Es notable cómo los humanos tendemos, con el paso de los años, a anquilosarnos, a quedar pegoteados a una escala de valores como la mosca a la telaraña, y -especialmente- a interpretar los hechos dentro de dicha escala, como si el mundo fuera el mismo. Algo similar ocurre cuando se miden conductas de personajes históricos con reglas actuales; asunto resbaladizo si los hay (parece lógico condenar al que se dedicó a torturar y quemar mujeres acusadas de brujería durante la Edad Media, pero resultaría casi anacrónico acusarlo de machista porque no cocinaba ni lavaba los platos).

Todo esto también se aplica a la historia muy reciente. Pasó con el comunicado de los estudiantes del IAVA (ver http://ladiaria.com.uy/UHo), que pone en tela de juicio la pertinencia del paro docente que se realizó del 26 de junio. Allí aclaran que no están en contra de las reivindicaciones, sino de la medida. Dicen, incluso, que cuestionan la medida en esa situación particular, no necesariamente en otras. Explicaron lo que pudieron, pero no alcanzó. Parte del mundo adulto, la de los heroicos militantes de otrora, la de los que “voltearon la dictadura” merced a la valiente lucha en que se jugaron la vida, saltó como un resorte. “Qué hicimos mal”, “qué asco”, son expresiones que se teclearon una y otra vez en las redes sociales. Alguien que se presentó como docente les respondió: “No se necesitan más opiniones en contra de nuestro gremio y en lugar de hacer pública su desconformidad se hecha [sic] más leña al fuego”. Más allá de la escritura escolar (habitual en demasiados docentes), este argumento se ha repetido tantas veces que entra en la categoría de lo que se recita de memoria al vender un nuevo quitamanchas en el ómnibus.

Ciertamente, rechazar algunas medidas de lucha para no perder clases es algo que, en el año 83, probablemente habría sido sostenido por los sectores más conservadores. Pero resulta que, pese a quien le pese, ya no estamos en el 83. El mundo se ha entreverado, para bien o para mal, y ser disidente hoy no implica necesariamente ser conservador. Ante la pregunta “qué hicimos mal”, yo tendería a tratar de contestarla. Tal vez lo que hicimos mal fue inculcar la obediencia acrítica ante cualquier acción que, por su aspecto, parezca estar a favor de los obreros y en contra de la oligarquía y el imperio. Y estos jóvenes nos lo están refregando por la cara.

El comunicado contiene honestidad y valentía. Como surge de leer las aclaraciones de que hablé más arriba, fueron conscientes de que su opinión podía levantar la polvareda que levantó, lo cual supongo que no era su intención. Simplemente, querían cuestionar algo que algunos pretenden que sea incuestionable: un paro. No hay nada de conservador en ello; al contrario. Debería ser lo normal: un gremio toma una medida, y otro, que se ve afectado por ella, la considera inapropiada, y así lo expresa. Y además propone medidas alternativas. Ya sé, en el fragor de la lucha, mantener la unidad puede implicar renunciar, a veces, a la propia opinión; pero ¿siempre? No. Porque si es siempre, la unidad se transforma en excusa para un asqueroso totalitarismo. Y más cuando tantas veces sucede que, con el tiempo, muchos de los luchadores impolutos que exigían respaldo incondicional terminan, en virtud de misteriosas vueltas de la dialéctica, apoltronados en cargos de poder, disfrutando de un excelente nivel de vida y relegando a la nostalgia sus antiguas peroratas libertoides.

Sepan disculpar, pero prefiero toda la vida al que, aun equivocándose, expresa su opinión cuando lo considera necesario, y no al que defiende lo que sea porque hay que hacerlo, porque no tiene el coraje de discrepar o de dudar. Es humano tener miedo; pero negarlo, y encima disfrazarse de héroe del pasado, es de viejos chotos.