico se convierte en una novela de pasión y crimen”.

Adaptación

Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne, relata en primera persona la historia de su crimen. Todo comienza en una exposición de pintura en la que Castel ve por primera vez a María, la única persona de la galería que se fijó en un detalle de su cuadro Maternidad. En ese mismo momento se inician su obsesión y su carrera hacia la locura.

En la obra se escenifica desde el comienzo la demencia del protagonista a partir del monólogo, los ojos desorbitados y la gestualidad de Sebastián Barrios (“pah, qué cara de loco, nene”, comentaba en voz alta una espectadora que probablemente desconocía el argumento de la novela). Frente a lo monocorde que puede resultar un monólogo casi frontal, que estructura paulatinamente a un personaje y el mundo que lo rodea -o que se inventa-, es interesante la interacción entre el protagonista y los lienzos que reproducen sus obras: paulatinamente, entre ellos se va consolidando la alienación, la autorreferencia, la arrogancia y el delirio de grandeza de Castel, acompasado por su timidez y su encierro.

A María, personaje ausente en el espectáculo, la rodea un misterio que nunca se devela y que se construye a partir de la voz de su amante. La reconstrucción de su relación y del mundo privado de Castel está muy bien lograda, manteniendo el interés en la historia y en el triángulo amoroso (María, su esposo ciego y Castel), aunque el problema de la pieza pareciera radicar en el traslado del lenguaje literario a la representación teatral. Pese a la acertada selección y extensión de la obra -45 minutos-, el carácter literario del monólogo y el fraseo dificultan el desarrollo de la trama, que decae en su intensidad y vuelve algo monótona la historia (sobre todo cuando se conoce el desenlace desde el comienzo).

A diferencia de las otras dos novelas de Sábato, El túnel configura una visión del mundo limitada a su narrador y a su universo interior. Así, el racionalismo y el carácter obsesivo de Castel terminan por aniquilar por completo a su persona y su megalomanía, a María y a su marido Allende, y a todo lo que rodea al protagonista, luego de un largo viaje por sus ansiedades, sus dudas y su lógica del delirio. Lo complejo de retratar cualquier artista en una obra, ya sea teatral, cinematográfica o literaria, se centra en los peligrosos estereotipos en los que se puede incurrir. Una lectura de El túnel, 67 años después de su publicación, no puede evitar detenerse en los parámetros en los que se mueve Castel: artista demente, creativo, incomunicado y aislado, que cae en ciertos lugares comunes pero, a la vez, se redime a partir del tono con que construye su paranoia, aspecto muy difícil de rastrear en la versión de Barrios.

En definitiva, para los que no conocen el texto es una buena opción -con algunos reparos en la intensidad y el tono de la puesta- para aproximarse a la narrativa del escritor argentino y a su primer trabajo, centrado en el desequilibrio, la desesperanza y la revelación de un aspecto de la vida que busca trascender o, simplemente, morir en el intento.